#CuentosEnInfobae: “Las focas”, de Lydia Davis

Todas las semanas, durante el verano, Infobae publicará historias de grandes autores para disfrutar en vacaciones. Las ilustraciones son de Florencia Gutman

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“Las focas”, ilustración de Florencia Gutman
“Las focas”, ilustración de Florencia Gutman

Sé que se supone que uno tiene que ser feliz en este día. Qué raro es eso. Cuando eres joven, eres generalmente feliz, o al menos estás dispuesto a serlo. Envejeces y ves las cosas con mayor claridad y hay menos motivos para ser feliz. También empiezas a perder gente –a tu familia. Los nuestros no eran necesariamente fáciles, pero eran nuestros, las cartas que nos tocaron. Éramos cinco, de hecho, como una mano de póker –es la primera vez que lo pienso. Estamos más allá del río y en Nueva Jersey ahora, vamos
a llegar a Filadelfia en una hora, salimos de la estación a horario.
Pienso especialmente en ella –mayor que yo y mayor que nuestro hermano, y tantas veces responsable de nosotros, siempre la más responsable, al menos hasta que todos fuimos adultos. Para cuando yo fui adulta, ella ya había tenido su primera hija. De hecho, para cuando yo cumplí veintiuno, ella ya tenía a sus dos hijas.
La mayor parte del tiempo no pienso en ella, porque no me gusta sentirme triste. Su cara ancha, su piel suave, sus facciones bonitas, sus ojos grandes, su piel clara, pelo rubio, teñido pero natural, con un poco de gris. Siempre parecía un poco cansada, un poco triste, cuando hacía una pausa en la conversación, cuando descansaba un momento, y especialmente en las fotos. Busqué y busqué una foto en la que no pareciera cansada o triste y no encontré ninguna.
Dicen que se veía joven y pacífica en coma, día tras día. El coma seguía y seguía –nadie sabía cuándo se iba a terminar. Mi hermano me dijo que ella tenía un brillo en la cara, un resplandor húmedo –transpiraba ligeramente. El plan era dejarla respirar por sí misma, con un poco de oxígeno, hasta que dejara de respirar. Yo nunca la vi en coma, nunca la vi en el final. Lo lamento ahora. Pensé que tenía que quedarme con nuestra madre y esperar ahí, sosteniéndole la mano, hasta que llamaran. La llamada vino en mitad de la
noche. Mi madre y yo salimos de la cama y nos quedamos paradas en el living oscuro, la única luz venía de afuera, de los faroles de la calle.
La extraño tanto. Tal vez extrañas más a alguien cuando no puedes dilucidar cuál era la relación que tenías. O cuando parecía inconclusa. Cuando yo era chica, pensaba que la quería más que a nuestra madre. Después se fue de casa.
Creo que se fue justo después de terminar la universidad. Se mudó a la ciudad. Debo haber tenido siete años. Tengo algunos recuerdos de ella en esa casa, antes de que se mudara. La recuerdo tocando música en el living, la recuerdo parada junto al piano, apenas inclinada hacia adelante, los labios apretados alrededor de la boquilla del clarinete, los ojos en la partitura. Tocaba muy bien en ese tiempo. Había siempre pequeños dramas familiares respecto a las cañas que necesitaba para la boquilla de su clarinete. Años más tarde, a kilómetros de allí, cuando la visitaba, sacaba el clarinete, después de mucho tiempo sin tocar, y tratábamos de tocar algo juntas, nos abríamos camino, a prueba o error, a través de algo. A veces se podían escuchar las notas redondas y plenas que ella había aprendido a tocar, y su sentido perfecto de la forma de una línea de música, pero los músculos de sus labios se habían debilitado, y a veces perdía el control. El instrumento chirriaba o se quedaba en silencio. Cuando tocaba, ella forzaba el aire hacia
la boquilla, apretaba fuerte, y después, cuando había un descanso, bajaba el instrumento por un instante, soltaba el aire apurada, y después tomaba un rápido trago de aire antes de tocar otra vez.
Recuerdo dónde estaba el piano en nuestra casa, justo debajo de la arcada hacia ese cuarto largo, de techos bajos a la sombra de los pinos del otro lado de las ventanas que daban al frente, con el sol entrando por las ventanas del
costado, desde el patio luminoso, donde los arbustos de rosas crecían contra la casa y los canteros de iris se desplegaban en la mitad del jardín, pero no la recuerdo a ella ahí en estas vacaciones. Tal vez no vino a casa para eso. Estaba muy lejos para volver muy a menudo. No teníamos mucho dinero, así que probablemente no había para los boletos de tren. Y tal vez ella no quería volver tan seguido. Yo no lo hubiera entendido entonces. Le dije a mi madre que estaba dispuesta a dar los pocos dólares que había ahorrado si la podía traer a casa de visita otra vez. Lo decía en serio, pensé que ayudaría. Pero nuestra madre simplemente sonrió.
La extrañaba tanto. Cuando todavía vivía en casa muchas veces nos cuidaba, a mi hermano y a mí. El día que yo nací, esa tarde calurosa de verano, ella fue la que se quedó con mi hermano. Los dejaron en la feria. Ella lo llevó a los juegos y pasearon por los puestos durante horas y horas, los dos muertos de sed y cansados, en esa cuenca chata donde estaba el parque de atracciones y donde años más tarde miramos los fuegos artificiales. Mi padre y mi madre estaban a kilómetros de distancia, del otro lado de
la ciudad, en el hospital que queda en la cima de la colina.
Cuando yo tenía diez años, el resto de nosotros se mudó, también, a la misma ciudad, así que por unos pocos años todos vivimos cerca. Ella venía a nuestro departamento y se quedaba un rato, pero no creo que viniera muy seguido, y no entiendo realmente por qué. No recuerdo comidas familiares con ella, no recuerdo que hayamos hecho excursiones por la ciudad juntas. En el departamento, ella escuchaba atentamente cuando yo practicaba piano. Me decía cuando tocaba mal una nota, pero a veces se equivocaba. Me enseñó mi primera palabra en francés: me la hizo repetir una y otra vez hasta que la pronuncié perfectamente. Nuestra madre también se fue ahora, así que no puedo preguntarle por qué no la veíamos más seguido.
No habrá más regalos de su parte con temas de animales. No habrá ningún regalo más de su parte. ¿Por qué esos regalos con temas de animales? ¿Por qué quería recordarme a los animales? Una vez me regaló un móvil de pingüinos de cerámica –¿por qué? Otra vez, una gaviota de madera balsa que colgaba de piolines y movía las alas hacia arriba y hacia abajo en la brisa. Otra, un repasador con tejones. ¿Por qué tejones?

