Selección, cancelación, censura y puritanismo

Si recortar la libertad de expresión fortalece a la democracia, hay algo que no estamos entendiendo

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El tema comienza a adquirir ribetes delicados. La sociedad actual vive mutaciones que al ser cotidianas resultan imperceptibles, pero, sin embargo, significan cambios relevantes en el devenir del comportamiento colectivo. La sociedad del presente tiene su propio tono, sus registros de identidad y su batalla cultural en medio de torbellinos de micro revoluciones que se procesan de forma manifiesta o latente. En ese huracán de cambios estamos inmersos no siempre conscientes de lo que vivimos a diario. Así, comienzan a surgir “tipos” de lecturas sobre lo social que, algunas, son novedosas y otras provienen de la veta pendular del eterno devenir humano sobre la tierra.

La “selección” se le aplica los que entienden que no deben compartir espacios de su vida, escena o plataforma con alguien que no consideran “respetable” (no encuentro otra palabra para definir al ciudadano objetado) desde sus propias perspectivas. No se trata de nada personal, es solo que determinada “persona” -con la que ya no apetece compartir espacio- es visualizada conservadora, rígida o eventualmente discriminatoria en sus expresiones o modus vivendi. Por eso se la señala y se apartan de ella. Es el caso, por ejemplo de Joe Rogan que, algunos, en los Estados Unidos empiezan a ubicarse lejos de él, se bajan de plataformas como Spotify para no comulgar en esa zona o de lugares donde individuos como él transitan. Y lo dicen explícitamente. A moverse que arrancó el temblor.

En consecuencia, el asunto es así: escenario, plataforma o marca de sponsors con “ese tipo de gente” no se puede compartir. De esta forma, unos juzgando a otros desde un supuesto podio impoluto se separan de la manada. Sencillamente los consideran inadecuados y no respetables para hacer nada con ellos. Ni compartir una plataforma digital, ni editar libros con la misma editorial, nada, lejos, bien lejos de ellos. Es una forma de decir que esa gente no vale la pena a ser tenida en cuenta y no conviene contaminarse con su proximidad. Empezamos la feria de la intolerancia.

La “cancelación” es un paso más, es cuando además de tener esa actitud critica hacia esa persona (de rechazo) se la ningunea, se la retira de la convivencia social, ya no se interactúa ni en un debate twittero y se la asfixia por exclusión. También se la cancela en términos fácticos: desaparece su cuenta de Twitter o donde sea. No hay escrache, no hay caza de brujas, es todo mucho más simple: una serie de clics y el ser en cuestión está fuera del rollo diario del mundo virtual, acaso el mundo real para buena parte de lo cotidiano. Ha ganado una tribu y ese cancelado será lapidado virtualmente con la separación.

En las redes sociales, es cierto, todos, de alguna manera “cancelamos” gente al bloquear a otro, o cuando otro nos bloquea a nosotros. Pera esa es una prerrogativa lógica que todos tenemos en una relación bilateral o unidireccional: nadie debe soportar lo que no quiere soportar si otros dicen lo que uno recibe como una afrenta. A otro, puede no resultarle ofensivo, pero quizás a mi si se me trata de “gordo” (por ejemplo) y me mortifica ese mote, y quizás mi sensibilidad no me permita soportar más esa expresión. (Pongo ese ejemplo, no es cierto, pero podría ser cualquier adjetivación que cause dolor. Obvio, habría que entender los contextos, a veces en el humor esto no rige y conviene saber cuando se está en ese terreno. O no podríamos tener stand up comedy).

De cualquier forma, no es lo mismo un bloqueo individual que una cancelación, esta última es grave, es gigante, masiva, implica una exclusión del territorio informático, mediático, comunicacional y de alguna forma es un destierro virtual. Los romanos consideraban al destierro físico como una de las penas más graves (hasta más dura que la propia sentencia de muerte) y ahora tenemos el destierro virtual. Tiene aroma más a venganza que a justicia esta institución.

La cancelación, entonces, requiere de un decisor poderoso que acota al “extremista”, lo cierra, lo clausura y lo deja sin luminarias. No hay escrache, no hay fuego que incendie nada, hay oscuridad y destierro computacional. Ya no es una barra que considera que Juan es un radical y violento, sino que en base a “expresiones” más o menos concluyentes (también según el contexto y según absolutismos complejos) el individuo en cuestión merece ser proscripto por una tribu que lo considera peligroso. La cancelación es la proscripción. Con franqueza, tengo un mal recuerdo de este asunto, al ser grande he vivido como varias dictaduras sudamericanas proscribían a personas por su forma de pensar. Me he educado entonces en la libertad absoluta como valor de referencia democrático. Las proscripciones o las cancelaciones, me asustan. Recuerdo dictaduras que proscribían la actividad política y ellas mismas -desde la nula legitimidad de origen- montaban un fascismo pavoroso en su ejercicio (¿Hay algún fascismo que no sea pavoroso?). En el fondo, hay mucho de mentalidad totalitaria en todos estos comportamientos travestidos de serena madurez cuando en realidad son guillotinas contemporáneas a la libertad de expresión.

