
La cuestión nunca es entre los unos y los otros. Si el pueblo decide un rumbo, si las elecciones mandan un recorrido legítimo y legal no hay nada más que decir. Los pueblos, aunque se equivoquen, tienen derecho a hacerlo.
El conflicto entonces nunca está allí.
Uno de los conflictos “delicados” del presente se ubica entre los que aplican la violencia como arma política y los que la rechazan.
Los que la usan no creen en la democracia. Esta diferencia, sin embargo, no se muestra siempre evidente. No es un asunto fácil de discernir. Algunas democracias del presente están “elásticas” en estas cuestiones centrales, esa flexibilidad las debilita y les resta consolidación. La democracia que convive con la violencia estructural deja de ser democracia. Es solo una apariencia democrática, no es lo mismo. Sin embargo, en ciencia política esta distinción no siempre es relevante para todos.
Los que no usan la violencia son demócratas, republicanos, creen en el estado de derecho y en la constitución seriamente. Estos conocen sus límites y como son gente que asume la “democracia plena” no pueden ingresar en excesos que los saben ilegales. Aceptan las elecciones libres y justas como disparador pero entienden que la democracia implica más que eso: eso es solo el inicio de la historia. Le exigen calidad mínima a la democracia, no le aceptan niveles de corrupción y consideran que, igualmente, es un régimen imperfecto pero que es el menos malo de los que se presentan a la vista. Sí, Winston Churchill básico.
Los que creen en la violencia política y en otras formas de agitación extrema consideran que pueden ocupar las calles, que la “bomba molotov” no siempre es un arma, que pueden tirar piedras y agredir, y que -en última instancia la historia así lo demuestra- pueden apelar a cierta justicia revolucionaria para violentar derechos humanos de otros en aras de un objetivo que consideran supremacista. No lo expresan abiertamente, pero corren los “límites” del estado de derecho y los introducen dentro de una metáfora de éste, a manera de no errar en la retórica correcta ante el ciudadano. Por cierto, cuando la violencia se despliega desde el Estado, el terrorismo de estado es horrendo, pero la violencia política per se siempre deja saldos en vidas, y lo que importa es respetar el derecho a la vida de todos. Y -recordemos- hay terrorismo de Estado fascista de derecha y de izquierda. No nos engañemos.
Cuando en las calles irrumpe la violencia, -no la manifestación pacífica- si luego se produce un muerto a consecuencia de ésta, eso es un acto criminal y no debería poseer eximentes. La política y la justicia no debería distinguir sobre la muerte de nadie si es causada por simpatizantes para exonerarlos de responsabilidad o imputarlos si son adversarios. Menos el derecho penal ideologizado -de buena parte de nuestro continente- que a veces llega al ridículo de exculpar con prueba a la vista. Claro, luego irrumpen las interpretaciones y esos violentos pueden ser visualizados como “héroes revolucionarios”. No lo son. No lo fueron nunca. No lo serán jamás. Pensarlo así, como pretenden algunos, extiende una justificación jacobina que justifica y valida la violencia como correcta. Esa trampa criminal no debe aceptarse jamás, la de mirar para el costado en los asesinatos que perpetran los amigos y creer que son una violación penal y un acto de justicia solo si provienen de los enemigos. Semejante perfidia es un acto ominoso que compromete la verdadera democracia y sólo encubre odios y visiones cargadas de rencor que solo ambientan un loop de infamias.
Por estos días se cumplieron 25 años del asesinato de Miguel Angel Blanco en España. Fue asesinado por la ETA. La sangre de ese ciudadano dejó en evidencia que movimientos como ETA que insistían con la violencia solo merecen la desaprobación y la espalda de todos los ciudadanos. Ser complaciente con el relato mitologizado de ETA es ser cómplice. Ahora hay nuevos ETA remasterizados por el mundo en carátulas distintas. Y ahora son aún más delincuenciales y extremos. Quien crea que la violencia política se acabó es porque no entiende la mutación de la sociedad. O se hace el listo y mira para el costado. Todo el narcotráfico del continente es una fuente inagotable de violencia, y hay hasta “zonas” de países democráticos que ocupan estos sátrapas. Así estamos, más violentos que nunca en un continente que está hiperviolentado. No hay estudio serio que no delate esta situación. Alerta roja.
