De asesino a los 14 años a ver morir a su familia en las calles de Bogotá: esta es la historia de Alfredo

Crónica de un hombre que asesinó por primera vez en su adolescencia y después de estar en la cárcel, el vicio lo llevó a tomar el camino de lo bizarro

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Ilustración Infobae
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Faltaban pocos minutos para el mediodía, estaba caminando rumbo a la biblioteca del centro de la ciudad, cuando al frenar en el semáforo, un hombre cruzó la calle, arrastrando un palo con tres carros de juguetes atados a él, amarrados con cordones de zapatos. Era un hombre de aspecto sucio que llevaba sobre la espalda, colgando de la cabeza, un costal de fibra de plástico con cosas adentro.

La curiosidad me llevó a perseguir al personaje a una distancia corta, detrás de él, tomando de vez en cuando una foto. Cuatro fotos y quise tomar más, pero al querer una quinta, el hombre me descubrió, acercándose tanto a mí, que traté de guardar las fotos.

–¿Cómo quedaron?, me preguntó el hombre en tono amable.

–Me quedaron bien, supongo, respondí sorprendido a su intervención.

–¿Cuántas fotos tomó?, me preguntó mientras miraba mis manos con una de las fotos visibles.

–No lo sé– respondí, e inmediatamente empecé a contar las imágenes al hombre de la misma altura mía.

Ahora tiene alrededor de 40 años y vive en la calle vendiendo bazuco
Ahora tiene alrededor de 40 años y vive en la calle vendiendo bazuco

Llevaba unas gafas sin lentes, rotas en la parte superior del ojo derecho, traía una gorra del mismo color, una chaqueta suficientemente gruesa para soportar los fríos de la ciudad. Sus zapatillas estaban en buen estado, así como sus pantalones, y los carros de juguete, eran visibles a simple vista.

Cuando terminé de contar las fotos, que en efecto eran cuatro, me cobró dos dólares. Le respondí que no le iba a dar plata y que prefería borrar las fotografías, me dijo que no lo hiciera, pero que él no era un modelo. Me convenció de conservarlas y yo de que se tomara una bebida en vez del dinero.

Así lo hicimos, nos encaminamos juntos y aproveché el recorrido en la búsqueda de una tienda para preguntarle sobre los carros. Me respondió sin pensarlo, según cuenta, él era un niño que perdió su infancia por estar metido en los libros. Que no había tenido juguetes cuando era menor de 14 años. Lo interrumpí cuando vi un lugar donde vendían jugos y me señaló el sabor que quería. Se lo compré junto con una torta famosa y continué hablando mientras caminábamos hacia la dirección donde tenía que ir.

Nos detuvimos en una esquina al frente de una gran iglesia. Lo pude mirar fijamente a los ojos mientras conservaba mis gafas oscuras. Sus ojos eran claros, azules, chispeados de líneas verdes que nacían en el borde de las pupilas grandes y negras, desapareciendo antes de llegar al límite del iris. Me dijo su nombre al final, Alfredo.

Pero antes, tuve el tiempo suficiente para comprender por qué vivía en tales condiciones. A los 14 años estaba finalizando el último año de escolaridad y deseaba presentar un examen en para estudiar en la universidad pública más importante del país; había tenido una biblioteca con títulos primordiales de un buen coleccionista y estaba rodeado de un vasto grupo de personas que lo apoyaban para conseguir sus objetivos.

Mientras lo escuchaba, comprendía que no me estaba mintiendo, hablaba fluidamente y con coherencia, de una forma cautivadora. Tuvo un problema con un compañero de estudio que le hacía bullying y por primera vez en su vida, lo golpeó en modo de defensa.

Sus dos hijas junto con su mujer fueron víctimas del mortero de la Calle del Cartucho
Sus dos hijas junto con su mujer fueron víctimas del mortero de la Calle del Cartucho

Lo suspendieron varios días y al regresar, el adolescente siguió molestándolo. Su paciencia la perdió. Aquel día que fue juzgado por homicidio, conoció la cárcel de menores y en ella, varios vicios.

Había estado preparándose para ser un gran profesional y servir a la sociedad, pero el impulso de asesinar a su compañero, que le amargaba el día, lo llevó a clavarle muchas puñaladas en el pecho, hasta tener sus manos ensangrentadas. Cuatro años pasó en la correccional y lo que no le enseñaron los libros, lo hizo el cautiverio.