Trenton hace, el mundo renace –fuera de la ventana. ¿Cuántos eslóganes publicitarios más voy a mirar por la ventana hoy? Ahora hay postes caídos en el agua con los cables todavía ensartados –¿qué les pasó y por qué los dejaron ahí?
Siempre les piden a los que no tienen familia que trabajen en este día. Podría haber dicho que lo pasaba con mi hermano, pero está en México.
Cuatro horas, un poco más. Voy a llegar alrededor de la hora de la cena. Voy a comer en el restaurante del hotel, si es que tiene uno. Eso es siempre lo más fácil. La comida nunca es muy buena, pero la gente es amable. Tienen que serlo, forma parte de su trabajo. Amable a veces significa que bajarán la música por mí. O dicen que no pueden, pero sonríen.

¿Es el amor a los animales algo que compartíamos? Le deben haber gustado o no me habría mandado esos regalos. No puedo recordar cómo era con los animales. Trato de recordar sus estados de ánimo: tan a menudo preocupada, a veces más relajada y sonriente (en la mesa, después de tomar un poco de vino), a veces riéndose de un chiste, a veces juguetona (hace años, con sus hijos), esas veces llena de una vitalidad física repentina, se abalanzaba sobre alguien a través del jardín, bajo el laurel, en el jardín cercado que su marido cuidaba tan pacientemente.
Ella se preocupaba por tantas cosas. Se imaginaba un mal desenlace y lo elaboraba hasta que se convertía en una historia que se alejaba de donde había comenzado. Podía empezar con una predicción de lluvia. A una de sus hijas grandes, podía decirle algo como: Va a llover. No te olvides tu impermeable. Si te mojas podrías resfriarte, y podrías faltar a la representación de mañana. Eso estaría muy mal. Bill se decepcionaría tanto. Está tan entusiasmado con saber qué te parece la obra. Tú y él han hablado tanto de ella…
Pienso mucho en eso –en lo tensa que estaba. Es algo que debe haber empezado muy temprano, tuvo una infancia tan complicada. Tres padres para cuando tenía seis años –o dos, supongo, si uno no cuenta a su verdadero padre. Él la conoció solamente de bebita. Nuestra madre
la dejaba siempre con otra gente –una niñera, una prima. Por una mañana o un día, generalmente, pero una vez, al menos, por semanas y semanas. Nuestra madre tenía que trabajar –era siempre por una buena razón.
Yo no la veía muy seguido, pasaba mucho tiempo entre una vez y otra, porque ella vivía tan lejos. Cuando nos volvíamos a ver, me rodeaba con los brazos y me daba un abrazo fuerte, apretándome contra su pecho suave, mi
mejilla contra su hombro. Era media cabeza más alta, y era más grande. Yo no era solamente más joven, sino más pequeña. Ella había estado ahí desde siempre. Yo siempre había sentido que ella me protegería y me cuidaría, aún
cuando yo creciera. Todavía pienso a veces, con una punzada de anhelo, antes de saber qué estoy pensando, que una mujer más grande, a la que veo en alguna parte, una como catorce años más grande, me cuidará. Cuando se
apartaba del abrazo, ella estaba mirando hacia el costado o por encima de mi cabeza. Parecía estar pensando en otra cosa. Entonces, cuando sus ojos se posaban en mí, yo no estaba segura de que me veía. No sabía qué sentía verdaderamente por mí.
¿Cuál era mi lugar en su vida? A veces pensaba que para sus hijas, y hasta para ella, yo no tenía importancia. La sensación me venía de golpe, un vacío, como si yo ni siquiera existiese. Estaban solo ellas tres, sus dos hijas y ella, después de la muerte del padre, después de que su segundo marido se fue. Yo era periférica, nuestro hermano también, aunque él y yo habíamos sido antes una parte importante de su vida.
Nunca estuve segura de qué sentía por nadie excepto por sus hijas. Podía darme cuenta de cuánto las extrañaba, cuando se iban, porque se volvía de repente tan silenciosa. O cuando estaban por irse –de la casa alquilada en la playa, despidiéndose en el umbral, el pasto brillante creciendo en la arena de las dunas más allá de los autos, las tejas grises del techo al sol, el olor a pescado y a creosota, los destellos del sol rebotando en los autos, después el golpe de una puerta del auto, el golpe de la otra puerta, y el silencio de ella. Era cuando estaba callada que yo sentía que tenía mayor acceso a la verdad de sus sentimientos, una manera de verlos, y en esas ocasiones estaban generalmente relacionados con sus hijas.
Pero creo que sus sentimientos por nuestra madre eran una carga pesada en su vida, al menos cuando estábamos juntas. Cuando nuestra madre estaba lejos, tal vez ella la olvidaba. Nuestra madre siempre la usaba para subir más
alto, siempre necesitaba tener razón, siempre necesitaba ser mejor que ella, y que todos nosotros, casi todo el tiempo. La terrible inocencia de nuestra madre, también, cuando hacía eso. No tenía idea, la mayor parte del tiempo.

