
El ser humano alimentaba una falsa ilusión: la de creer que dominaba la vida… No solo su propia vida, sino la de todos los seres vivientes de la Tierra, y aún más la de todo lo existente sobre ella, incluyendo la naturaleza. Desafiando y usurpando el poder creador de Dios. Pero desde diciembre de 2019 un virus lo obliga a reconocer que es tan débil como lo era en las grandes epidemias de la historia.
Hace 100 años -sí, 100 años- la pandemia de la mal denominada “gripe española” llevó a la muerte a más de 50 millones de personas, no había tratamiento para los enfermos ni vacuna para evitar el contagio. Hoy el coronavirus nos permitió utilizar “nuevas tecnologías” como la cuarentena, el aislamiento y los barbijos. El ser humano forma parte del ecosistema “planeta Tierra”, compartiendo espacio con otras criaturas vivientes; los factores bióticos y abióticos que interactúan buscan un equilibrio dinámico. Esta armonía se alteró cuando nosotros, los humanos, “viralizamos” el mundo y lo ocupamos en forma pandémica. El equilibrio se alteró y los otros “huéspedes” de la “casa común” buscan recuperar el espacio perdido. Bacterias, virus, animales y plantas están diciendo “yo también quiero vivir”.
Se cumplen cinco años desde que el papa Francisco publicó la encíclica Laudato si’ y lo recordamos en estos días con el lema “todo está conectado”. Si el equilibrio, como mencionamos, es un requisito para preservar la vida en el planeta, la interacción e integración permiten la superación de lo individual. Los átomos se unen a través de enlaces químicos para alcanzar estructuras más complejas, las moléculas. Las células tienen como base estructural moléculas estables. La maravilla creadora de Dios continuó con la formación de tejidos, órganos y organismos. El ser humano cuando nace es tan débil como un primitivo unicelular, influenciado por su entorno físico-químico, biológico y social. La interacción con su grupo familiar en especial con su madre le asegura protección y lo integra, interactuando emociones: “Todo está conectado y en equilibrio”. La encíclica Laudato si’ nos alertaba hace cinco años del daño que estaba generando el ser humano alternado este equilibrio e interacción. El desprecio por el medio ambiente y la pérdida u olvido de valorar la vida humana desde el momento de su concepción nos llevan a la autodestrucción. Al igual que en las enfermedades autoinmunes en las que un grupo de células que habitualmente protegen al hombre frente a la agresión de agentes externos, se alteran y comienzan a atacar al propio organismo, de la misma forma un conjunto de individuos está llevando a la autodestrucción de la sociedad. Laudato si’ lo advertía, pero ahora un virus, invisible al ojo del hombre, nos amplifica la imagen del camino equivocado y nos obliga a meditar.
Estamos transitando una crisis mundial que seguramente nunca pensamos vivir. Pero toda crisis siempre genera una oportunidad. En este caso, la posibilidad de redescubrirnos, de reconocer nuestra debilidad, de pensar en el otro, en el daño ambiental que generamos, en el tiempo que no le ofrecimos a la familia, a nuestros hijos, a valorar la vida humana y la necesidad de fortalecer nuestra fe.
El autor es rector de la Pontificia Universidad Católica Argentina
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