
La historia de los Juegos Olímpicos para México está llena de héroes efímeros. Las gestas de aquellos que logran subirse al olimpo perduran en la memoria colectiva durante un tiempo. Después, los recuerdos son anestesiados y deben aguardar al menos cuatro años para ser desempolvados. En la víspera de cada nueva justa hay un sinfín de evocaciones a esos momentos de alegría en los que el tiempo se detuvo. Se trata de la forma más efímera de la inmortalidad. Noé Hernández forma parte de esa categoría de héroes.
Oriundo de Chimalhuacán, Estado de México, Noé incursionó en el deporte a los 14 años. Edad temprana, pero no tan temprana comparada con esas historias de atletas que nacen y ya están compitiendo aun en pañales. Sus profesores de educación física lo motivaron a adentrarse en la marcha atlética. Tenía que pedir equipos prestados para poder entrenar y para poder competir. No iba a ser de otra manera. Cierto es que a nadie le regalan nada. Pero también lo es que a algunos las cosas les cuestan más que a otros.
En 1997, a los 19 años de edad, se clasificó para disputar el Campeonato Internacional de Marcha, donde no pudo tener una buena participación debido a la falta de preparación con la que había llegado al certamen. Pero al año siguiente, en el campeonato Centroamericano y del Caribe en Bridgetown, Barbados, el resultado fue totalmente distinto. Noé consiguió hacerse del oro y dejó claro que a partir de ese momento su nombre empezaría a escucharse con más fuerza. Al menos para él y para los que creían en él.

Las historias de todos los atletas exitosos están repletas de referencias a sus sacrificios y a un anhelo de predestinación que les estimuló siempre. Mucho sacrificios, sí, pero también talento. Infancias que nunca lo fueron por culpa del deporte. Y vidas que no lo serían, o que carecerían de significado, sin la presencia del deporte. Si tanto se sabe de esas historias, ¿qué las vuelve especiales? Porque la de Noé no es una más. Noé no formó parte del molde.
Se suele decir que los atletas son distintos al resto de seres humanos, y con cierta razón. Pero incluso ellos se parecen más de lo que creen. Muchos cargan con la obligación del éxito por el éxito, que las cualidades que la naturaleza les ha regalado no pueden ser desperdiciadas. Noé no era favorito de nadie. Los especialistas, esos que se desviven por la complejidad y que no aceptan caprichos del destino, le daban por descartado. Pero a él no le importó. Se reveló contra los designios y se subió al podio, al alcanzar el segundo lugar detrás del polaco Robert Korzeniowsk y por delante del ruso Vladimir Andreyev.
En ese momento no lo sabía, pero se trataría de su momento de mayor gloria en la disciplina. Y tampoco podía imaginarse que pasarían 16 largos años para que la marcha atlética pudiera darle nuevas alegrías a México, con Lupita González en Río 2016. Pero ese momento le pertenecía a él y a los suyos, a los le habían impulsado a nunca bajar los brazos. A nunca ceder ante la asfixia del desconsuelo. Si Noé convivió con la carencia desde siempre, lo normal era que en este momento, en su momento, sintetizara toda su vida previa. Pero también sintetizó toda su vida futura. Aunque asistió a Atenas y cumplió con buenos papeles en competencias internacionales, no pudo recuperar su nivel.

El deporte y los Juegos Olímpicos son una vía perfecta para todo aquel que busca escapar del anonimato perpetuo. Para lograrlo, sin embargo, los sacrificios deben ser mayúsculos y el tiempo de gloria puede verse reducido hasta rayar en los efímero. Tener acceso al olimpo es un privilegio restringido, pero perdurar en la memoria de las masas pertenece a la categoría de hazañas inaccesibles.
Trece años después de Sídney 2000 el nombre de Noé volvió a figurar en las primeras planas y en los programas deportivos. Lejos habían quedado esos días de arrebato y de felicidad. La historia se teñía de sangre. En un bar de Los Reyes-La Paz, Noé recibió un impacto de bala. Fue dado de alta, pero había perdido la visión del ojo izquierdo. El de enero de 2013 falleció a los 34 años de edad. El sueño fue corto, efímero. Pero su cumplió. El fin de la historia pertenece a los relatos de terror que tanto opacan a las historias de gloria.
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