Nuestra última conversación –fue por teléfono, larga distancia. Dijo que tenía dificultades con el campo de visión del lado derecho. En un formulario que estaba completando, vio la palabra fecha y escribió el día, sin ver que
había más palabras hacia la derecha, y que tenía que completar la fecha de nacimiento. Hablamos un rato, y hacia el final de la conversación debo haber dicho algo sobre hablar otra vez en unos días, o mantenernos en contacto para que me contara cómo seguía, porque entonces, en respuesta
a eso, me dijo que no quería hablar otra vez porque quería preservar toda su fuerza para hablar con sus hijas. Cuando lo dijo, su voz me sonó distante, o exhausta, no suavizó lo que estaba diciendo, ni se disculpó. Nunca más volvimos a hablar después de eso. Pero la frialdad era el sonido de su propio miedo, su preocupación por lo que le pasaba, no algo contra mí.
Después de que murió, yo lo repasaba una y otra vez, trataba de ver lo que ella sentía por mí, trataba de medirlo, de encontrar el afecto o el amor, medir eso, asegurármelo. Debe haber tenido sentimientos encontrados por
mí, su hermana tanto más chica –mi vida en casa fue más fácil de lo que la suya había sido jamás. Probablemente sentía un poco de celos, que continuaron, año tras año, y sin embargo quería estar conmigo, venía adonde yo vivía, me visitaba, dormía en mi living, por dos noches, al
menos. Vino más de una vez. ¿Fue en una de esas visitas cuando escuché su radiecita encendida, murmurando y cantando junto a ella en la cama durante más de la mitad de la noche, o fue en una de las casas alquiladas en la playa durante alguna vacación de verano, la arena en el piso, los muebles de otro, los cuadros de otro en la pared? Tenía problemas para dormir, se ponía la radio y leía una novela policial hasta bien tarde.
Y me hacía ir a visitarla, y una vez viví con ella por un tiempo, cuando necesité alejarme de mis padres. A veces pensaba que me había alojado por un sentido del deber conmigo, su hermana menor, ya que yo siempre tenía mis propios problemas.

Siempre mandaba nuestro paquete con tiempo. Adentro, cada regalo estaba envuelto en papel de seda, o en algún papel de regalo más duro. Todos estos regalos –ella los elegía, los compraba, los envolvía en un papel alegre, les ponía etiquetas en letra grande con marcador negro o de color, escritas directamente en el papel de regalo, y los mandaba con un par de semanas de anticipación.
Sé que siempre me importaban mucho mis regalos. Las fiestas eran un evento importante en el año para mí cuando era chica, y eso no ha cambiado nunca. El año culmina con las fiestas y con el cambio del año viejo por el año nuevo, y después el círculo del año empieza otra vez, anticipando las fiestas.
La gaviota terminó en un armario, con los piolines enredados. De vez en cuando, trataba de desenredarla, y finalmente lo logré. La colgué en una viga del granero con una tira de cinta adhesiva. Después de un tiempo, con
el calor del verano, la cinta se aflojó y la gaviota se cayó. También hubo un pequeño elefante verde con lentejuelas, de la India, muy bonito. Con dos pequeños cordones para atarlo en alguna parte. Lo colgué en una ventana y el material verde se destiñó de un lado después de estar un tiempo al sol. Y una cosa hecha de fieltro, con bolsillos, para colgar detrás de la puerta y poner cosas adentro –no estoy segura de qué cosas. También tenía elefantes, bordados en el fieltro.
Ahora recuerdo –conseguía estas cosas en ferias artesanales a beneficio de los indígenas. Eso formaba parte de su bondad, y su preocupación por los demás, y parte de la razón por la cual las cosas eran un poco raras y a veces nos resultaban ajenas.
Así que estaba siempre la excitación del paquete que llegaba por correo. El papel marrón y áspero un poco abollado por el viaje desde el extranjero. El papel marrón era hasta más emocionante que los envoltorios de adentro,
porque era tan apagado, y sin embargo sabías que adentro habría esa explosión de paquetitos, cada uno envuelto en papel de colores brillantes.
Elegía mis regalos conmigo en mente, creo, pero torciendo los hechos un poco, con optimismo, creyendo que yo iba a pensar que esa cosa era útil o decorativa. Creo que muchas personas, cuando eligen un regalo, tuercen
los hechos con optimismo. Pero no estoy diciendo que estoy en contra de las personas que prueban hacerle regalos diferentes a alguien, decididamente no estoy en contra de esas ferias artesanales. Ahora que pasaron varios años, y yo he cambiado también, compraría regalos en una feria
artesanal. Lo haría al menos en su memoria.
No era de gastar mucho dinero en un regalo. Esa era su conciencia. No era de gastar mucho en sí misma, tampoco. Creo que, muy en el fondo, es probable que pensara que no merecía nada mejor.
Pero gastaba mucho en nosotros en otros momentos. Sus regalos en esas ocasiones aparecían de la nada. Una vez, me escribió para preguntarme si quería ir a esquiar a las montañas con ella y los chicos. Era el principio de la
primavera y había parches de nieve derretida y barro en las pistas. Esquiamos en la poca nieve que había. A veces yo salía a dar largas caminatas. A ella le parecía que yo no debía ir sola –si algo me pasaba, estaría sola y sin ayuda. Pero no me prohibía que fuera, y yo iba. En los caminos que tomaba, de hecho, había mucha gente de excursión subiendo y bajando, cruzándose unos con otros y saludándose amablemente.
Años más tarde, cuando ya hacía mucho que había pasado la edad de necesitar cualquier ayuda de ella, me compró mi primera computadora. La podría haber rechazado, pero todavía no tenía mucho dinero. Y había algo excitante en el ofrecimiento repentino, por teléfono, una tarde cualquiera. Era tarde en la noche donde ella estaba. Su ofrecimiento era una explosión envolvente de generosidad, quise zambullirme en la sensación y quedarme dentro. Sí, dijo, sí, insistió, me mandaría el dinero. Al día siguiente me llamó otra vez, un poco más calma –quería ayudarme, me mandaría algo del dinero, pero no todo, que era mucho en esos días. Sé cómo debe haber sido –tarde en la noche, estaba pensando en mí, y extrañándome, y el sentimiento creció y se convirtió en el deseo de hacer algo por mí, incluso algo dramático.
Por esa época, empezó a alquilar una casa para nosotros cada verano, o al menos a pagar casi todo el alquiler, una casa en la playa, por una o dos semanas, una diferente cada verano, y todos íbamos allí a estar juntos. La última vez que lo hicimos fue el último año de vida de mi padre, aunque él no vino a la casa en la playa –lo dejamos en el geriátrico. El verano siguiente, él se había ido, y ella se había ido también.