También por estos días se cumplió un nuevo aniversario del atentado a la AMIA en Buenos Aires. Esa fecha nos recuerda lo dramático del terrorismo, su descabellada prepotencia, su locura y su reverberante sentido de la destrucción para desde ese egocentrismo criminal creer que se puede sostener alguna causa. No, la verdad que no, solo se las elimina para siempre de manera obscena. La muerte solo quita razón, racionalidad y convivencia. Por eso, cuando hablamos de estos asuntos es siempre un momento sacro y nadie tiene derecho a no oír estos menesteres y menos a censurarlos. Quien así lo haga o peca de ignorante o se asume del lado errado de la historia. No hay otra interpretación.
Por cierto, otra cosa muy distinta es cuando las manifestaciones ciudadanas se realizan ante regímenes oprobiosos, violatorios del estado de derecho, y lo que se advierte allí es una desobediencia civil ante la falta de libertad y respeto al derecho a la propia vida. La desobediencia civil significa resistencia pacífica. Eso se advirtió en Cuba cuando las calles -de hace más de un año- se plagaron de pacíficos manifestantes. Gente que imploraba por democracia y libertad. Esas concentraciones populares fueron manifestaciones por reclamos de derechos. No es menor la distinción, es clara y no merece que se mezclen las situaciones. Por algo el relator para Cuba de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos recuerda la fecha con respeto. Mírenlo en Twitter. Hace muy bien en ello. Entonces, no son situaciones comparables. ¿Se entiende que el coraje ante el déspota no es violencia sino legítima defensa?
El que arriesga su vida ante una dictadura no es igual a quien tracciona violencia dentro de democracias plenas. Son situaciones incomparables, aunque así se las pretenda visualizar. Inclusive en ambas, siendo tan distintas, el límite de la violencia siempre debería estar acotado. Porque este es el salto civilizatorio de la modernidad, de lo contrario andaríamos en las calles matándonos de forma tribal. Es más, los demócratas no usaríamos, ni usamos, la violencia para derrocar dictadores. No creemos en el derecho a darle muerte a un dictador para salvar un país. ¿Está claro que los demócratas no usamos las mismas armas que nuestros adversarios totalitarios y que solo luchamos desde el terreno cívico? ¿Se entiende que los demócratas solo tenemos el escudo de la libertad y con él nos arreglamos como podemos para enfrentar el día a día?
En los últimos años, algunas corrientes ideológicas han tenido de aliados en las calles a movimientos insurgentes que hacen un despliegue de violencia, que reclaman lo que no se podrá satisfacer fácilmente y anticipan un ambiente de malestar, ira y enojo constante. Es más, se pueden advertir agitadores “muy conocedores” en alimentar el malestar social cuando es el momento oportuno. Hablo de nuestro continente americano. La sociedad civil entonces no está toda allí, solo está una parte de esta que dice representar al conjunto, pero no es toda la sociedad civil la que incendia Roma. Me temo que estas irrupciones del presente no se resuelven de un día para el otro y que los corporativismos militantes ganan terreno a fuerza de activismo pero no necesariamente de representatividad. Son mechas que se prenden fácilmente y luego nadie tiene una hoja de ruta clara para acotarlas. Y eso corre para derechas como para izquierdas. No seamos ingenuos en creer que siempre el otro es el malo.
Las calles cuando el pueblo sale espontáneamente son una cosa y otra muy distinta cuando se las hiperventila como campo minado para detonar frágiles estabilidades. No es sutil la diferencia, es gigante y cualquier estudiante de derecho o ciencia política de primer año advierte el matiz de manera clara.
