
En una de las imágenes difundidas por la Casa Blanca, Xi Jinping ríe con los ojos semicerrados mientras Donald Trump le muestra un papel sobre la mesa. A su alrededor, los asesores observan el intercambio con una mezcla de sorpresa y atención. Es una escena breve, captada en una sala de reuniones en Corea del Sur, pero suficiente para llamar la atención del mundo: el líder chino aparece sonriente, distendido, incluso accesible, algo casi nunca visto en su país.
Las fotografías fueron tomadas durante la cumbre de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), un foro que reúne a las principales economías de la región y que este año se desarrolló bajo una atmósfera de cautela. En ese contexto, el encuentro entre Xi Jinping y Donald Trump tenía un valor simbólico. Ambos líderes encabezan economías que mantienen tensiones abiertas por el comercio, la tecnología y la seguridad. La reunión en Busan fue breve, pero la difusión de las imágenes multiplicó su impacto político.

Más allá del contenido de la conversación, lo que sobresalió fueron los gestos. Xi, que rara vez se muestra relajado frente a las cámaras, aparece inclinado hacia su interlocutor, riendo abiertamente. En otra toma, el presidente chino escucha con atención, con un leve gesto de cordialidad. La imagen circuló por los canales oficiales de Washington pocas horas después de la reunión, acompañada de un comunicado que destacaba el tono “constructivo” del encuentro.

En China, sin embargo, ese Xi no existe. Las apariciones públicas del presidente están cuidadosamente diseñadas por los departamentos de propaganda del Partido Comunista. Cada encuadre responde a un mensaje político; cada expresión, a un objetivo estratégico. Los medios estatales suelen retratarlo como un dirigente firme, casi inmutable, símbolo de continuidad y autoridad. Esa uniformidad visual es parte de un control más amplio: el del relato del poder.
Por eso, las imágenes divulgadas por la Casa Blanca resultan tan inusuales. No solo muestran a un Xi fuera del molde, sino que revelan los límites de la narrativa que Beijing impone sobre su propio líder. Una sonrisa, en ese contexto, se convierte en un gesto político. Para los ciudadanos chinos, acostumbrados a ver a su presidente bajo una luz solemne, estas escenas probablemente no aparecerán en la prensa local ni en las redes sociales, donde cualquier desviación del discurso oficial es rápidamente censurada.

Las fotografías, distribuidas desde Washington, muestran lo que en Beijing no puede mostrarse: un líder que ríe, un instante de vulnerabilidad. En tiempos de competencia geopolítica y diplomacia visual, incluso una imagen aparentemente trivial puede alterar la manera en que el poder se percibe y se proyecta.
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