Llegando a Filadelfia –después de la curva, al lado del río, hay casetas para botes en la otra orilla, ese museo enorme en el acantilado del otro lado del agua, como una construcción de la antigua Grecia. No voy a ver la estación esta vez –sus techos altos y sus bancos largos de madera y los arcos y los viejos letreros preservados. Podría simplemente pararme allí a mirar, su espacio profundo –lo hago, de vez en cuando, si tengo tiempo. Nuestra estación en Penn era todavía más lujosa. Ahora ya no está más –siempre duele pensarlo. Y cuando uno camina por ahí en ese hall subterráneo, matando el tiempo antes de que llegue el tren, ve las fotos de la vieja estación de Penn que pusieron en las columnas, los largos rayos de sol que pasaban a través de las ventanas altísimas y bajaban por las escaleras de mármol. Como si ellos quisieran hacernos recordar lo que nos estamos perdiendo –extraño.
Después pasaremos por la región de los amish. Nunca me acuerdo de esperarla, me toma siempre por sorpresa. En la primavera, las yuntas de mulas y caballos arando los campos ondulados que se extienden hasta el horizonte – nada de eso hoy. La ropa colgada –quizás. Está nublado, pero seco y ventoso. ¿Qué era aquello que leí sobre ponerle sal a la ropa lavada en el invierno? De todas maneras no está helando hoy. Es un invierno cálido.

Una y otra vez trataba de pagarle el pasaje a mi hermano para que fuera a visitarla. Él nunca fue. Nunca dijo por qué. Fue finalmente cuando ella se estaba muriendo, cuando no podía saberlo, era muy tarde para que ella pudiera tener el gusto –de que por fin él había aceptado ir. Se quedó hasta el final. Cuando no estaba con ella, caminaba por la ciudad. Se ocupó de algunas cosas prácticas que había que hacer. Después se quedó en el funeral. Yo no fui al funeral. Tenía buenas razones, me parecían buenas a mí, era
por mi vieja madre, y el shock, y lo lejos que era, cruzando el océano. En realidad, tenía más que ver con los extraños que estarían en el funeral, y con la delicadeza de mis propios sentimientos, que no quería compartir con extraños.
La podía compartir cuando estaba viva. Cuando estaba viva, su presencia era eterna, el tiempo con ella era eterno. Nuestra madre era muy vieja ya, y cuando nosotros sus hijos nos poníamos a pensar en cuánto tiempo podíamos vivir, pensábamos que viviríamos tanto como ella. Después,
de repente, ella tuvo ese problema con la visión, que resultó no ser un problema con la visión sino con el cerebro, y después, sin previo aviso, el derrame y el coma, y los doctores, que anunciaron que no le quedaba mucho
tiempo de vida.
Una vez que se fue, cada recuerdo se volvió precioso, hasta los malos, hasta las veces en las que me había irritado con ella, o ella conmigo. Se volvió un lujo estar irritada.
No quería compartirla, no quería escuchar a un extraño decir algo sobre ella, un ministro frente a la congregación, o un amigo de ella que la viera de una manera distinta. Quedarme con ella, en la mente, permanecer con
ella, no era fácil, pues estaba todo en mi mente, pues ella no estaba allí de verdad, y por eso, teníamos que estar solo nosotras, nadie más. Hubiera habido extraños en el funeral, personas que ella conocía pero yo no, o personas que conocía pero no me gustaban, personas que la querían y
personas que no la querían pero sentían que tenían que ir. Pero ahora lo siento, o más bien, siento no haber podido hacer las dos cosas –ir al funeral y también quedarme en casa para estar con nuestra madre y cuidar mi propio dolor y mis recuerdos.
De pronto, cuando ella se fue, sus cosas fueron más valiosas que antes –sus cartas, por supuesto, aunque no había muchas, pero también cosas que se había olvidado en mi casa después de su última visita, como su chaqueta,
un rompevientos azul con un logo. Una novela policial que traté de leer y no pude. Un rollo de almejas en el congelador, un frasco de salsa tártara, de oferta, en la puerta de la heladera.

Vamos muy rápido ahora. Cuando uno pasa tan rápido por todo, cree que nunca más va a estar estancado otra vez –en el tráfico, con los vecinos, en las tiendas, haciendo fila. Vamos realmente rápido. El andar es suave. Solo unos pequeños chirridos de metal de alguna parte del vagón, que se sacude. Todos nos sacudimos un poco.
No hay mucha gente en el vagón, y están muy callados hoy. No tengo problemas con decirle algo a alguien si habla mucho por celular. Lo hice una vez. Le di a un hombre diez minutos, tal vez más, tal vez veinte, y después fui y me paré a su lado en el pasillo. Estaba doblado sobre sí mismo con el dedo apretado contra la oreja libre. No se enojó. Me miró, sonrió, agitó su mano en el aire, y terminó la llamada antes de que yo volviera a mi asiento. No hago llamadas de negocios por teléfono en el tren. Deberían saberlo.

