Los pasajeros vieron cómo el hombre que llevaba una mochila en la mano corrió por el pasillo de la clase turista del avión gritando algo ininteligible, llegó a la puerta todavía abierta y alcanzó la pasarela de embarque. Una mujer corría detrás de él también gritando algo que sí se entendió:
-¡Está enfermo, es bipolar y no tomó su medicación! – fue lo que gritó Anne Buechner.
Una azafata se interpuso en el camino de Anne y la detuvo antes de que llegara a la pasarela para alcanzar a su alcanzar a su esposo. Para entonces, ya se habían escuchado los disparos que provenían del arma de otro hombre, vestido con una camisa hawaiana, que salió empuñándola del sector de primera clase.
-¡Quiero hablar con él! ¡Quiero decirle que lo amo! - le rogó Anne a la azafata que todavía la sujetaba. Pasaron unos segundos casi eternos hasta que la mujer volvió a hablar:
-Mi marido está muerto, ¿no es así? – musitó.
En la jerga neutra de la TSA de los Estados Unidos, el hecho quedó registrado como “el incidente de Rigoberto Alpízar”. Los hechos ocurrieron a las 2 de la tarde del 7 de diciembre de 2005, en el Aeropuerto Internacional de Miami, más precisamente a bordo del Vuelo 924 de American Airlines que esperaba en la pista el momento de despegar. Alpízar, el hombre que corrió con la mochila tenía 44 años, había nacido en Costa Rica y tenía nacionalidad estadounidense. Quedó muerto ahí, impactado por las balas de Sig Sauer .357 disparadas por el hombre de la camisa colorida y otro oficial de la TSA. Los agentes dijeron después que Alpízar había gritado que tenía una bomba en la mochila, pero ningún pasajero lo corroboró cuando se les tomó declaración. “No pude distinguir cuáles eran las palabras del hombre y después escuché crack-crack, luego crack-crack-crack-crack. No tardé ni un segundo en darme cuenta de que eran disparos”, le contó, por ejemplo, el pasajero Mike Beshears a un periodista de la revista Time.
La muerte de Rigoberto Alpízar – que no cargaba ningún explosivo en su mochila – conmocionó a la opinión pública y puso en cuestión las estrictas medidas de seguridad aeroportuaria impuestas por el gobierno estadounidense luego de los atentados del 11-S. Habían pasado cuatro años y dos meses desde que terroristas de Al Qaeda secuestraran los aviones que estrellaron contra las torres gemelas, pero apenas cinco meses desde que, el 7 de julio de 2005, cuatro jóvenes hicieran explotar tres bombas en el subterráneo – el tube – y otra en un colectivo en Londres.
Un pasajero descompensado
El Boeing de American Airlines llegó a Miami procedente de Medellín, Colombia, con una escala en Ecuador, donde habían embarcado Alpízar y su mujer. Venían de una misión religiosa en ese país, porque tanto el hombre, empleado de una pinturería, y Anne eran misioneros de su Iglesia. El avión debía continuar hasta Orlando, pero por la legislación vigente, todos los pasajeros debieron desembarcar en Miami para hacer los trámites migratorios. Les revisaron todo el equipaje, debieron pasar por controles electrónicos e incluso les controlaron los tacos de los zapatos que llevaban puestos.
Esos eran los protocolos de seguridad desde el 19 de noviembre de 2001 – dos meses después de los atentados contra las Torres Gemelas - cuando el Congreso aprobó la Ley de Seguridad de Aviación y de Transporte y creó la Administración de Seguridad de Transporte (TSA). Los antiguos guardias de seguridad privados de los aeropuertos fueron reemplazados entonces por agentes de ese organismo. Eran oficiales federales que debían pasar por un riguroso entrenamiento.
Rigoberto Alpízar desembarcó junto con el resto de los pasajeros sin dar muestras de nerviosismo, pero a la hora de volver a abordar el avión le dijo a su esposa que no quería hacerlo. Discutieron delante de muchos pasajeros, hasta que finalmente Anne lo convenció. “Todo esto es culpa mía, él no quería subir al avión”, declaró después la mujer a la prensa y lo repitió ante los oficiales que la interrogaron.
El hombre estaba descompensado porque se había olvidado la medicación que debía tomar por su bipolaridad, un trastorno de la personalidad caracterizado por episodios maniaco depresivos que se controlan con la administración regular de uno o más medicamentos. Por eso, pese a que Anne logró que su marido volviera a abordar el vuelo, una vez dentro del avión, Alpízar se descontroló y quiso salir corriendo para volver a tierra. Eso, combinado con el gatillo fácil de los agentes federales, le costó la vida.
Nadie escuchó la palabra “bomba”
Según el testimonio de varios de los 118 pasajeros del Vuelo 924, lo que Alpízar gritó mientras corría hacia la pasarela fue: “¡Tengo que bajar del avión!”. La versión de los oficiales de la TSA fue diferente. “Amenazó con que tenía una bomba en su mochila e hizo un movimiento hacia la mochila”, declararon los agentes. Según sus testimonios, le ordenaron que se tirara al suelo y, como no los obedeció y pareció que buscaba algo en la mochila, le dispararon con sus armas reglamentarias, las letales pistolas SIG Sauer .355. “Estaban volviendo a abordar el vuelo, continuaba hacia Orlando. Fue entonces cuando los alguaciles aéreos federales se enfrentaron a este hombre. Actuaba de manera sospechosa, afirmó tener una bomba, los alguaciles aéreos federales le dijeron que se pusiera a tierra. No cumplió”, explicó horas después el agente especial de Seguridad Nacional James Bauer, vocero oficial del caso.
