Mientras el país vivía uno de los episodios más tensos del conflicto armado interno, un sacerdote jesuita tomó una decisión que sorprendió a todos: permanecer por voluntad propia dentro de la residencia del embajador japonés en Lima, durante la toma perpetrada por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA).
Era diciembre de 1996 y Juan Julio Wicht, economista, académico y hombre de fe, ingresó como capellán y se convirtió en rehén voluntario. Su presencia dentro de ese encierro se convirtió en sostén espiritual para muchos y en símbolo de compromiso con la vida incluso en medio del asedio.
El rostro humano en medio del encierro

Cuando el MRTA tomó la residencia del embajador Morihisa Aoki, el país entero contuvo el aliento. Era una ofensiva que buscaba canjear a los rehenes por militantes presos.
En ese contexto, el padre Juan Julio Wicht pidió quedarse a pesar de estar considerado para irse. No lo hizo como mediador, tampoco como emisario del Gobierno. Fue la fe. Quería estar con los secuestrados, muchos de los cuales atravesaban momentos de angustia, enfermedad o quebranto emocional. Su labor consistió en escuchar, en acompañar, en sostener.
“Poco después del mediodía [del 22 de diciembre de 1996] Serpa anuncia que va a haber una numerosa liberación de rehenes. Yo ya he tomado mi decisión mientras celebraba la misa: Si me liberan, me quedo. […] [Las palabras] que dijo Jesús en su pasión voluntariamente aceptada me han llegado muy hondo. Para esto fui ordenado sacerdote”, dijo en su texto “Rehén voluntario”.
Wicht ofició misas improvisadas, dialogó con los emerretistas, y sobre todo, sirvió como puente humano en medio del encierro. Su decisión de no salir —aunque pudo haberlo hecho— fue un acto que trascendió lo religioso. Dentro de la casa sitiada, su presencia equilibró tensiones y ofreció consuelo, sin discursos altisonantes ni gestos heroicos. Solo con presencia, con paciencia y con oración.
Forjado entre libros, aulas y barrios populares

Juan Julio Wicht había nacido en Lima en 1943 y se formó desde joven en la Compañía de Jesús. Viajó a Alemania para profundizar en teología, filosofía y ciencias sociales.
Al regresar al Perú, dedicó su vida a la docencia y al pensamiento crítico. Enseñó economía en la Universidad del Pacífico, escribió sobre desarrollo, pobreza y exclusión, y dirigió espacios como el Centro de Reflexión y Acción Social (CERAS).
No se mantuvo ajeno a la violencia política que golpeó al país en los años 80 y 90. En parroquias como la de El Agustino o en comunidades marginales del Rímac, su rostro era familiar. Ahí no solo era cura; también era acompañante, consejero, alguien que entendía que la fe se construía en la calle tanto como en el templo.
Su perfil intelectual nunca fue obstáculo para su trabajo pastoral. Al contrario, lo reforzaba. Desde la lectura profunda de la realidad, buscaba servir a quienes más lo necesitaban.
Entre rehenes y captores: la espiritualidad como refugio

Dentro de la residencia, las jornadas eran largas y monótonas. Aislados del exterior, los secuestrados trataban de mantener la cordura. En ese entorno, Wicht promovió espacios de silencio, reflexión y espiritualidad.
No fue fácil. Había tensión, temor a los operativos militares, incertidumbre por el futuro. Algunos rehenes presentaban síntomas de depresión. Otros se aferraban a la rutina para no quebrarse. En medio de eso, el padre Wicht ofrecía palabras de consuelo y abría espacios de oración colectiva.
Los testimonios posteriores de varios liberados coinciden en un detalle: su presencia fue clave para mantener la calma. Dialogaba con los jóvenes del MRTA, sin juzgar, buscando comprender el trasfondo de sus decisiones. A pesar de estar en medio de una operación política y militar, nunca abandonó su rol de guía espiritual.
Su silencio mediático después de la liberación también marcó su estilo. Nunca buscó protagonismo. Prefería dejar que los hechos hablaran por él.
Hasta el final

Juan Julio Wicht permaneció hasta el último día, hasta que la operación Chavín de Huántar terminó con la toma de la residencia el 22 de abril de 1997. Nunca quiso hablar en exceso del operativo, ni del tiroteo final, ni del desenlace violento.
Volvió a sus labores cotidianas. Siguió enseñando, guiando, acompañando. Pero para muchos, su papel durante esa toma lo reveló como alguien que llevó la vocación sacerdotal más allá del ritual, hasta donde pocos se atreven a ir. En silencio, con firmeza, y sin buscar aplausos. Finalmente partiría al encuentro con su creador el 12 de marzo de 2010.
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