También hacía regalos de otro tipo –el esfuerzo que hacía por otros, el trabajo que se tomaba para preparar comidas para los amigos. Los nómades que cobijaba en su casa, que se quedaban a vivir semanas o meses –chicos
que pasaban por ahí, pero también, un año, una mujercita india que dedicaba cada día a acomodar sus libros en la biblioteca, y que comía tan poco y meditaba tanto. Y más tarde su padre viejo, su verdadero padre, el que conoció cuando ya era adulta, no mi padre, no el padre que la crio.
Había soñado con él, en el sueño él estaba muy enfermo. Salió a buscarlo, y lo encontró.
Estaba tan cansada al final del día que cuando yo estaba de visita, cuando todos nos poníamos a ver algún programa o alguna película por televisión a la noche, se quedaba dormida. Primero se quedaba despierta un rato, sentía curiosidad por los actores –¿quién es ese, no lo vimos en…?–y después se quedaba tan callada que la mirábamos y tenía la cabeza hacia un costado, la luz de la lámpara en el pelo rubio, o su cabeza inclinada sobre el pecho, y dormía hasta que todos nos levantábamos para ir a la cama.
¿Cuál fue el último regalo que me dio? Hace siete años. Si hubiera sabido que era el último, le habría prestado tanta más atención.
Si no era de temática animal o hecho por algún indígena, seguro que era algún tipo de bolsa, no una bolsa cara, sino una con algún detalle especial, un truco, como doblarse sobre sí misma cuando quedaba vacía, y con cierre
y un pequeño clip para engancharla en otra bolsa. Tengo varias de esas guardadas.
Ella misma las usaba, y otro tipo de bolsas, siempre abiertas y llenas de cosas –un suéter extra, otra bolsa, un par de libros, una caja de galletas, una botella de algo para tomar. Había una generosidad en las cosas que empacaba y cargaba con ella.
Una vez cuando fui de visita –estoy pensando en sus bolsas amontonadas contra mi silla. Yo estaba casi paralizada, no sabía qué hacer. No sé por qué. No quería dejarla sola, eso no hubiera estado bien, pero yo tampoco estaba acostumbrada a tener compañía. Después de un rato el sentimiento de pánico pasó, tal vez porque había pasado el tiempo, pero hubo un momento en el que pensé que iba a colapsar.
Ahora puedo mirar la cama en la que dormía y desear que vuelva aunque más no sea por un ratito. No tendríamos que hablar, ni siquiera tendríamos que mirarnos, pero sería un consuelo simplemente tenerla cerca –sus brazos, sus hombros anchos, su pelo.
Quiero decirle: Sí, había problemas, nuestra relación era difícil de entender, y complicada, pero aun así, me gustaría simplemente tenerte sentada ahí en el sofá cama donde dormiste una vez por varias noches, es parte de nuestro living ahora, me gustaría simplemente mirar tus mejillas, tus hombros, tus brazos, tu muñeca con la correa del reloj de oro, un poco apretada, presionando la piel, tus manos fuertes, el anillo de oro, tus uñas cortas, no tengo que mirarte a los ojos o sentir ningún tipo de comunión. Completa o
incompleta, sino tenerte ahí en persona, en vivo y en directo, por un rato, tu peso en el colchón, haciendo pliegues en la colcha, el sol a tus espaldas, sería muy lindo. Quizás podrías tirarte en el sofá y leer por un rato a la tarde, tal vez dormir. Yo estaría en el cuarto de al lado, cerca.
A veces, después de la cena, si ella estaba muy relajada y yo estaba sentada cerca de ella, me ponía la mano en el hombro y la dejaba apoyada ahí un rato, de modo que yo sentía cada vez más su calor a través del algodón de mi remera. Tenía la sensación de que sí me amaba de una manera que no iba a cambiar, cualquiera fuese su estado de ánimo.

Ese otoño, después del verano en el que los dos murieron, ella y mi padre, hubo un momento en el que quise decirles: Está bien, se murieron, ya lo sé, y han estado muertos por un tiempo, todos lo hemos asimilado y hemos explorado las primeras emociones que tuvimos, las reacciones, sentimientos que nos tomaban por sorpresa, algunos de ellos, y los sentimientos que estamos teniendo ahora, que pasaron unos meses –pero ahora es tiempo de que ustedes vuelvan. Ya se fueron suficiente tiempo.
Porque después de los dramas de las muertes en sí mismas, esos dramas complicados que siguieron durante días y días, por los dos, apareció el hecho más tranquilo y más simple de extrañarlos. Él no iba a estar ahí para salir de la habitación en casa con una foto o una carta para mostrarnos, él no iba a estar ahí para contarnos las mismas historias una y otra vez, de cuando era un hombre joven –pronunciando los nombres que significaron tanto para él y tan poco para nosotros: la calle Clinton donde nació; Winter Island, adonde iba en los veranos cuando era chico; él mirando de atrás un caballo que trotaba por delante tirando del carruaje en el que viajaban; la neumonía que tuvo de niño, y de cómo se pasaba los días debilitado y acostado en la cama leyendo, día tras día; en esa casa de un primo en Salem; cuando iba a la Y los sábados a nadar con los otros chicos, donde era habitual que todos los varones nadaran desnudos, y cómo eso le molestaba;
la familia Perkins de la casa de al lado. No iba a estar ahí tomando su primera taza de café a las once de la mañana, o leyendo junto a la ventana en el sofá. Ella no estaría por la mañana haciéndonos panqueques en las casas que alquilábamos en la playa, panqueques de arándanos grandes y gordos un poco crudos en el medio, parada junto a la sartén, quieta y concentrada, o hablando mientras trabajaba, con su blusa floreada y sus pantalones rectos, con sus zapatos bajos o sus mocasines, la forma familiar de sus dedos estirando la tela o el cuero. No saldría a nadar al mar embravecido de la bahía, aun en días tormentosos, sus ojos de un azul más claro que el agua. No se quedaría parada con nuestra madre cerca de la orilla, con el agua
por la cintura, hablando con el ceño apenas fruncido por el sol o por la concentración en lo que estaban hablando. Nunca más haría caldo de ostras como había hecho una Navidad, en esa visita a la casa de nuestros padres después de la muerte de su marido, el crujido de la arena en la boca junto con el caldo lechoso, arena en el fondo de nuestras cucharas. No volvería a subir a una niña a su falda, a su propia hija, como en esa visita, cuando estaban todas tan tristes y confundidas, o al hijo de otra persona, y no lo hamacaría calladamente de un lado a otro, sus brazos grandes y fuertes alrededor del cuerpo del niño, con la mejilla apoyada contra el pelo suave, la cara triste y pensativa, la mirada distante. No iba a estar en el sofá por las tardes, exclamando sorprendida cuando veía a un actor que conocía en una película o en un show, no se dormiría ahí, repentinamente callada, más tarde en la noche.
El primer Año Nuevo después de su muerte se sintió como otra traición –estábamos dejando atrás el último año en el que ellos habían vivido, un año que ellos habían conocido, y empezando un año que ellos jamás
experimentarían.
Yo tuve también cierta confusión mental en los meses posteriores. No es que pensara que ella todavía estaba viva. Pero al mismo tiempo no podía creer que realmente se hubiera ido. De repente la elección no era tan simple:
o viva o no viva. Era como si no estar viva no tuviera que significar que estaba muerta, como si hubiera una tercera posibilidad.

