Pocos directores de cine hay hoy día que se tomen tan en serio y a la vez tan a la ligera sus películas como Richard Linklater. Me explico: el cineasta es capaz de firmar la trilogía Antes de y entre medias estrenar Escuela de rock o de pasarse años rodando Boyhood para retratar la infancia y adolescencia para luego capturarla en un solo fin de semana de juerga en Todos queremos algo. Nadie transita como él entre formatos -ha realizado hasta tres películas de animación, dos de ellas con rotoscopia-, géneros y estilos cinematográficos, haciendo de él un auténtico camaleón del séptimo arte.
Este 2025 Linklater se ha propuesto seguir demostrando por qué es uno de los cineastas más versátiles del mundo entero y, de paso, cumplir con su propia palabra, la que dio en su anterior filme, Hit Man. Asesino por casualidad. En aquel brillante filme sobre un profesor de universidad que se convertía en agente encubierto disfrazado de sicario, Linklater enunciaba la teoría de que uno puede llegar a cambiar de todo - de ropa, de pareja, de trabajo, de gustos- y, sin embargo, seguir siendo uno mismo. A través de mezclar thriller, comedia romántica o absurda y drama, Hit Man era una preciosa película sobre abrazar las contradicciones del ser humano y el derecho de este a soltarse la melena si eso le acerca a una mejor versión de sí mismo. Pues bien, eso es algo que Linklater se ha propuesto cumplir con sus dos películas inmediatas.
Una de ellas es Nouvelle Vague, que no ve la luz hasta enero del próximo año, pero que ya hay quien la ha podido ver en distintos festivales como San Sebastián o el reciente Márgenes de Madrid. Una película en blanco y negro, que intenta imitar la textura del cine francés de los 60 que reverencia y que es una carta de amor y un ligero entretenimiento a la vez. Algo más en serio se ha tomado su otro proyecto, Blue Moon, aunque tampoco en demasía. Después de todo, no sería Linklater si no hubiese un punto cómico incluso en la máxima amargura.

Una noche de estreno en el Sardi’s
Si Nouvelle Vague se centra en la figura del siempre excéntrico y genio Jean-Luc Godard, en Blue Moon Linklater escoge a otro personaje de lo más peculiar: Lorenz Hart, letrista autor de éxitos de los años 30 y 40 como My Funny Valentine, The lady is a tramp o la mítica Blue Moon que da título a la película. Pero en lugar de buscar reverenciar de la forma más idealizada a Hart, Linklater escoge la noche más baja de este; la de la fiesta de estreno de ¡Oklahoma!, el primer gran éxito del compositor Richard Rodgers sin su fiel colaborador Hart, ahora sumido en el alcoholismo y una evidente depresión.
Ethan Hawke encarna a este popular letrista sumido en decadencia con un increíble maquillaje y algún que otro efecto digital -Hart apenas mide metro y medio por el 1.80 del actor de El club de los poetas muertos- en el que es el reencuentro entre actor y director más de diez años después de Boyhood. La química parece seguir intacta, y de hecho Linklater vierte sobre Hawke un personaje no tan alejado de los anteriores: romántico, entusiasta y extremadamente verborreico, aunque con ese punto de cinismo y de amargura que venía de serie en Hart y que Hawke apenas había dejado entrever en el final de Antes del anochecer.
Linklater deposita su película en los hombros de Hawke, pues por lo demás se trata de un filme puramente teatral sin grandes ambages técnicos, aunque de sobra en lo que tiene que ver con los devaneos del letrista. Los personajes secundarios, que suele ser de lo que mejor trabaja el cineasta de Texas, son aquí marionetas de fondo para que Hart pueda escupir su monólogo y recordar batallitas con aquel que se deje caer por la barra del Sardi’s, el mítico local de Nueva York que aquí sirve de escenario para la fiesta de estreno de la obra que Hart odia por representar lo que él considera el epítome del arte inofensivo, pero también porque atisba un éxito sin precedentes que jamás llevará su firma.

Acordes y desengaños
En su condición de obra teatral, Blue Moon introduce un nuevo acto con la aparición de Richard Rodgers (Andrew Scott), pero para entonces la película se ha sumido por completo en la palabrería de Hart hasta el punto de que su conversación con el compositor resulta extremadamente impostada e inútil. No es que Linklater no haya firmado antes grandes trabajos en los que sus personajes se pierdan en diálogos interminables -ahí está la también sombría Suburbia- sino que la forma que tiene de hacerlo aquí es más cansina y sobre todo más complaciente con su protagonista.
Aun en su patetismo, Linklater parece condonar la actitud de Hart en cuanto que este es un “verdadero artista” frente al arte inofensivo que representa la Oklahoma de Oscar Hammerstein II, el letrista que le ha sustituido como colaborador de Rodgers. Lo mismo cuando se encuentra con el personaje de Margaret Qualley, una joven aspiracionista que se aprovecha del encandilamiento de Hart hacia ella, pero para la cual el letrista no tiene intenciones mucho más nobles. En definitiva, se respira más aroma a coñac que a perfume en cada encuentro de Hart hasta llegar a un final verdaderamente descorazonador.
A la espera de comprobar cómo de diferente es Nouvelle Vague de esta Blue Moon, lo cierto es que Linklater no ha salido del todo indemne de su nuevo acto camaleónico. Es evidente que la teatralidad le ha quitado fuerza y que se ha encariñado de su personaje demasiado por más que intente mostrar su lado más patético y amargo. No obstante, es precisamente el que no haya dado lo mismo que en su anterior película lo que demuestra que, le salga mejor o peor, el cineasta es un hombre de palabra y que, como Lorenz Hart, morirá con sus ideas en su lucha contra el arte inofensivo.
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