
La escena es insólita y preocupante: la boleta única que los ciudadanos encontrarán en el cuarto oscuro en la provincia de Buenos Aires reproduce la fotografía y el nombre de José Luis Espert, un candidato que renunció tras ser denunciado por sus vínculos con un empresario ligado al narcotráfico.
A su lado, figura como segunda candidata una persona que hoy pertenece a una nómina electoral, encabezada por otro referente político cuya foto no aparece y es primer candidato a diputado.
El votante, sin embargo, no verá nada de eso: verá una boleta impresa que no coincide con la realidad jurídica ni política de la lista que representa.
Se trata de una especie de “fraude elegante” puesto que la legitimidad democrática no solo resulta del número de votos, sino también de la transparencia del camino que conduce a ellos.
La boleta funciona como engaño y la forma electoral induce a error y vulnera la voluntad popular.
La pregunta es inevitable: ¿puede el sistema democrático tolerar semejante contradicción entre lo que se vota y lo que efectivamente se elige?
La legalidad formal y la ilegitimidad material
El orden jurídico argentino descansa sobre un principio cardinal: el sufragio debe ser libre, igual, informado y auténtico (arts. 1, 37 y 38 de la Constitución Nacional).
Cuando la información que recibe el ciudadano en el acto de votar es falsa o engañosa, ese voto deja de ser expresión de voluntad libre para convertirse en un acto viciado por error inducido.
Las leyes 19.945 y 27.781 que regulan el régimen electoral y la boleta única, imponen que la imagen, nombre y orden de los candidatos correspondan a los efectivamente oficializados por la autoridad electoral.
Si una renuncia o sustitución se produce, debe comunicarse y reflejarse en la boleta, salvo imposibilidad material.
Pero el principio de imposibilidad técnica no puede erigirse en excusa para la opacidad institucional.
En el caso Espert–Reichard, la Junta Electoral invocó la falta de tiempo para reimprimir las boletas, lo que generó un vacío normativo entre la verdad jurídica y la imagen electoral. Un efecto no deseado pero grave y sobreviniente a la sanción de la ley.
Ese vacío no es menor: afecta el núcleo de legitimidad del proceso.
El “fraude elegante”
No todo fraude electoral supone adulterar urnas.
Hay un fraude más sutil, pero igualmente corrosivo: el que deforma la conciencia del votante mediante artificios gráficos, denominaciones equívocas o persistencia de imágenes de candidatos inexistentes.
El fraude por confusión vulnera el derecho político a elegir, al manipular la voluntad del elector en el momento decisivo del sufragio.
Cuando el ciudadano marca en la boleta una imagen que representa a un candidato ya renunciado o judicialmente cuestionado, se produce una disociación entre la intención del voto y su efecto representativo.
El elector cree elegir a una persona, pero en realidad otorga su voto a otra, no visible en la boleta.
Este fenómeno —que podría parecer anecdótico— erosiona la confianza pública y abre la puerta a maniobras de manipulación amparadas en tecnicismos procedimentales.

Permitir que la ciudadanía vote con boletas desactualizadas, inexactas o confusas supone abdicar a la transparencia electoral.
Una deformación del sistema republicano
La República se sostiene en la correspondencia entre la forma y la sustancia.
Cuando la forma —la boleta, el símbolo, la foto— engaña sobre la sustancia —el candidato real, la voluntad electoral—, la confianza pública se degrada.
En la boleta única, en este caso, el procedimiento subsiste, pero el contenido ético del voto se desvanece.
El sistema electoral no puede convertirse en un escenario de manipulación de voluntad, donde el ciudadano deba votar entre nombres falsos y renuncias encubiertas.
La boleta única, que nació para simplificar y transparentar, en la práctica se transforma en el instrumento perfecto de la confusión del elector.
Durante años, se criticó duramente a la llamada “Ley de Lemas” por la transferibilidad del voto, al utilizar un mecanismo de acumulación del sufragio que resolvía en un mismo acto y de forma simplificada la interna partidaria y la elección general.
Aquella objeción giraba en torno a que el elector no sabía con certeza a quién votaba, pues el voto a un sublema podía beneficiar a otro candidato dentro del mismo lema.
Sin embargo, lo que hoy ocurre con la boleta única es todavía más grave.
En la Ley de Lemas, el votante conocía al menos que su voto tenía doble efecto —resolver la interna y elegir entre partidos o alianzas—; en cambio, el sistema actual obliga a votar a un candidato renunciado o éticamente cuestionado, cuya permanencia visual en la boleta distorsiona la voluntad popular.
La boleta única, en su experiencia actual, se ha convertido en un corset institucional: cualquier alteración de sus múltiples propuestas —por renuncia, inhabilitación, conveniencia o picardía política— ensombrece todo el procedimiento electoral y lo deslegitima de raíz.
El ciudadano termina votando en una ficción confusa, donde la apariencia de transparencia encubre la manipulación del sentido mismo del voto.
Para restablecer la confianza en el voto, el sistema debe incorporar garantías mínimas de rectificación y aclaración de cambios en las propuestas. Eso significa cambiar el modelo.
De lo contrario, la democracia argentina se deslizará hacia una peligrosa zona gris entre la legalidad y la simulación, donde el elector creerá votar a alguien, pero en verdad elegirá a otro.
Cuando un candidato es cuestionado por vínculos con el narcotráfico y su foto sigue en la boleta, y cuando su reemplazante no aparece en la imagen o aparece mal nombrado, el sistema entero queda bajo sospecha y debe ser modificado puesto que no puede aceptarse un sistema electoral que, bajo apariencia de transparencia (boleta única), obliga al ciudadano a votar entre ficciones y renuncias.
La democracia no debe ni puede ser rehén de la boleta única cuando la boleta miente.
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