En un país donde la violencia parece una ‘herencia maldita’ que se niega a morir, las palabras de Juan Pablo Escobar —Juan Sebastián Marroquín—, hijo del capo del narcotráfico Pablo Escobar, retumban con fuerza y polémica. “Lo correcto sería declararle la paz a las drogas”, afirmó durante una conversación con el portal Reason.Why durante el Congreso Lqvi Corporate, en Madrid, un foro orientado a difundir valores y fomentar el liderazgo desde una perspectiva social y humana.
Sus palabras, dichas para el portal del mundo empresarial y del marketing, contrastan drásticamente con la realidad que vive Colombia en las primeras semanas de junio de 2025: un país que revive los horrores del pasado tras el intento de asesinato del candidato presidencial Miguel Uribe Turbay, baleado, al parecer, por un adolescente de apenas 15 años durante una precampaña, en Bogotá.
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El ataque dejó al político en estado crítico, a una nación conmocionada, y al debate público, enfrentando su reflejo más incómodo: la instrumentalización de los jóvenes en el crimen, como en los días más oscuros del narcotráfico.

La herencia sangrienta del prohibicionismo
Sebastián Marroquín, que ha dedicado gran parte de su vida adulta a reflexionar sobre la figura de su padre y a compartir su historia como advertencia, no evade su pasado. Sabe que su apellido aún genera rechazo, temor o morbo. Pero sabe que su visión sobre el fenómeno de las drogas puede ofrecer una mirada diferente: no como una apología del consumo, sino como una crítica al modelo de prohibición que, en sus palabras, fracasó rotundamente.
“No digo que las drogas sean buenas, pero la estrategia ha sido la equivocada. Con el alcohol ya hay regulación, educación y prevención. Tres cosas que no consigues en las drogas ilícitas, y eso las hace más dañinas. La prohibición solo despierta la curiosidad”, sentenció en una entrevista al portal mencionado.
El mensaje no es nuevo, pero cobra especial relevancia frente al aumento de delitos cometidos por menores de edad en Colombia. Según cifras del Ministerio de Justicia, cerca de 5.000 adolescentes entre 14 y 17 años ingresaron al sistema penal, solo en 2024, muchos de ellos vinculados con delitos graves como homicidio. Los expertos coinciden: las mafias del narcotráfico siguen reclutando menores, ofreciendo pagos irrisorios y falsas promesas, aprovechando la pobreza, el abandono estatal y el vacío educativo.

Que el hijo de quien formó un ejército de adolescentes sicarios en los años 80 —utilizando el dinero de la droga para comprar fidelidades, sembrar terror y asesinar policías, jueces y políticos— hoy hable de “paz con las drogas”, es paradójico y a su vez provocador.
“Estamos frente a una oportunidad histórica de cambiar el enfoque. No se trata de liberar el consumo sin control, sino de romper el ciclo de violencia que ha generado la clandestinidad. La ilegalidad no protege a nadie, al contrario, es una sentencia de muerte para miles cada año”, argumentó Marroquín.
Sin embargo, sus palabras no son fáciles de digerir en un país donde la violencia aún sangra. El ataque al candidato Miguel Uribe reactivó los recuerdos de una Colombia sacudida por asesinatos políticos cometidos por jóvenes manipulados por las mafias del narcotráfico. El caso del menor que disparó en Bogotá recuerda al sicario de 16 años que mató al candidato Bernardo Jaramillo en 1990. Años después, ese adolescente apareció asesinado junto a su padre en un baúl, víctima de la misma maquinaria de la que fue engranaje.

¿Legalización como estrategia de prevención?
El planteamiento de Sebastián Marroquín apunta a una idea disruptiva: que la legalización, acompañada de regulación, educación y prevención, es más efectiva que la represión. Su argumento se apoya en ejemplos históricos, como la prohibición del alcohol en Estados Unidos en los años 20, que solo fortaleció al crimen organizado. Lo mismo —dice— ha ocurrido con la guerra contra las drogas en América Latina.
“Hemos demonizado las sustancias, pero no educamos. El resultado es más violencia, más muertes, más corrupción. Un mercado ilegal es tierra fértil para los peores actores sociales. En cambio, un mercado regulado permite al Estado intervenir, controlar y prevenir daños reales”, explicó.
“No se trata de justificar nada, ni de borrar lo que ocurrió. Se trata de evitar que se repita”, señaló.
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