
Pasado el referéndum constitucional, el desafío ahora es la gobernabilidad del país. Para el presidente, no se trata únicamente de una derrota electoral, como podría ser una elección de mitad de término que produce un cambio en el Legislativo. Ello no es infrecuente en los presidencialismos—el tan debatido “gobierno dividido”—donde, aún así, la gobernabilidad está asegurada si las reglas son claras para todos.
No es el caso en Chile. Para el gobierno esta es una derrota más profunda, pues genera un vacío institucional. Le propuso al país un nuevo diseño—un nuevo “pacto de dominación”, como dicen los politólogos—y el país no solo lo rechazó, sino que lo hizo con contundencia. Por ello, dicho vacío institucional es profundo y, en consecuencia, la amenaza para la gobernabilidad, enorme.
El resultado electoral es un rechazo a esta agenda pseudo progresista de hoy, el “woke” en versión chilena, pero también es una sanción a un gobierno de tan solo seis meses cuya imagen colapsó en semanas. Ello debido a su patente ineptitud para garantizar el orden público y su inacción ante la inseguridad desenfrenada. Los jóvenes que hoy gobiernan tienen tiempo de darse cuenta: orden público y seguridad son sus responsabilidades prioritarias.
Se sabía que Boric iba a tener que aprender el oficio en el puesto, pero ahora es necesario que lo haga con urgencia. Los vándalos a los que consideraban “presos políticos” cuando gobernaba Piñera, son los mismos que salieron a ocasionar similares destrozos de los bienes públicos bajo Boric, ahora por haber visto sus preferencias electorales rechazadas por la sociedad en un referéndum libre, justo, transparente y de masiva participación. ¿Cual sería el derecho vulnerado de dichos “presos políticos” hoy?
Después del resultado se dice que el gobierno debe hacer “autocrítica”. El término en sí mismo exaspera, pertenece al rancio stalinismo. Eso es lo que perdió, justamente, el resultado electoral es la derrota de los delirios refundacionales; de la fantasía que la historia empieza con uno y que todo lo anterior es desechable, pues la sociedad quiere un cambio radical.
Y si no lo quiere, como evidencia el plebiscito, es que lo necesita pero no lo sabe. Esta nueva generación pseudo-progresista asume la responsabilidad de proporcionárselo, como corresponde a toda auto-percibida vanguardia iluminada. Con Marx a mano, el pueblo es glorioso cuando nos vota, pero cuando no, es por su falsa conciencia.
Pues no se trata de autocritica, ni de vanguardia alguna, mucho menos de falsa conciencia, sino de cambiar en la gestión de gobierno, reformular alianzas y llenar el vacío institucional de un Estado con un difuso orden constitucional.
Es curioso, desde esa misma izquierda se escuchan voces que trazan un paralelo entre esta derrota y el golpe de 1973. Más allá de la subjetividad individual con la que se vive esta coyuntura, la analogía es absurda, hasta irrespetuosa con la historia y la democracia. Una elección—repito, libre, justa, transparente y con participación masiva—versus un golpe violento y criminal; no se pueden soslayar los contrastes.
Aunque en un sentido invocar el golpe puede ser útil para estos jóvenes que hoy gobiernan Chile: la oportunidad de asimilar las lecciones de la generación que vivió los setenta, sus mayores que eran y son tan de izquierda como ellos. Llama la atención la desconexión. Aquella generación sí que aprendió. Se dio cuenta de la ingobernabilidad de la Unidad Popular; asumieron sus errores (¿auto-crítica?) y su inexperiencia de entonces, las huelgas salvajes, la irracionalidad de la política económica, la violencia de los grupos ultras.
Muchos marcharon al exilio, también una experiencia de educación. Quienes lo pasaron en La Habana o Berlín Oriental, pudieron comprobar de qué se trataba la utopía del socialismo realmente existente: pensamiento único y coerción. Quienes lo hicieron en Ámsterdam o Estocolmo descubrieron la prosperidad del mercado junto a la democracia y la equidad. En ese aprendizaje está la raíz de la Concertación, la coalición de centro-izquierda que gobernó dos décadas prósperas con libertad y en democracia.
Es inexplicable el rechazo a esa experiencia que se escucha y se lee en el elenco gobernante de hoy. Si la historia empieza con ellos, obviamente que la Concertación estará mas cerca de Pinochet que de su versión de progresismo. Es que, como se sabe, el Partido Comunista no era parte de aquella coalición de gobierno y ahora sí lo es, a propósito de La Habana y Berlín Oriental.
La democracia es un aprendizaje. Chile y Boric necesitan repasar las lecciones de aquellos que hicieron la transición. Son sus mayores y no escatiman compartir aquella experiencia de un gobierno exitoso y su progresismo en serio, no el impostado. Pues no hay progresismo posible sin racionalidad y sensatez. Ambos son escasos en este gobierno actual y eran abundantes entonces.
Y, a propósito, hoy es 11 de septiembre, 49 años atrás Allende fue derrocado en aquel golpe violento y criminal. Casi medio siglo después, no es un buen síntoma que se discutan los mismos temas y en idénticos términos de suma-cero. La Concertación resolvía los problemas del presente y proyectaba un país para las próximas generaciones. A eso se dedica una clase dirigente de verdad, ese es el oficio de un presidente.
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