No fueron pocos los pasajeros que contradijeron la versión oficial y dijeron que nunca escucharon a Alpízar decir nada sobre una bomba. Uno de ellos, John McAlhany, aseguró: “Nunca escuché la palabra ‘bomba’ en el avión. Nunca hasta que el FBI me preguntó si había escuchado la palabra ‘bomba’ y yo les respondí que no. Creo que no debieron dispararle. Espero que no hayan cometido un error”.
Otras personas que también estaban a bordo apuntaron en el mismo sentido. Aseguraron que Alpízar nunca había gritado la palabra “bomba” y que estaba en un estado de extrema agitación antes de que le dispararan. Uno de ellos, Mike Irizarry, dijo que solamente oyó a Alpízar gritar que tenía que abandonar el avión y que lo vio levantarse y correr por el pasillo del aparato hacia la salida. Mary Gardner, otra de las testigos, agregó que vio cómo Alpízar corría “frenéticamente” hacia la salida del aparato y que escuchó a una mujer gritar: “¡Es mi esposo, es bipolar!”.
Una hora de terror
Pocos minutos después de los disparos que acabaron con la vida del supuesto terrorista, un equipo de Swat abordó el avión y ordenó a los pasajeros que se quedaran en sus asientos con las manos sobre la cabeza. Los tuvieron más de una hora así, mientras los revisaban uno por uno y vaciaban todos los equipajes de mano. “Había ametralladoras y escopetas por todas partes, y hacían saber que las iban a usar”, relató el pasajero Mike Beshears.
Anne, la esposa de la víctima, fue la única a la que hicieron bajar de inmediato del avión para tomarle declaración. Los demás pasajeros debieron esperar hasta que estuviera preparado un nuevo operativo fuera del avión, con perros detectores de bombas. “Un pastor alemán y otros dos perros mestizos estaban allí. El pastor alemán parecía ser el perro que vigilaba a cada pasajero. Tuvimos que dejarlo todo. Salimos con las manos en la cabeza, sin equipaje, sin nada. Si no lo llevabas puesto, lo tenías que dejar”, contó después el mismo pasajero a la prensa.
Una vez que pasaron el control de los perros, los pasajeros fueron sometidos a otro cacheo, antes de que los subieran a un colectivo que los llevó a otra explanada, donde un agente del FBI y un detective de homicidios de Miami-Dade los interrogaron de manera individual. El último paso del proceso fue pedirles que firmaran una declaración jurada con sus testimonios que habían sido tomados por un taquígrafo.
Dentro de la mochila de Rigoberto Alpízar había algunos objetos personales, pero ni rastros de algo que pudiera explotar. Tampoco se encontró un explosivo dentro del avión. Ningún pasajero mencionó la palabra “bomba”. Los únicos que la mencionaron fueron los dos agentes de la TSA que habían acribillado al costarricense.
Nadie pagó por su muerte
Cuando todavía no se habían tomado los testimonios de todos los pasajeros, desde Washington se justificó el accionar de los agentes federales que mataron a Alpízar. “No creo que nadie quiera ver que se llega a una situación como ésta, pero los agentes parecen haberse comportado de acuerdo con el entrenamiento exhaustivo que habían recibido”, dijo el portavoz de la Casa Blanca, Scott McClellan. También informó que los dos agentes habían sido interrogados y estarían con un “permiso administrativo mientras dure la investigación del caso”.
Al mismo tiempo que la Unidad Fiscal de Miami daba los primeros pasos en la investigación de la muerte de Alpízar, el gobierno estadounidense decidió reforzar aún más las medidas de seguridad de los aeropuertos. El 13 de diciembre le dio a la Administración de Seguridad del Transporte poderes ampliados para “identificar pasajeros sospechosos”.
Gracias las gestiones del cónsul de Costa Rica en Miami, el cadáver de Rigoberto Alpízar fue repatriado ese mismo día para ser enterrado en el cementerio de su ciudad natal, Cariari de Guápiles. Después de la ceremonia, su padre ofreció una conferencia de prensa para sentar la posición de la familia. Allí dijo: “Mi hijo era un hombre bueno, gentil y cariñoso, pero murió acribillado como si fuera un delincuente”.
“El incidente”, como se lo llamó oficialmente, puso en la mira todas las medidas de seguridad implementadas en los aeropuertos estadounidenses después de los atentados del 11 de septiembre de 2011. Sin embargo, desde entonces el gobierno ha seguido incrementando de manera continua los recursos destinados a la TSA que en la actualidad tiene un presupuesto de alrededor de 9.000 millones de dólares y cuenta con casi 50.000 agentes.
Nadie pagó por la muerte de Rigoberto Alpízar. El informe de la Oficina del Fiscal de Miami-Dade dictaminó que “los oficiales que dispararon estaban legalmente justificados en su uso de la fuerza” y que no se presentarían cargos penales contra ellos. Ese dictamen fue duramente cuestionado, porque era imposible que el muerto hubiese podido pasar una bomba en su mochila a través de las rigurosas medidas de seguridad previas al embarque que había en el Aeropuerto Internacional de Miami.
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