Su visita, aquella vez –ahora no sé por qué parecía tan complicada. Uno simplemente sale y hace algo con la otra persona, o se sienta y habla si se queda en casa. Hablar hubiera sido lo suficientemente simple, ya que a ella le gustaba hablar. Por supuesto es demasiado simple decir que a ella le gustaba hablar. Había algo frenético en la manera en la que hablaba. Como si le tuviera miedo a algo, como si estuviera eludiendo algo. Después de que murió, eso fue lo que todos dijimos –solíamos desear que dejara de
hablar por un rato, pero ahora habríamos dado cualquier cosa por escuchar su voz.
Yo quería hablar, también, yo tenía cosas que contestarle, pero no era posible, o era difícil. Ella no me dejaba, o yo tenía que forzar mi entrada en la conversación.
Me gustaría volver a probar –me gustaría que ella viniera de visita otra vez. Creo que yo estaría más tranquila. Estaría tan feliz de verla. Pero no funciona de esa manera. Si volviera, volvería más que un ratito, y tal vez yo no sabría qué hacer, después de todo, tal como no lo supe la última vez que la vi. Sin embargo, me gustaría intentarlo igual.
Otro regalo fue un juego de mesa relacionado con especies en extinción. Un juego de mesa –ahí estaba su optimismo otra vez. O estaba haciendo lo que nuestra madre solía hacer –darme algo que requería otra persona, para que yo tuviera que traer otra persona a mi vida. De hecho, conozco mucha gente, hasta la conozco viajando. La mayoría de las personas son, básicamente, amistosas. Es cierto que todavía vivo sola, estoy más cómoda así. Me
gusta que todo se haga como yo quiero. Pero tener un juego de mesa no iba a alentarme a traer a alguien a casa a jugar conmigo.

No hay tantos de nosotros en el vagón, aunque más que los que esperaría en este día en particular. Por supuesto, creo que todos están yendo a un lugar amigable que les dará la bienvenida, en el que hay personas esperándolos
con salchichitas y ponche de huevo. Pero puede que no sea verdad. Y ellos pueden estar pensando lo mismo de mí –si es que están pensando algo de mí.
Y algunos de ellos, que a lo mejor no están yendo a ningún lugar especial, tal vez estén contentos, aunque pienso que eso es difícil de creer, porque te hacen sentir, con todo el despliegue publicitario, con todas las publicidades,
sí, pero también por lo que tus amigos dicen, que deberías estar en algún lugar especial, con tu familia, o con tus amigos. Si no, uno tiene ese viejo y conocido sentimiento de quedarse afuera, otro sentimiento aprendido cuando eras chico, en la escuela probablemente, al mismo tiempo que aprendías a entusiasmarte con todos esos regalos envueltos, sin importar con qué te encontrarías, aparte de lo que deseabas.
No soy tan alegre como solía ser, lo sé. Un amigo mío dijo algo sobre eso, después de que los perdí a los dos con tres semanas de diferencia, ese verano, él dijo: Tu pena se extiende a todo tipo de áreas diferentes de tu vida. Tu pena se convierte en depresión. Y después de un tiempo
simplemente no tienes ganas de hacer nada. No te importa
nada de nada.
Otro amigo –cuando le conté– dijo: "No sabía que tenías una hermana". Tan raro. Para cuando se enteró de que tenía una hermana, yo ya no tenía una hermana.
Está empezando a llover, gotitas que corren de lado a lado de la ventana. Líneas y puntos a través del vidrio. El cielo afuera está más oscuro y las luces en el vagón, las luces del techo y las lucecitas de lectura sobre los asientos,
parecen más brillantes. Las granjas están pasando ahora. No hay ropa colgada afuera, pero puedo ver los hilos de los tendederos desplegados entre los porches traseros y los graneros. Las granjas están en ambos lados de las vías, hay espacios abiertos entre ellas, silos apartados sobre el paisaje, con las edificaciones de las granjas apiñadas a su alrededor, como capillas con sus pueblitos a la distancia.

