
La lucha por el reconocimiento del genocidio armenio es, desde hace décadas, un eje central en la identidad de las diásporas armenias en todo el mundo. La búsqueda de reconocimiento y reparación ante un Estado que continuaba negando sus crímenes, era un paso fundamental no solo para la obtención de justicia, sino también un pedido de garantía de no repetición. Así es como la decisión del gobierno turco de hacer del negacionismo una política de Estado, y la ausencia de una República Armenia soberana hasta 1991, pusieron la diáspora a la vanguardia de esta lucha, transformándola en un bastión de resistencia cultural y política.
En Argentina, el eco de esa lucha encontró respuesta en las palabras del expresidente Raúl Alfonsín primero y en la Ley 26.199 después, aprobada en 2006 con el apoyo de todo el arco político y promulgada por entonces primer mandatario, Néstor Kirchner, después. En esos años, el negacionismo del Estado turco fue la continuación del proceso genocida y no sabíamos, entonces, que se aproximaban nuevos crímenes.
El inicio del movimiento de autodefensa de Nagorno Karabagh, bregando primero por la reunificación con la RSS de Armenia, los referéndum de independencia, el inicio de la guerra y la creación de las dos nuevas repúblicas (Armenia y Nagorno Karabagh) colocaron a los dos Estados, y por supuesto también a la diáspora, ante nuevos desafíos. La defensa de Artsaj no tenía que ver sólo con una reivindicación de derecho: era una cuestión existencial.
La victoria en 1994, la consolidación de las instituciones estatales de la República de Nagorno Karabagh y el inicio de las negociaciones en el marco del Grupo Minsk, organismo internacional con mandato de Naciones Unidas y acuerdo de las partes para llevar adelante la mediación, parecían ofrecer un marco para encontrar un solución pacífica al conflicto.
Si bien Azerbaiyán continuó preparándose para reiniciar el conflicto, como quedó evidenciado con el fallido intento de abril de 2016, no fue hasta septiembre de 2020 donde la realidad cambió drásticamente. Apoyado por Turquía, y en medio de la pandemia del Covid-19, la nueva ofensiva sobre la República de Artsaj se saldó con la ocupación y entrega de dos tercios de su territorio, más de 5000 muertos, 90000 refugiados y un precario alto al fuego mediado por Rusia, que incluía el despliegue de fuerzas de paz en lo que quedaba del territorio.
Los mismos actores, más de un siglo después y reviviendo anhelos panturquistas, volvían a atacar Armenia y Artsaj con una agenda de exterminio y de ocupación. Los siguientes tres años estuvieron signados por una fuerte retórica belicista, ataques a civiles, invasiones al territorio soberano e internacionalmente reconocido de la República de Armenia, además de un bloqueo criminal durante más de 9 meses. Finalmente, el ataque del 19 de septiembre de 2023 expulsó a la totalidad de los armenios en Artsaj, como ya había ocurrido en la Armenia Occidental o Najichevan cien años antes.
Tanto después de la firma del cese al fuego del 9 de noviembre de 2020 como luego de someter a Artsaj a una limpieza étnica, el gobierno de Azerbaiyán fue incorporando nuevas demandas. El silencio de la comunidad internacional y la falta de capacidad y/o voluntad de quienes debían garantizar el proceso de paz les permitió avanzar en su agenda maximalista, prácticamente sin resistencias.
Ante este escenario, el gobierno de Ilham Aliyev, junto con su socio Erdogan, demanda la entrega de un corredor extraterritorial que conecte Azerbaiyán con Najicheván (y, por lo tanto, Turquía), sostiene la ocupación de más de 200 km2 de Armenia. Desconoce las fronteras existentes, reclama la totalidad de la República de Armenia como Azerbaiyán Occidental, se niega a la apertura de las comunicaciones, retiene ilegalmente y tortura a decenas de prisioneros de guerra y rehenes. Exige una reforma de la Constitución armenia, el retiro de las demandas ante tribunales internacionales y la disolución del grupo Minsk como mediador del conflicto.
Para quienes entendían que la cuestión de Nagorno Karabagh era el único impedimento para la paz y la normalización de las relaciones, quedó claro que el conflicto tiene una agenda más profunda que requiere la destrucción de la soberanía, la independencia y la existencia física de cualquier Estado armenio: se llame República de Artsaj o República de Armenia.
Es importante señalar que tanto Aliyev como la diplomacia azeri hacen énfasis en una declaración en particular: “el conflicto de Nagorno Karabagh fue resuelto, de una vez y para siempre”. Pero lo cierto es que el conflicto está lejos de terminar, no solo por las continuas amenazas de guerra que sigue enfrentando Armenia y la diáspora, sino también por los más de 100.000 armenios obligados a abandonar sus hogares en Artsaj que esperan poder regresar a su patria, o a lo que quede de ella.
Argentina tiene un recorrido virtuoso en materia de memoria y respeto por los derechos humanos. El Juicio a las juntas, del que se están cumpliendo 40 años, las políticas de memoria, verdad y justicia, su reconocimiento del genocidio armenio (único país del mundo con expresiones de los tres poderes del Estado) y su posicionamiento internacional ante una nueva limpieza étnica en Artsaj.
También tenemos nuestros propios conflictos, el legítimo reclamo de soberanía sobre nuestras Islas Malvinas y el territorio Antártico donde, al igual que a Armenia y a Nagorno Karabagh, nos asiste el derecho internacional. La impunidad, las violaciones a los derechos humanos, la incapacidad de los organismos multilaterales de acordar soluciones pacíficas en el marco del derecho internacional y la legitimación de la violencia son el peor precedente sobre el que vamos a tener que defender nuestra soberanía.
A 110 años del inicio del Genocidio cometido contra el pueblo armenio seguimos reclamando justicia que, ante todo, debe ser universal. Genocidio que se niega, genocidio que se repite.
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