La enorme sombra de Diego Maradona sobre sus sucesores

Desde Ariel Ortega a Lionel Messi, decenas de jugadores han sido bautizados como el “próximo Maradona” y heredaron el número 10, pero nunca calzaron a la perfección

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Maradona celebra en la semifinal del Mundial de Italia 90 (Shutterstock)
Maradona celebra en la semifinal del Mundial de Italia 90 (Shutterstock)

En realidad, no fue más que una cariñosa despeinada de cabello y un beso en la mejilla. No hubo pompa ni circunstancia ese día en 1994 ni palabras de sabiduría susurradas al oído o algún gesto dramático para la multitud. Diego Maradona salió del campo y Ariel Ortega fue su remplazo. Pero eso fue todo lo que hizo falta. Ahí se decidió que la antorcha había sido pasada.

Ortega no fue el primer jugador en ser etiquetado como el nuevo Maradona. Ese honor, según el consenso común, recayó en el ex delantero del Boca Juniors Diego Latorre, que con toda certeza no sería el último. Durante un par de décadas al menos, un nuevo pretendiente se acercaría al trono de Maradona prácticamente todos los años.

Hubo Maradonas bajos y Maradonas altos, delgados y rechonchos, veloces y lentos. A veces los paralelismos eran evidentes: Pablo Aimar, Juan Román Riquelme y Andrés D’Alessandro jugaban en la misma posición que él, de la misma forma, en el mismo equipo o con el mismo dorsal.

A veces, no eran evidentes. Hubo nuevos Maradonas que resultaron ser velocísimos extremos, elegantes mediocampistas profundos, lánguidos centrodelanteros o élficos rematadores.

(Shutterstock)
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A menudo, el propio Maradona ungía a su sucesor, aunque su bendición era incierta y cambiante. Por un tiempo fue Javier Saviola, aunque le dolió decirlo “porque juega en River Plate”, el gran rival del adorado Boca Juniors de Maradona. Pocos años después, Maradona decretó que D’Alessandro era “el único jugador que me divierte”. Luego proyectó a Carlos Tévez como “el profeta argentino del siglo XXI”.

En su mayoría los nuevos Maradonas eran argentinos, aunque jamás de forma exclusiva. Hubo Maradonas por todo el mundo, en todos los continentes, en cada cordillera. Hubo un Maradona de los Cárpatos (Gheorghe Hagi), un Maradona del Cáucaso (Georgi Kinkladze), un Maradona de los Alpes (Andi Herzog) y un Maradona de los Andes (Roberto Merino).

A algunos se les dio un país entero: Krishanu Dey fue el Maradona indio y Ali Karimi, la versión iraní. Otros tuvieron que compartir su territorio. Ha habido, según algunas listas, al menos cuatro Maradonas de los Balcanes.

A algunos se les otorgó una ubicación geográfica mucho más precisa. Fabrizio Miccoli fue el Maradona del Salento, la región al sur de Italia de donde provenía. Emre Belozoglu de Turquía fue el Maradona del Bósforo. En un momento llegó a haber incluso un Maradona de Basingstoke, una ciudad dormitorio irrelevante al suroeste de Londres, aunque ese, al menos, fue una broma conocida.

Hubo algunos que estuvieron cerca de estar a la altura del nombre, del mismo modo que abordar un vuelo comercial está cerca, en algunos aspectos, de ir a la Luna. Aimar, Riquelme y Tévez tuvieron carreras largas y exitosas en las que jugaron Copas del Mundo, levantaron trofeos de títulos de liga y definieron sus propios legados en lugar de ser condenados a ser la coda de otro jugador.

Hagi llevó a Rumania a los cuartos de final de una Copa del Mundo y sigue siendo un símbolo de la cultura futbolística de su país de la misma manera que Maradona, más que nadie, representa a Argentina. Dejan Savicevic, uno de los muchos apóstoles balcánicos de Maradona, se convirtió en uno de los mejores jugadores de Europa y en una parte inspiradora de los grandes equipos del A. C. Milán de principios de la década de 1990.

