Por Ivan Jablonka

Laëtitia Perrais fue secuestrada la noche del 18 al 19 de enero de 2011. Era una mesera de dieciocho años, domiciliada en Pornic, en el departamento francés de Loira Atlántico. Llevaba una vida corriente en la familia adoptiva donde había sido asignada con su hermana melliza. El asesino fue arrestado al cabo de dos días, pero varias semanas debieron transcurrir hasta que se encontró el cuerpo de la joven.
El caso despertó una inmensa conmoción en todo el país. El presidente de la República, Nicolas Sarkozy, al criticar el seguimiento judicial del asesino, cuestionó a los jueces, a quienes prometió "sanciones" en respuesta a sus "faltas". Sus declaraciones desataron un movimiento de huelga inédito en la historia de la magistratura. En agosto de 2011 -un caso dentro del caso- el padre adoptivo de las chicas fue imputado por agresiones sexuales a la hermana de Laëtitia. Hasta hoy, se ignora si la propia Laëtitia fue violada, sea por su padre adoptivo o por su asesino.
Este hecho policial es excepcional desde todo punto de vista: por la onda expansiva que suscitó, por su eco mediático y político, por la importancia de los recursos desplegados para dar con el cuerpo, por las doce semanas que duraron las búsquedas, por la intervención del presidente de la República, por la huelga de los magistrados. No es una mera causa penal, es un asunto de Estado.
¿Pero qué se sabe de Laëtitia, aparte de que fue víctima de un hecho policial destacado? Cientos de artículos y reportajes hablaron de ella, pero únicamente para mencionar la noche de la desaparición y los juicios. Si su nombre aparece en Wikipedia, es en la página del asesino, en la sección "Homicidio de Laëtitia Perrais". Eclipsada por la fama que le brindó a su pesar el hombre que la mató, la joven se convirtió en la culminación de una trayectoria criminal, un logro en el orden del mal.
Poder del asesino sobre "su" víctima: no solo le quita la vida, sino que digita el curso de esta, que en adelante estará orientada hacia el funesto encuentro, el engranaje sin retorno, el gesto letal, el ultraje al cuerpo. La muerte traza su vida.
No conozco relato de crimen que no valorice al asesino a expensas de la víctima. El asesino está allí para narrar, para expresar su arrepentimiento o para pavonearse. De su juicio, él es el punto focal, si no el protagonista. Quisiera, en cambio, liberar a las mujeres y a los hombres de su muerte, arrancarlos del crimen que les hace perder la vida, y hasta la humanidad. No honrarlos en tanto "víctimas", ya que eso también implica remitirlos a su fin; simplemente rehabilitarlos en su existencia, dar testimonio por ellos.
Mi libro solo tendrá una heroína: Laëtitia. El interés que despierta ella en nosotros, como su feliz retorno, la devuelve a sí misma, a su dignidad y a su libertad.
Mientras estaba viva, Laëtitia Perrais no atrajo el interés de ningún periodista, de ningún investigador, de ningún político. ¿Por qué dedicarle hoy un libro? Curioso destino el de esta transeúnte fugazmente famosa. A ojos de todos, nació en el instante en que murió.
Quisiera demostrar que un hecho policial puede ser analizado como un objeto de historia. Un hecho policial jamás es un mero hecho (…) Por el contrario, el caso Laëtitia oculta una profundidad humana y cierto estado de la sociedad: familias dislocadas, sufrimientos infantiles mudos, jóvenes que ingresan demasiado pronto en la vida activa, y también el país a comienzos del siglo XXI, la Francia de la pobreza, de las zonas periurbanas, de las desigualdades sociales. A partir de él, se descubren los engranajes de la instrucción, las transformaciones de la institución judicial, el rol de los medios, el funcionamiento del Poder Ejecutivo, su lógica acusatoria como su retórica compasiva. En una sociedad en movimiento, el hecho policial es un epicentro.
Pero Laëtitia no cuenta solo por su muerte. Su vida también nos importa porque la joven es un hecho social. Encarna dos fenómenos más grandes que ella: la vulnerabilidad de los niños y la violencia de género. (…) Estos dramas nos recuerdan que vivimos en un mundo donde se insulta, se acosa, se golpea, se viola y se mata a las mujeres. Un mundo donde las mujeres no terminan de ser sujetos de pleno derecho. Un mundo donde las víctimas responden a la saña y a los golpes mediante un silencio resignado. Un fenómeno a puertas cerradas, tras el cual siempre mueren las mismas. No estaba programado que Laëtitia, esa muchacha radiante a la que todos querían, terminara como un animal de carnicería. Pero desde su infancia sufrió inestabilidades, zarandeos, descuidos, se acostumbró a vivir con miedo, y ese largo proceso de debilitación esclarece tanto su final trágico como a nuestra sociedad en su conjunto. Para destruir a alguien en tiempos de paz, no basta con matarlo. Primero hay que hacerlo nacer en una atmósfera de violencia y caos, privarlo de seguridad afectiva, quebrar su célula familiar, luego ponerlo a cargo de un asistente social perverso, no percatarse de ello, y por último, cuando todo está terminado, explotar su muerte para rédito político.
Es inútil aclarar que no conocí a Laëtitia sino a través de la gente que la quiso. (…) Entender la existencia de Laëtitia supone remontarse unos años atrás, a una época en la que nada la diferenciaba de los demás niños y, a su vez, trazar los detalles del secuestro y el asesinato que provocaron su desaparición. Una historia de vida atada a una pesquisa criminal. Una biografía que se prolonga después de la muerte.
Beba maltratada, chiquilla olvidada, niña dada en adopción, adolescente tímida, joven en vías de alcanzar la autonomía, Laëtitia Perrais no vivió para convertirse en una peripecia en la vida de su asesino ni en un discurso de la era Sarkozy. Sueño a Laëtitia como si estuviera ausente, retirada en un lugar que le agrada, al resguardo de las miradas. No fantaseo con la resurrección de los muertos; intento registrar, en la superficie del agua, los efímeros círculos que dejaron los seres al irse a pique.
*Publicado por Anagrama/Libros Del Zorzal
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