
La presión social por tener o encajar en una estética específica en Sinaloa, impulsada por la narcocultura y las tendencias digitales, ha generado un entorno hostil en el que tanto mujeres como adolescentes se ven expuestas a cirugías estéticas y procedimientos de alto riesgo.
Entre los motivos, figura la regulación, que es prácticamente inexistente y los mandatos de belleza se han normalizado hasta convertirse en una exigencia social cotidiana.
El fenómeno de la violencia estética en Sinaloa se manifiesta en la búsqueda constante de estándares corporales que responden a un canon hipersexualizado y curvilíneo, característico de la narcoestética.
Los problemas de la narcoestética

Este modelo privilegia caderas y senos grandes, cinturas extremadamente estrechas y una apariencia donde la intervención quirúrgica es evidente.
Según la antropóloga Itzel Hernández Aviléz, “ya no se esconden las cirugías; también hablan del poder adquisitivo”.
La competencia entre mujeres gira en torno a quién logra resultados más notorios tras las operaciones, mientras que en los círculos vinculados al narcotráfico, los hombres compiten por exhibir a la mujer más intervenida.
La presión no se limita a la cirugía. La exposición constante en redes sociales y la publicidad de clínicas han trivializado los riesgos, presentando los procedimientos estéticos como algo tan cotidiano como una visita a una tienda de conveniencia.
Hernández Aviléz ilustró este punto con el caso de Ana, una joven que, influida por su entorno, decidió operarse al terminar la preparatoria.

La intervención resultó en infección, dolor y secuelas físicas, dejando un sentimiento de arrepentimiento. “En redes te hacen creer que ir a una cirugía estética es como ir al Oxxo”, afirma la investigadora, quien también advierte sobre el uso de medicamentos como Ozempic, originalmente destinados a tratar la diabetes, pero adquiridos para bajar de peso sin supervisión médica y con efectos a largo plazo aún desconocidos.
Un caso emblemático que evidenció la gravedad de la problemática fue el de una adolescente de Durango que falleció tras someterse a una cirugía estética impulsada por su madre y su padrastro, quien además era cirujano.
Este hecho motivó la presentación de una iniciativa legislativa en 2025 para prohibir las cirugías estéticas en menores de edad en Sinaloa.
Sin embargo, la falta de regulación ha permitido que el mercado de procedimientos estéticos en México alcanzara los 1,333.5 millones de dólares en 2024, mientras persisten vacíos en la recopilación de datos sobre complicaciones, secuelas o muertes asociadas.
A pesar de que en el último año el número de intervenciones en Sinaloa cayó hasta un 70% debido a la violencia y la migración de pacientes y especialistas, la demanda histórica ha situado a la entidad entre las cinco primeras a nivel nacional.
Cirugías no certificadas

Sin embargo, esta reducción no ha impedido la proliferación de servicios sin certificación ni el acceso a procedimientos en consultorios, spas y salones de belleza, donde se practican desde rellenos faciales hasta la aplicación de sustancias para bajar de peso, todo ello sin una supervisión adecuada.
El entorno familiar y social desempeña un papel central en la perpetuación de la violencia estética. Tanto Hernández Aviléz como la antropóloga Kenia León, quien investiga la violencia estética en mujeres científicas, coinciden en que la familia es el primer agente de socialización.
Comentarios sobre el peso, comparaciones entre niñas y exigencias de “arreglarse” forman parte del día a día, y muchas mujeres identifican la infancia como el momento en que comenzaron a recibir mensajes negativos sobre su apariencia.
León retoma la definición de la feminista Esther Pineda para explicar que la violencia estética se sostiene sobre cuatro ejes: sexismo, racismo, gordofobia y gerontofobia.
La presión estética también tiene un impacto económico. León subraya que las mujeres sienten la obligación de destinar parte de sus ingresos a “verse bien”, mientras que quienes cuentan con menos recursos recurren a tandas o productos de baja calidad, incrementando los riesgos para su salud.

En el plano institucional, la Secretaría de Salud de Sinaloa y la Secretaría de las Mujeres disponen de programas para atender la violencia de género, pero ninguno aborda de manera específica la violencia estética ni los riesgos asociados a cirugías y procedimientos cosméticos.
Los lineamientos oficiales se concentran en la violencia física, psicológica, sexual, económica o digital, dejando fuera esta forma de agresión estructural.
Como resultado, las mujeres quedan expuestas a un mercado fragmentado donde conviven médicos certificados, clínicas clandestinas y ofertas sin regulación.
Las consecuencias de esta problemática se extienden más allá de la salud física, pues se recurre a las cirugías a temprana edad, el uso de fármacos para bajar de peso sin supervisión, la normalización del dolor e incluso el endeudamiento para “arreglarse”.
Frente a este panorama, Hernández Aviléz considera que el desafío radica en avanzar en la regulación legal y, al mismo tiempo, cuestionar los mandatos sociales que insisten en que el cuerpo femenino siempre necesita corregirse.
En Sinaloa, la violencia estética representa una amenaza persistente que limita la salud, la autonomía y el desarrollo de las mujeres, afectando su participación plena en sociedad.
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