Otros no lograron hacer lo suficiente para escapar de la sombra de Maradona, entre ellos principalmente Ortega. Quizás fue inevitable: nadie, ni siquiera Riquelme y Tévez —los dos jugadores que tuvieron la tarea, por voluntad propia o no, de estar a la altura del nombre de Maradona en el Boca Juniors—, sintió la intensa presión de la expectativa tanto como el chico que saltó a la cancha para remplazarlo ese día en Salta en 1994.

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Ese partido —una victoria 2 a 1 contra Marruecos— había sido un calentamiento para la Copa del Mundo que comenzaría pocos meses después. En la concentración argentina de ese verano en Wellesley, Massachusetts, Ortega compartió la habitación con Maradona, el capitán del equipo. Cuando Maradona fue expulsado del Mundial tras dar positivo por efedrina, Ortega tuvo la tarea de remplazarlo en los partidos restantes de Argentina.

Tenía sentido. Ambos eran más fuertes de lo que sugería su estatura. Ambos tenían un centro de gravedad bajo, una técnica casi perfecta y una explosión de aceleración que los hacía superar a sus oponentes. Incluso compartían un ligero parecido físico, que llegaba hasta la mata de cabello negro azabache.

Sus similitudes no terminaban ahí. Ortega tuvo un destello del temperamento de su mentor. Una de las cosas que Maradona más admiraba de él era su vena desafiante, serena y renegada. Ortega fue expulsado en cuartos de final de la Copa del Mundo y luego sancionado con una inhabilitación mundial tras abandonar su contrato en el club turco Fenerbahçe.

Diego Maradona, Ortega y Ruggeri (Reuters)
Diego Maradona, Ortega y Ruggeri (Reuters)

Hasta cierto punto, su destino y el de Maradona también estuvieron entrelazados. Ortega luchó con una adicción al alcohol —el mismo Maradona, en un momento, aconsejaría que su viejo amigo “necesitaba ayuda”— que primero descarriló y luego redujo su carrera. Es peligroso psicoanalizar desde lejos, pero es difícil no preguntarse si, quizás, la antorcha que le pasaron ese día en Salta estaba demasiado caliente para que él, y cualquiera, pudiera manejarla.

Argentina no ha ungido a un nuevo Maradona desde hace más de una década. El resto del mundo también ha pasado la página. Ya a mediados de la década pasada, la búsqueda para encontrar un heredero se había vuelto demasiado quijotesca como para ser tomada en serio. Cuando se le otorgó la etiqueta a Lionel Messi en algún momento de 2005, ya no se sentía tan pesada.

Messi hizo lo que ninguno de sus predecesores nunca pudo: logró no solo construir su propia carrera para establecer su propio nombre, sino que lo hizo con la contundencia suficiente como para mitigar las ansias de comparación. Messi no aceptó ni rechazó los paralelismos con Maradona; simplemente los hizo irrelevantes.

Maradona abraza a Lionel Messi, a quien nombró capitán en el Mundial de Sudáfrica 2010 (Action Images/ Jason Cairnduff)
Maradona abraza a Lionel Messi, a quien nombró capitán en el Mundial de Sudáfrica 2010 (Action Images/ Jason Cairnduff)

Nunca podrá cuantificarse con facilidad si su grandeza iguala o supera a la de Maradona. A pesar de todas las similitudes entre ambos —pequeños, zurdos, argentinos— las diferencias son marcadas. Messi no posee la inclinación de Maradona por la autodestrucción. Maradona nunca se benefició de la rigurosa profesionalidad del juego que Messi ha conocido.

Quizás lo descubramos solo con el tiempo. Pasó más de una década entre aquel momento en Salta, cuando Ortega piso el campo y Maradona lo abandonó, y la aparición de Messi. La búsqueda del heredero de Maradona se había extendido a todos los rincones del mundo, todos los países, todas las cordilleras.

Quizás, entonces, conoceremos la magnitud de la grandeza de Messi por el tiempo que tome encontrar a su sucesor. Ya existe un Messi tailandés, un Messi indonesio y un Messi japonés. Cada año hay un nuevo Messi en Argentina. Y lo seguirá habiendo, tal como sucedió con Maradona, hasta que llegue alguien que logre ser conocido por su propio nombre.

© The New York Times 2020

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