Olvidó lo aprendido durante los catorce años en medio de hojas de filósofos y médicos, de poetas y cuentistas; empezó a creer las repetitivas frases que le decían en la correccional: que no servía para nada, que era poca cosa, que no iba a lograr nada en la vida. Y así fue creciendo hasta que le dieron dos opciones antes de salir de la correccional: prestar servicio militar o prestar servicio social.

Tomó el camino de las armas y los dos primeros años sufrió menos que en la correccional. Pero por dentro guardaba el monstruo pidiendo ser alimentado. Y así hizo. En los enfrentamientos que tuvo con la guerrilla, aprovechaba el cruce de balas para asesinar a algunos de sus compañeros. Los apuñalaba o les daba bala. Dejaba los cuerpos tirados y seguía enfrentándose a la guerrilla, para olvidar aquel delito.

En los días de permiso, el hambre de sangre lo llevó hasta la calle del cartucho, obedeciendo a su impulso. Algunas veces lo hizo a machete, desmembrando a los tipos que veía marcando calavera. Cuando se sentía satisfecho, olvidaba lo cometido y continuaba su rutina en el ejército. Después de cometer decenas de asesinatos conoció a su esposa.

En ella encontró el amor verdadero y dejó todo, incluso, el Ejército, para dedicarse de tiempo completo a ella y después a las dos hijas que tuvieron juntos. Se consiguió un trabajo decente, por su altura y grandes ojos se convirtió en un comerciante, no tan bueno, puesto que la mayoría del dinero que ganaba se lo daba a su esposa e hijas.

Ellas siempre estrenaban ropa, y según él cuenta, no hubo un día en que ellas se pusieran la misma ‘pinta’ dos veces... jamás. Era el hombre más feliz de la Tierra, pero esa dicha no le iba a durar tanto.

Por cosas difíciles de creer, vivían en una modesta casa en la calle del cartucho, por supuesto, estaban en una calle donde el comercio de la droga ilícita era conocido en todo el país. Sin embargo, él no se preocupaba por eso, pues él no tenía negocios turbios, en absoluto.

La administración distrital de aquella época lo había tratado de convencer para comprarle el predio, al igual que al resto de la comunidad, para que desalojaran el lugar y crear una obra en el sector, pero decidió no aceptar. Un día, llevaba en sus manos las tres mudas de ropa completas para sus tres amadas, dichoso de darle un obsequio a ellas, porque es un dador alegre(lo pude comprobar).

Cuando estaba cerca a la casa, la cuadra estaba acordonada con policías y varias ambulancias cerca de las ruinas del que fue su hogar. Un allanamiento de la policía detonó un mortero y las autoridades dispararon varios proyectiles de bala que impactaron el cuerpo de sus amadas, en el momento de enfrentarse a un grupo que se negaba a desalojar el lugar. El dolor lo fragmentó en pequeñas piezas, no podía creer lo que estaba sucediendo.

Dejó los presentes en el suelo para encontrar los cuerpos perforados y los escombros pintados de rojo. Juró matar a los culpables mientras la sangre de sus amores era absorbida por la tela de su pantalón y camisa. El tormento que sintió fue tan fuerte que la conciencia la perdió y estuvo nueve meses hospitalizado.

Perdió el sentido de la realidad, no entendía dónde estaba y mucho menos dónde ir. Olvidó cómo se llamaba y el sentido de la vida. En cuanto a los meses pasaron, recordó a sus hijas después de ser un vegetal, la imagen de la pequeña se proyectaba en su realidad, escuchando su voz. Amaban leer y que él les leyera, estaba dispuesto a educar a sus hijas por convicciones personales que él fuera comprendiendo en cada una de ellas.

Después, recordó los libros que leyó y los que leía junto a su esposa e hijas; más tarde recordó a sus padres y, sobre todo, las veces que tanto se reían compartiendo sonrisas intercambiadas en la mecánica del día a día. Ahora estaba al frente mío, narrándome una historia que lo marcó el mismo año de la caída de las Torres Gemelas.

Ahora se dedica a vender bazuco. Vende treinta o cuarenta papeletas al día, y hay ocasiones, que se ha hecho la venta de más de cien papeletas, y lo que gana, según él, se lo lleva el tiempo. El tiempo es el que se lo ha llevado todo. Cree y está convencido que la realidad es, que no está. Dejó de asesinar agradeciendo a Dios por el día anterior, aunque no sea cristiano. Antes de despedirnos, después de darme su nombre, me dijo que hiciera las cosas de corazón y no motivado por la razón, que todos somos copias de uno mismo y por eso es mejor hacer a los demás lo que quieren que le hagan a uno. Con las manos sucias se despidió, por supuesto me dio un poco de asco, pero estrechamos las manos.

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