A veces la pena estaba cerca, esperando, apenas reprimida, y podía ignorarla por un tiempo. Pero en otros momentos era como una taza que está siempre llena y se vuelca a cada rato.
Por un tiempo, fue difícil para mí pensar o hablar de uno de ellos separado del otro. Por un tiempo, aunque ya no, estuvieron siempre ligados en mi mente porque se murieron tan cerca el uno del otro en el mismo período. Era difícil no imaginarla a ella esperándolo en alguna parte, y a él llegando. Hasta nos consolaba esa idea –nos imaginá- bamos que ella lo cuidaría, donde fuera que estuvieran. Ella era más joven y más alerta que él. Era más alta y más fuerte. ¿Le gustaría a él o le daría fastidio? ¿Querría estar solo?
Yo ni siquiera sabía si él quería que me quedara cerca de su cama mientras se moría. Había tomado un autobús a la ciudad donde él y mi madre vivían, para estar con él. No tenía posibilidades de recuperarse, o de retroceder desde donde estaba, porque habían dejado de alimentarlo. Ya no hablaba ni oía, ni siquiera veía, así que no había manera de saber qué quería. No parecía él mismo. Tenía los ojos abiertos a medias, pero no veía nada. Su boca estaba un poco abierta. No tenía puestos los dientes. Una vez, le puse una esponjita mojada sobre los labios, por la sequedad, y la atrapó cerrando la boca de repente.
Uno piensa que debería sentarse junto a alguien que está muriendo, piensa que debe ser un consuelo para ellos. Pero cuando estaba vivo, cuando nos demorábamos en la sobremesa después de cenar o nos quedábamos en el living hablando y riéndonos, después de un rato él siempre se levantaba y nos dejaba para ir a su cuarto. Más tarde, cuando lavaba los platos, decía que no, que no quería ayuda. Hasta cuando lo visitábamos en el geriátrico,
después de una hora o dos, nos pedía que nos fuéramos.
Nuestra madre consultó a una vidente, más tarde, cuando ellos ya no estaban, para ver si podía contactarlos. No creía verdaderamente en esas cosas, pero alguna amiga le había recomendado a esta vidente y ella pensó que podía ser interesante y que no hacía ningún mal con probar, así que fue a verla y le contó cosas de ellos, y la dejó que tratara de comunicarse.
La mujer dijo que los había contactado a los dos. Nuestro padre fue agradable y cooperó, aunque no dijo mucho, algo poco comprometido, dijo que "estaba bien". Mi madre pensó que, después de todo el trabajo que se
habían tomado para contactarlo, podría haber dicho algo más. Pero nuestra hermana se apartó y se enojó, y no quiso saber nada. Nos interesó mucho el relato, aunque nos costó creerlo. Sentimos que al menos la vidente lo creía y
pensaba que había tenido una experiencia.
Los dos tipos de pena eran diferentes. Un tipo, la pena por él, era por un fin que había llegado en el momento justo, que estaba en el orden natural de las cosas. El otro tipo, la pena por ella, era por un final que había llegado
inesperadamente y demasiado pronto. Ella y yo estábamos recién empezando una buena correspondencia –ahora no va a continuar nunca más. Estaba empezando un proyecto que significaba mucho para ella. Acababa de alquilar una casa cerca de nosotros, donde podríamos verla mucho más seguido. Una etapa diferente de su vida recién empezaba.
Es extraño cómo se ven las cosas cuando las miras desde la ventana de un tren. No me cansa nunca. Acabo de ver una isla en el río, una pequeña con una arboleda, y la iba a mirar con más atención, porque me gustan las islas,
pero entonces miré hacia otro lado un instante y cuando volví a mirar se había ido. Ahora estamos pasando algunos bosques otra vez. Ahora los bosques se fueron y puedo ver otra vez el río y las colinas en la distancia. Las cosas cerca de las vías pasan tan rápido, y las cosas a media distancia pasan más lentas y tranquilas, y las cosas muy alejadas se quedan quietas, o a veces parece que se movieran hacia adelante, solo porque las cosas a media distancia se mueven hacia atrás.
De hecho, aunque las cosas muy lejanas parezcan detenidas, o incluso que se mueven apenas hacia adelante, se están moviendo hacia atrás muy lentamente. Las copas de aquellos árboles en la colina allá a lo lejos se mantuvieron a la par de nosotros por un rato, pero cuando miré otra vez
estaban atrás, aunque no muy atrás de nosotros.
Me la pasaba notando cosas, en los días después de la muerte de ella y después de la muerte de él: un pájaro blanco que levantaba vuelo parecía significar algo, o un pájaro blanco que se posaba cerca. Tres cuervos en la rama de un árbol significaban algo. Tres días después de que él muriera,
me desperté de un sueño sobre los campos Elíseos, como si él hubiera entrado ahí, como si nos hubiera sobrevolado por un rato, por tres días, incluso sobre el living de nuestra madre, flotando, y hubiera seguido después a los campos Elíseos, quizás antes de irse más lejos, adonde fuera que iría a quedarse.
Quería creer todo esto, hacía fuerza para creérmelo. Después de todo, no sabemos qué pasa. Es tan extraño –que una vez que estás muerto sabes la respuesta, si es que uno sabe algo. Pero cualquiera sea la respuesta, no se la puedes comunicar a los que están todavía vivos. Y antes de morirte, no puedes saber si seguimos viviendo de alguna forma después de muertos, o si simplemente se acaba.
Es como lo que me dijo esa mujer en la tienda el otro día. Estábamos hablando de las expresiones que a nuestras madres les gustaba usar una y otra vez –"a cada cual lo suyo", o "no fue con mala intención". Dijo que su madre era cristiana, y devota, y que creía en un más allá del alma. Pero ella misma no creía, y se burlaba amablemente de su madre. Y cuando lo hacía, su madre le decía, con una sonrisa de buen humor: Cuando muramos, ¡una de nosotras se llevará una sorpresa!
Nuestro padre creía que estaba todo en el cuerpo, y específicamente en la mente, que todo era físico –la mente, el alma, nuestros sentimientos. Una vez vio el cerebro de un hombre desparramado en el asfalto después de un accidente. Había detenido su auto en la calle y salió a mirar. Mi hermana era una niña en ese entonces. Él le dijo que lo esperara en el auto. Cuando el cuerpo ya no vivía, dijo, se acababa todo. Pero yo no estaba tan segura.
Sentí terror una noche cuando me estaba quedando dormida –la pregunta repentina me despertó. ¿Adónde estaba yéndose ella ahora? Percibí con intensidad que se estaba yendo a alguna parte o que se había ido a alguna
parte, no que simplemente había dejado de existir. Que ella, como él, se había quedado cerca por un tiempo, y que entonces se estaba yendo –hacia abajo, tal vez, pero también afuera hacia alguna parte, como si saliera al mar.
Primero, cuando todavía estaba viva, pero muriendo, me preguntaba continuamente qué era lo que le estaba pasando. Yo no sabía mucho al respecto. Una cosa que decían era que cuando los reflejos empeoraran, según los doctores, se movería hacia el pinchazo o el pellizco en lugar
de apartarse. Pensé que eso significaba que el cuerpo quería el dolor, que ella quería sentir algo. Pensé que significaba que ella quería seguir viva.
También tuve ese sueño lento y oscuro alrededor de cinco días después de su muerte. Puedo haberlo tenido justo en los días del funeral, o después. En el sueño, yo estaba bajando de un nivel a otro en una especie de estadio, los niveles eran más anchos y más profundos que escalones, hacia abajo hasta un salón o un hall enorme, de techos altos, con una decoración recargada –tenía la impresión de muebles oscuros, de suntuosos adornos, era un salón previsto para una ceremonia, no para uso diario. Yo llevaba un pequeño farol que encajaba justo en mi dedo pulgar y se extendía hacia afuera, con una pequeña llama que ardía. Esta era la única iluminación en la vastedad
del espacio, una llama que ondulaba y oscilaba y que ya se había apagado o había estado a punto de apagarse una o dos veces. Tenía miedo de que si bajaba, ya que estaba bajando con tanta dificultad, por niveles demasiado anchos y profundos como para montarlos fácilmente, la luz se apagaría y yo me quedaría en ese pozo de oscuridad profundo, en ese negro salón. La puerta por la que había entrado había quedado mucho más arriba, y si llamaba, nadie me oiría. Sin luz, no podría trepar de nuevo esos niveles tan difíciles.
Más tarde me di cuenta de que, dados el día y la hora en los que me desperté del sueño, era bastante posible que lo hubiera soñado en el momento en que la cremaban. La cremación iba a empezar justo después del funeral, me había dicho mi hermano, y me dijo cuándo el funeral había terminado. Pensé que la llama oscilante era su vida, como la aferraba ella en esos pocos últimos días. Los niveles difíciles que bajaban hacia el salón deben haber sido las etapas de su decadencia, día a día. El salón vasto y ornamentado
podría haber sido la muerte misma, en todo su ceremonial, esperando más adelante, o más abajo.
El problema extraño que tuvimos después era si decirle o no a nuestro padre. Nuestro padre estaba perdido, para entonces, y las cosas lo desconcertaban. Lo paseábamos para un lado y para el otro en silla de ruedas por los pasillos del geriátrico. Le gustaba saludar a los otros residentes con un movimiento de cabeza y una sonrisa. Parábamos
frente a la puerta de su cuarto. En junio, en su último año de vida, miró el cartel de Feliz Cumpleaños en la puerta y lo saludó con su mano larga, pálida y pecosa, y me hizo una pregunta al respecto. No podía articular muy bien sus palabras. A menos que lo hubieras oído toda su vida, no era posible saber lo que estaba diciendo. Se estaba maravillando por el cartel, y sonreía. Probablemente se preguntaba cómo habían sabido que era su cumpleaños.
Todavía nos reconocía, pero había muchas cosas que no entendía. No iba a vivir mucho más, aunque no sabíamos lo poco que le quedaba. Nos parecía importante que él supiera que ella se había muerto –su hija, aunque en realidad era su hijastra. Y sin embargo, ¿entendería si le decíamos? ¿Y no lo angustiaría terriblemente, si entendía? O tal vez tuviera las dos reacciones a la vez –podría entender algo de lo que le estábamos diciendo, y después angustiarse terriblemente por lo que le habíamos dicho y por no poder entenderlo totalmente. ¿Era necesario que pasara sus últimos días invadido por la angustia y la pena?
Pero la alternativa parecía equivocada, también –que terminara su vida sin saber esto tan importante, que su hija había muerto. Estaba mal que él, que había sido la cabeza de nuestra pequeña familia, el que, junto a nuestra madre, tomaba todas las decisiones familiares importantes, el que manejaba el auto cuando salíamos de excursión, el que ayudaba a nuestra hermana con su tarea cuando era una adolescente, la acompañaba a la escuela cada mañana cuando estaba en primer grado, mientras nuestra madre descansaba o trabajaba, el que daba o negaba los permisos, decía chistes durante la cena que la hacían reír y hacían reír a sus compañeritas, el que se pasó varias semanas en el jardín construyendo una casita de juguete –que no mostráramos el respeto de decirle que algo tan importante había pasado en su propia familia.
Le quedaba tan poco tiempo, y éramos nosotros los que estábamos decidiendo algo sobre el final de su vida –que se muriera sabiendo o sin saber. Y ahora no estoy segura de lo que hicimos, fue hace tanto. Lo cual significa probablemente que no pasó nada demasiado dramático. Quizás le dijimos, pero a los apurones, y con nervios, como para que no entendiera, y tal vez hizo un gesto de incomprensión porque algo iba muy rápido. Pero no sé si estoy recordando esto o inventándolo.

