
La mayoría de los sistemas de pensiones europeos se basan en un principio común: la población activa financia con sus cotizaciones las jubilaciones de quienes han finalizado su vida laboral. Bajo este modelo de reparto intergeneracional, los países introducen matices que buscan equilibrar la sostenibilidad financiera del sistema con la garantía de una pensión suficiente para los beneficiarios. Así, la edad de jubilación suele fijarse como un criterio rígido, vinculado a la acumulación de años de cotización y a la esperanza de vida. Pero hay países que son la excepción y que apuestan por ser más flexibles.
Uno de estos casos está en el norte de Europa, y es Noruega, un país que permite a sus trabajadores jubilarse desde los 62 años, pero sin fijar una edad obligatoria e inamovible para dejar de trabajar. Aunque la edad de jubilación suelen ser los 67 años, la decisión de retirarse antes o después tiene consecuencias directas sobre su pensión, que se ajusta al alza o a la baja según el momento en el que se inicie su cobro. Esta lógica no se basa solo en los años trabajados, sino también en la esperanza de vida, lo que introduce un elemento dinámico en la planificación de la jubilación.
Un sistema mixto público-privado con incentivos y pensiones adaptadas a cada trayectoria
Este modelo, tal como ha explicado el Instituto Santalucía en uno de sus últimos análisis, se fundamenta en un sistema mixto que integra tres pilares complementarios: una pensión pública obligatoria, planes de pensiones de empresa y el ahorro individual voluntario.
La base estatal garantiza un ingreso básico en función de las cotizaciones acumuladas, mientras que los otros dos niveles ofrecen una vía para mejorar la pensión final. Las empresas están obligadas a ofrecer planes complementarios a sus empleados, y los ciudadanos tienen incentivos fiscales para reforzar su jubilación mediante ahorros personales.
Una de las características más singulares del sistema es su método de cálculo. Cada trabajador aporta un porcentaje fijo de su salario al fondo de pensiones, y las contribuciones se acumulan hasta los 75 años. El sistema no penaliza las lagunas en la vida laboral, como los periodos dedicados al cuidado de hijos o situaciones de desempleo, que se integran también en el cómputo. Además, se toma como referencia los 20 años con mayor salario, lo que permite que los periodos de mayor rendimiento profesional tengan un peso relevante en la prestación.
Pero lo que realmente marca la diferencia es la forma en la que se calcula la pensión final. No existe una cantidad predeterminada, sino que se establece un capital acumulado a lo largo de la vida laboral, que se distribuye según la edad en la que el trabajador decide comenzar a percibir su pensión y su esperanza de vida proyectada.
Es decir, que cuanto más tarde se retire, mayor será la mensualidad a recibir. Este mecanismo, conocido como factor de longevidad, busca hacer sostenible el sistema y, a la vez, ofrecer un incentivo claro para quienes decidan prolongar su carrera profesional.
Un fondo soberano como garantía y una pensión mínima para todos
Además, Noruega cuenta con uno de los mayores fondos soberanos del mundo, financiado con ingresos derivados del petróleo y el gas. Aunque ese fondo no se utiliza directamente para pagar las pensiones, actúa como una reserva estratégica que garantiza la estabilidad del sistema público a largo plazo. Su existencia proporciona una red de seguridad que permite mantener las pensiones incluso en contextos económicos complejos y de envejecimiento poblacional.
Otro aspecto destacado es la existencia de una pensión mínima garantizada para quienes, por ingresos bajos o interrupciones prolongadas en su carrera, no alcanzan un umbral suficiente de cotización. Este ingreso mínimo se actualiza anualmente en función del coste de vida, y garantiza que todas las personas, independientemente de su trayectoria, cuenten con una prestación básica al llegar a la vejez.
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