
La sensación es difícil de describir. Es lo más parecido a la angustia que viene seguida del espanto. Quizás era eso. De pequeño me generaba angustia saber que mi país había sido neutral durante la Segunda Guerra Mundial. Que no sólo no se había levantado contra la peor tragedia humana, la que se llevó a más de 50 millones de personas, sino que detrás de la supuesta neutralidad de la Argentina se escondía el coqueteo con el Eje Nazi. Pero yo no vivía en la época de aquel gobierno militar de comienzos de la década del 40′.
Es la misma punzada aguda. La del asombro que sigue a la traición. Cuando supe que mi país se abstuvo en la votación de las Naciones Unidas que aceptaba la creación de un Estado Judío en la tierra de Israel. Fue apenas dos años después del fin de la Guerra. Era dar fin a tantos siglos de sufrimiento de un pueblo que sólo portaba pasados, pero ningún futuro. De mi pueblo, el pueblo sin tierra, expulsado por algunos y rechazado por todos. El nuevo Estado sería al fin, refugio para las miríadas de sobrevivientes de la Shoá que el mundo se negaba a recibir. Mientras votaba por la abstención en la ONU, Argentina entregaba pasaporte y refugio a Menguele, a Eichmann y a tantos nuevos ciudadanos bienvenidos a pasear libres por estas calles. Pero yo no vivía en la época de aquel gobierno de Perón de fines de la década del 40′.
Pero esta vez es diferente. Porque estoy acá. Porque lo veo, lo escucho, lo siento y no lo creo. Porque el sentimiento es el de esa vergüenza que sigue al desconcierto. En la ciudad de Córdoba una heladería quitó el gusto Crema Rusa de su cartelera mucho antes de que el gobierno ensayara una parábola discursiva inentendible, ambigua, tibia y cobarde, que no ofendiera a quién sabe quién. Ningún repudio a una invasión que nos vuelve el reloj a un tiempo que creíamos terminado. Ninguna declaración contundente de rechazo y desprecio a la locura. Ninguna empatía siquiera al evocar a los muertos en un minuto de silencio en el Congreso de la Nación, que se transformó en bochorno viral. La pasividad servil, en lugar de ponerse de pie del lado de la democracia, la modernidad y la paz.
Debemos decir con claridad y sin rodeos que estamos en contra de cualquier tiranía, de los déspotas que someten al terror a sus pueblos, de los megalómanos que encarcelan o asesinan a sus opositores, de personajes oscuros que siguen viviendo en los tiempos oscuros de la Guerra Fría. Declarar sin titubeos que nuestra sociedad ya no volverá a aceptar que un dictador como Putin destruya la vida de cientos de miles, y los valores que la humanidad ha sabido levantar sobre los escombros de sus antiguas ruinas.
En el texto bíblico de esta semana, el pueblo de Israel en el desierto termina la construcción del Mishkán, el Tabernáculo Sagrado, la tienda donde habitaría la Presencia Divina en su trayecto a la Tierra Prometida. Al finalizar la obra, durante largos capítulos, Moisés debe rendir cuentas. Rinde cuentas de cada gasto, de cada acción, de cada insumo, de todo lo que se hizo para terminar la obra. Si el mismo Moisés debió rendir cuentas por la construcción del lugar más sagrado de la tierra, entonces sin dudas todos tendremos que rendir cuentas mañana, por nuestras propias obras.
Todos deberemos rendir cuentas. Los que callaron y los que alzaron su voz. Los que se escondieron y los que lucharon. Los que se emocionaron y los que sonrieron de costado. Los que apoyaron y los que se abstuvieron. Los que se pusieron de pie para marchar y los que miraron hacia otro lado. Los que prefirieron quedar bien con algún interés y a los que les interesó elevar sus convicciones. Los genuinos de corazón y los tibios. Los líderes y los mediocres. Los hombres y mujeres comunes, las organizaciones no gubernamentales, los gobiernos y las naciones. Todos vamos a rendir cuentas mañana, de lo que decidamos hacer o no hacer hoy.
Amigos queridos. Amigos todos.
Ucrania sangra. Ucrania sufre. Ucrania se hace escombro y exilio. Las imágenes de chicos escapando dejando atrás a sus padres, a su vida, a su tierra, es desgarradora. Ucrania sangra y el mundo llora. El único presidente judío de un país que no es Israel, se transforma en el héroe de la hora. Miles de familias ucranianas esta noche no tendrán donde dormir, ni qué comer, ni a quién llamar, ni tampoco dónde regresar. Miles de familias rusas llorarán la proscripción forzosa y la muerte de sus hijos, sin tener dónde protestar, ni a quién reclamar. Sólo les quedará gritar en ese silencio que obliga el sometimiento de las tiranías.
En Ucrania nació, vivió, brilló y murió hace 300 años el Baal Shem Tov, el fundador del Jasidísmo judío. El movimiento que llenó de música, alegría, espiritualidad, belleza, inspiración y mística la manera de vivir el judaísmo de manera apasionada y cercana a Dios. Hay tiranos que siembran y dominan desde el terror a sus pueblos, como así también encontramos a veces ese tirano que llevamos dentro y gobierna desde la indiferencia al alma. Acerca de todo tirano, el gran maestro dijo: “No hay lugar para Dios, en el hombre que está lleno de sí mismo”.
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