
Soy el padre de cinco millenials. Tres son hijos biológicos y los otros dos de cuando me casé con su madre en 1997.
Se necesita más que un milagro para ser el padre de cinco adultos jóvenes. Es decir, tienen que tener de todo durante su infancia. Es como llevar un barco, lleno de cosas pequeñas y grandes. Han de sobrevivir a los huesos rotos, a las altas fiebres, a los ataques de asma y a los tumores que resultan ser quistes. Muchos tienen que salirse de su carril mientras aprenden a manejar. Tienen que despertar de la anestesia general y de grandes ingestas de alcohol. Y ser lo suficientemente normales para evitar una plaga de enfermedades infantiles raras.
Después de todo eso, los padres tienen que aprender de sus propios errores. Y parece que eso hice. Estuve dos años haciendo un "curso de paternidad" después de que mi hijo mayor desapareciera en un centro comercial. Estábamos en Express, una tienda de ropa, cuando mi esposa entró al vestidor con varios artículos, dejándome a cargo de Zack, que estaba atado en su cochecito como si tuviera una camisa de fuerza. Podía retorcerme, pero no podía empezar a gritar porque no estaba solo. Esa tienda llena de compradores me querían matar.

Desligué al inquieto pequeño y lo dejé en el piso. Él mismo dejó clara su independencia al empujar firmemente el cochecito hasta golpear una estantería con una docena de suéteres. Mientras recogía los artículos, él se dirigió hacia los vestuarios, donde estaba su madre al fondo de la tienda. Ese pequeño e inteligente hombre estaba abandonando el barco de su padre.
Una amable dependienta se prestó a recoger los suéteres que estaban por ahí. Así que empecé a buscar a Zack por toda la tienda. Había desaparecido de mi vista unos veinte segundos. Le pregunté a otro empleado si había visto a un niño entrar en los vestuarios. Él me dijo que lo iba a comprobar y, quince segundos después, salió con las manos vacías. Él se encontraba en la parte trasera de la tienda, y había cometido el error de no vigilar la salida. Él se había ido.
El reloj marcaba de tal forma que parecía que estábamos en un drama policial. Treinta y cinco segundos. Nunca antes había entrado en pánico en público. Grité "¡Zack!" con toda la fuerza que pude.

Corrí hacia la otra tienda. Nada. Cincuenta y cinco segundos. Corrí a la tienda del otro lado. Sesenta y siete segundos. Volví de nuevo a Express y mi esposa estaba saliendo del vestidor.
Ella se dirigió a otra tienda. Corrí hacia la puerta de salida del centro comercial y hacia la zona de restaurantes gritando"¿Alguien ha visto a un niño de dos años?". Ochenta y nueve segundos. Me encontraba de nuevo en Express.
Y ahí estaba él, saliendo por debajo de una estantería de pantalones vaqueros donde estaba jugando al escondite. Lo agarré y lo abracé llorando mientras le decía cuánto lo amaba. Comprendí por primera vez el poder primitivo del amor y como su alquimia puede llegar a fusionar a dos seres, conmocionados por la adrenalina y el terror. Me había hundido más en noventa segundos que en toda mi vida.

En ese momento miré a mi alrededor. El centro comercial lucía diferente. Todavía estaba lleno de gente feliz y triste, adultos con bolsas de la compra, bebiendo café, buscando sus pequeños sueños e intentando encontrar la felicidad. Pero ahora conocía algo muy privado en cada uno de ellos: eran supervivientes. Lo habían logrado durante la infancia. Había esperanza.
Sus padres no podían estar más preparados que yo, eran tan inexpertos y estaban tan preocupados como yo. Pese a eso y contra todo pronóstico, sus hijos habían crecido.
Para la próxima década, más o menos, encontré consuelo entre las multitudes. Me sentaba en un partido de béisbol y cuando escuchaba la cifra de asistencia mi estómago revoloteaba. Otras 26,212 personas habían logrado pasar la mezquindad, la inocencia, las tentaciones y las tempestades de la infancia. Me sentaba en mi lugar, saludaba y abrazaba a cualquier chico que venía a ver el partido conmigo y creía, contra mi opinión, que mis hijos me sobrevirían.
Eso es el único deseo del Día del Padre que importa
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