Y acá está el contencioso no explícito: algunos creen que se puede correr la raya y no pasa nada, y los demócratas -a carta cabal- consideramos que cualquier vida eliminada, una sola, alcanza para sostener que no se está respetando el acervo democrático. No admitimos jamás un mártir como precio a pagar por ninguna causa. La turba siempre es prepotente, huracanada, solo aporta temor y flagelación a los más débiles.
Este fenómeno de la violencia no acontece solo en nuestro continente, está irrumpiendo hace rato en el mundo occidental y es fruto de una explosión post pandémica donde la gente estuvo encerrada, prisionera de sí misma y acumulando gigantes niveles de toxicidad mental. Ahora explota. Si a esto se agrega una masa monetaria expandida a fuerza de mantener la vida social, el resultado es que todos esos billetes, al circular por el mundo, generan inflación. Y si al cóctel se le agrega el factor distorsivo de Rusia invadiendo a Ucrania y alterando -como consecuencia económica automática- el precio del petróleo, o sea los combustibles, esto es un terremoto. En ese tembladeral -que todos conocemos- estamos. Y nadie tiene muy claro la salida de todo esto, pero hay que seguir con la tenacidad de los marineros de soportar la tormenta y saber que en algún momento todo pasará. Si a este presente le anotamos las redes sociales que logran montar micro revoluciones callejeras en cualquier momento, la cosa está incandescente.
El miedo, el temor y la angustia ganan terreno. Y la ansiedad es la nueva reina del presente. Ante esto conviene preocuparse. En nuestro continente y en Europa se levanta un día un gobierno y a la noche no se sabe quién será el primer ministro o el presidente. La volatilidad política empieza a ser un patrón contagioso. No parece tranquilizador lo que se advierte. Y no es ideológica la lectura, porque si la estabilidad fuera la regla no estaríamos hablando de lo que estamos hablando. Ahora la regla es la montaña rusa en una coreografía que cambia día a día.
Sepa el lector que estamos entonces en un escenario como pocas veces la historia muestra, que oirá soluciones simplonas -ante el desafío acuciante de la hora- de montones de personajes que irrumpirán en escena, y la verdad es que casi ninguno estará diciendo -justamente- la verdad, o muy pocos, y sepa que el camino es complejo. Preste mucha atención porque la venta de buzones será impactante en muchos lados, y estamos tan nerviosos que más de un buzón nos puede resultar atractivo. Los ciudadanos casi siempre queremos oír lo que nos gusta y no necesariamente lo que se adecua a la realidad. No siempre somos racionales. Mejor dicho, casi siempre somos emocionales. (Vilfredo Pareto puro, un genio).
La historia muestra que de situaciones peores otras naciones se reinventaron. Eso sí: salieron enfrentando sus pecados y asumiendo sus culpas (Alemania). La realidad histórica es esa, pero requiere de un cambio de mentalidad, de un esfuerzo colectivo, de olvidar algunas gentes que ya no aportan demasiado y de apostar por una acción profundamente elaborada, sensata y lo más consensuada posible. Repito: consensuada y con sentido común. Ya no sobra nada. Y saber, sí, que nada es gratis, que la generación del presente -lamento tener que informarlo- está desnuda y tiene que ponerse el overol para sacar el barco adelante. Es lo único que hay.
Somos, de vuelta, nuestros mismos abuelos que vinieron con una mano atrás y otra adelante, solo que ahora hay que recorrer el camino con deudas en el bolsillo. Lo que vivimos -en algunas décadas del siglo anterior, a su inicio- en el continente ya lo podemos recordar como un espejismo. Ya ni importa explicar lo que pasó, como se acabó la fortuna de la abuela, ya está, estamos complicados y hay que remontar esta adversidad.
O ponemos coraje y sacrificio o el lodazal será tan gigante que moriremos asfixiados en el barro. No parece que tengamos opciones más que empujar rápido el carro y apuntalar el sentido de patria en cada nación, reconstituyendo una mística actual que nos alimente. La verdad será una buena consejera, aunque duela, ya es hora de asumirla a plenitud.
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