
Durante siglos, la literatura ha estado marcada por las voces masculinas. Un escenario únicamente dominado por hombres ha ido tejiendo las historias que conocemos hasta el día de hoy. En esa realidad, las mujeres escritoras (que siempre han existido) debieron pensar cuál sería la mejor manera para poder publicar sus manuscritos. Si el fallo que contemplaban en la época era que su talento, valía o narración carecía de posibilidades por el hecho de ser una mujer, la solución estaba claro: serían hombres. Por lo menos para el público.
Esto se convirtió en una estrategia audaz y común durante muchos siglos. Una táctica que te eximía de la autoría, pero que permitía cumplir con la vocación. Este fue el modo de ir sorteando esos muros de prejuicios y desigualdades que obligó durante gran parte de la historia a decenas de mujeres a firmar con el único género que cabía en las letras.
La barrera de género en la literatura
La literatura ha sido históricamente un territorio donde las mujeres debían luchar constantemente por obtener el mismo respeto que sus homólogos masculinos. En el siglo XIX y principios del XX, el rol de la mujer en la sociedad estaba claramente delineado: se esperaba que se dedicaran al hogar, la familia y las tareas consideradas “femeninas”. Escribir, especialmente en géneros considerados “serios”, no estaba entre sus prioridades sociales. En este contexto, muchas escritoras enfrentaban el rechazo de las editoriales o, peor aún, la invisibilidad.
El uso de seudónimos masculinos fue, en muchos casos, una ventana abierta para acceder a la publicación, el reconocimiento y la crítica literaria. De esta forma, se evitaba la discriminación tanto explícita como implícita contra las mujeres. Si bien muchas de estas escritoras lograron cierto éxito, muchas veces no fueron reconocidas en vida. A menudo, las obras de las que usaron seudónimos no fueron asociadas con ellas hasta mucho después de su muerte. Fueron durante toda su vida un nombre que no les pertenecía y nada más.
Sin embargo, el uso de estos seudónimos también ofreció a estas autoras una forma de proteger su identidad y mantener el control sobre sus carreras. Hay que tratar de observarlo con la mirada objetiva del pasado y es que, aunque fuera terriblemente injusto, estas mujeres estaban en la mejor de la situaciones. En un mundo donde el género definía lo que una persona podía escribir y lo que se esperaba de ella, el seudónimo se convirtió en un recurso de liberación creativa y un instrumento para superar las barreras sociales.
Escritoras que se escondieron tras un pseudónimo masculino
Una de las figuras más emblemáticas de esta práctica fue la británica Mary Ann Evans (1819-1880), mejor conocida bajo el seudónimo de George Eliot. Evans fue, bajo el nombre masculino, una de las principales voces de la época victoriana.
Con el seudónimo de George Eliot, Evans publicó algunas de las obras más importantes de la literatura inglesa, como Middlemarch, Adam Bede y Silas Marner. Su elección de escribir bajo un nombre masculino también reflejaba su desacuerdo con los límites que la sociedad de la época intentaba imponer a las mujeres. Mary Ann Evans se convirtió en una de las escritoras más influyentes del siglo XIX, y su éxito demostró que, cuando se le da la oportunidad, la literatura de una mujer puede competir con la de cualquier autor masculino.
Las hermanas Brontë son otro ejemplo clásico de escritoras que, para poder ser publicadas, tomaron nombres masculinos. Charlotte, Emily y Anne Brontë publicaron inicialmente bajo los pseudónimos de Currer, Ellis y Acton Bell. Coincidiendo así con todas sus iniciales.

Charlotte, la mayor de las tres, fue la primera en verse obligada a esconder su identidad para que su obra Jane Eyre fuera aceptada. Sin embargo, cuando el público descubrió que los famosos “Bell” eran en realidad tres mujeres, las Brontë ya habían dejado una huella indeleble en la literatura inglesa, con obras como Cumbres Borrascosas (Emily) y Agnes Grey (Anne). La forma de no tartar a la mujer como un ser pasivo que gira en torno al personaje masculino le empezó a dar un lugar que consolidó a Charlotte tras la muerte de sus hermanas. A diferencia con Mary Ann Evans o sus propias hermanas, Charlotte Brontë si que observó en vida que su nombre fuera visible tras abandonar el seudónimo.
Bajo el nombre de George Sand se encontraba una mujer que ya en 1830 vestía de traje, se infiltraba en reuniones masculinas y escribía de forma revolucionaria. Amantine Aurore Dupin publicó su primera novela en 1831. Marcada por el matrimonio de sus padres, muy mal visto en la alta sociedad francesa, se trasladó a España. Su madre venía de una familia pobre y su padre en cambio descendía directamente del mariscal general de Francia. Se hospedaron en el palacio de Manuel Godoy. La autora describe su tiempo en nuestro país como una de las etapas más felices de su vida.

Fue aquí donde empezó con sus primeros pasos en el mundo masculino. Su madre, desde palacio, le confeccionó sus primeros trajes. En 1835 se separó legalmente de su marido y se llevó a sus hijos. En sus novelas visibilizó, bajo el nombre de un hombre, la insatisfacción femenina dentro del matrimonio. En su época ya se supo quien había detrás, la escritora continuó publicando como George Sand y vistiendo como le apetecía. Se ganó el respeto de sus contemporáneos y Víctor Hugo dijo: “George Sand no puede determinar si es hombre o mujer. Tengo un gran respeto por todos mis colegas, pero no es mi lugar decidir si ella es mi hermana o mi hermano”. A pesar de ser conocida como Sand todos sabían que el talento era de una mujer . En su círculo más cercano estaban grandes artistas como Delacroix y Julio Verne. Y entabló una amistad con Napoleón Bonaparte que declaró en público la admiración hacia su literatura.
La lista de nombres es infinita y estas escritoras solo son un ejemplo de aquellas que lograron algo insólito. La historia común es ese punto de unión en las letras y la imagen clara de que la única opción fue esconderse. No solo nos quedan sus escritos, sus historias son un testimonio de la lucha por la visibilidad y el reconocimiento, una lucha que, aunque con menos obstáculos, aún continúa hoy.
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