En una de sus visitas, me dio un suéter rojo, una falda roja, una baldosa redonda de barro para hornear pan. Me sacó una foto con el suéter rojo y la falda roja. Creo que lo último que me dio fueron esas foquitas blancas con la
espalda perforada. Están llenas de carbón, que supuestamente absorbe los olores. Uno las pone en la heladera. Supongo que pensó que, como vivo sola, la heladera estaría descuidada y tendría mal olor, o tal vez simplemente pensó que todo el mundo podría necesitar eso.
¿Cuándo dejó la salsa tártara? Nadie pensaría que una persona se puede encariñar con un frasco de salsa tártara. Pero se puede –no quería tirarlo porque lo dejó ella. Tirarlo significaría que los días habían pasado, la vida había seguido, dejándola atrás. De la misma manera, era difícil para mí ver cómo empezaba el nuevo mes, el mes de julio, porque ella nunca experimentaría ese nuevo mes. Después vino el mes de agosto, y para entonces se había ido él también.
En fin, las foquitas me son útiles, por lo menos tienen siete años. Las puse en mi heladera, aunque al fondo de un estante, donde no tendría que ver sus caritas alegres y sus ojos negros cada vez que abría la puerta. Hasta las llevé conmigo cuando me mudé.
Dudo que sigan absorbiendo algo después de todo este tiempo. Pero no ocupan mucho espacio, y no hay mucho ahí dentro, de todas maneras. Me gusta tenerlas porque me hacen acordar a ella. Si me agacho y muevo las cosas, las puedo ver acostadas ahí atrás bajo la luz que brilla a través de unos líquidos que se volcaron y se secaron en el estante de arriba. Hay dos. Tienen sonrisas negras pintadas en la cara. O al menos una línea pintada en la cara que parece una sonrisa.
En realidad, el único regalo que quise siempre, de grande, fue algo para el trabajo, como un libro de referencias. O algo viejo.
Ahora hay mucho ruido que viene del coche comedor –gente que se ríe. Venden alcohol ahí. Nunca compré un trago en un tren –me gusta tomar, pero no aquí. Nuestro hermano tomaba en el tren a veces, camino a su casa después de visitar a nuestra madre. Me lo contó una vez. Este año está en Acapulco –le gusta México.
Tenemos un par de horas más de viaje. Afuera está oscuro. Me alegra que hubiera luz cuando pasamos las granjas. Tal vez haya una familia numerosa en el vagón comedor, o un grupo viajando a una conferencia. Veo eso muy seguido. O a un evento deportivo. Bueno, eso no tiene mucho sentido, no hoy. Ahora viene alguien hacia mí, mirándome fijo. Sonríe un poco –pero parece avergonzada. ¿Y ahora qué? Se tambalea. Oh, una fiesta. Es una fiesta –en el vagón comedor, me dice. Todos están invitados.

De “Ni puedo ni quiero” (Eterna Cadencia), de Lydia Davis
De “Ni puedo ni quiero” (Eterna Cadencia), de Lydia Davis