La Censura ya sabemos lo que es. Es el cierre total, el apagón de la libertad en base a criterios filosóficos, morales o ideológicos que hacen que una persona ya ni cancelada esté, sencillamente se la prohíbe y listo. Y no solo eso, se la desprecia y se le hace saber al resto de la aldea la putrefacción del traidor. Así, termina en el Gulag, en Siberia, condenado a morir en solitario. Su relato, aparentemente desaparece del universo formal (del fascista) y el poder de turno (autoritario per se) prohíbe y elimina el material del proscripto.

Convengamos que no hay mejor publicidad que censurar a alguien para obtener el efecto contrario. El censurado se transforma en motivo de interés por el castigo que padece. Pero claro, puede terminar en prisión o lejos de su tierra. En lo material no es sencillo vivir semejante desmesura. Tremendo. Y la censura a medios de prensa por no verbalizar lo que al poder de turno entiende conveniente, es otro dislate que conocemos de sobra. La muerte de periodistas en diversos lugares del mundo por ser la voz de la libertad demuestra el dramatismo de lo que estoy refiriendo. O sea que quien crea que estas expresiones son límbicas, solo preste atención a lo que sucede en diversas partes del planeta y verá que de teórico no tienen nadas estas líneas.

La verdad, cabe estar alarmado, cabe pensar que esta época está alimentando aires regresivos y en demasiadas partes del mundo se comienza a notar un recorte hacia el discurso libre que no parece adecuado que ayude a la democracia y que así mejore la convivencia civilizada. Si recortar la libertad de expresión fortalece a la democracia, hay algo que no estamos entendiendo. Tampoco las redes sociales siempre alimentan la libertad. En los últimos tiempos los algoritmos parecen desnudar sesgos de sus creadores que terminan en la reproducción de lo patológico. Algo huele mal por allí y me temo que es solo el principio.

Si el asunto está entre prohibir y no prohibir, me quedo con los segundos a riesgo de que nos lastimen las expresiones vertidas, a riesgo de que se extralimite el verbo y se agravie incluso, luego veremos como se reparará ese daño (para eso existe el estado de derecho). Pero no me afilio a la idea de que algunos asuntos no se pueden expresar. Lo que no se puede es incitar al odio o discriminar, lo demás, si está dicho hay que oírlo y aunque mortifique a más de uno hay que aceptarlo. Eso es la democracia. Y hay que ser honesto con la editorialización de los que nos dicen que no editorializan. Mentira, casi todos editorializan. ¿O acaso estoy inventando estos comportamientos que vengo describiendo?

Advierto también un reverdecer de cierto puritanismo posmoderno en escena. En algunas sociedades hay puritanismo duro por fuera y de cristal por dentro. Duro porque parece existir una moral social que se inmiscuye en la vida privada de la gente y hace de ese asunto un tema público. De cristal porque es frágil, falso, se nota que con un empujoncito se hace añicos.

En eso, los latinos tenemos una forma de entender el mundo distinta a los anglosajones que leen la moral desde otro lugar existencial más inqusitivo. ¿Le debe importar a alguien la vida privada de las personas? ¿El límite está allí en un territorio delicado donde la sociedad está cambiando y por eso se puede censurar con moral victoriana los vínculos entre la gente? ¿De veras avanzamos en asuntos tan serios como el género y los derechos de las minorías mientras seguimos siendo cínicos con las relaciones emocionales de las personas en clave moral para señalar con el dedo acusador lo que no nos incumbe? ¿Acaso las religiones entienden bien este desafío o solo repiten el mantra ritual casi sin reflexión profunda y se inmiscuyen en la privacidad? Preguntas, algunas impertinentes, otras más que pertinentes en este 2022 que no para de alienarnos día a día entre pospandemia, guerra, afectaciones económicas y vidas succionadas por redes sociales que alimentan procesos que ya nadie sabe bien como finalizan.

Con franqueza gana terreno la hipocresía. Por suerte, las nuevas generaciones vienen barriendo con toda esta tilinguería y las relaciones “fluidas” son parte de un mundo en el que las categorías de vínculos entre la gente son más naturales, menos acotadas a los anteriores valores religiosos o morales, más sinceras, menos protocolizadas y más reales. Tengo claro que el conservador que lee estas líneas considera que soy Satanás. En realidad, nada más alejado, lo que no quiero es la satanización de lo privado o de la libertad, esa es la verdad y creo que las nuevas generaciones, aunque sea a los tumbos, vienen sincerando las relaciones humanas acartonadas y encerradas en estructuras que venían explotando por los aires y no lo queríamos advertir. Me parece un acto de valentía semejante desmesura. Mi generación ni se animó a plantear este asunto, quizás los autoritarismos nos agobiaron tanto que no llegamos a pensar en estos menesteres. Bienvenidos a la destrucción de ese mundo y acalorado aplauso a los que defiendan la libertad. La batalla viene difícil, pero nos jugamos parte de nuestra identidad como sociedad en ganar con los más jóvenes el terreno suficiente para que los fenómenos descritos aquí sean eliminados de escena.

Es contradictorio que se aumente la libertad individual y se la reprima con procesos como los reseñados (selección, cancelación y censura). Hay que respirar a fondo y zambullirse en la libertad total. La que fuere y como fuere. Mientras sea solo eso, nada pasará y avanzaremos.

Defender lo que nos incomoda y lo que nos hiere es también una forma de elevar la democracia al rango que merece.

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