
Extenuada de lidiar con la agonía de los enfermos terminales de COVID-19 en un hospital de Ciudad de México, Teresa Chew dice que sus ánimos flaquean cada que ve por las calles a gente paseando sin cubrebocas, mientras la ocupación de pacientes en el área de urgencias no termina de dar tregua.
Desde hace casi un año que fueron detectados los primeros casos de coronavirus en el país, los trabajadores que atienden la emergencia no han tenido descanso ante el continuo incremento de contagios que esta semana superó el umbral de dos millones de personas infectadas.
“Muchas veces en la noche me pongo a llorar”, se lamentó Chew, una asistente médico de 35 años, encargada de ayudar con el monitoreo de los pulmones de los enfermos más graves. “¿Qué sentido tiene? Es mucho lo que nos estamos esforzando y no sirve de nada, al final de cuentas la gente sigue llegando y se sigue muriendo”.
Con más de 178,000 defunciones, México es uno de los cuatro países del mundo con más decesos relacionados con la pandemia y, según un estudio del Instituto de Evaluación y Métrica de Salud, de la Universidad de Washington, la cifra local de muertos podría rebasar las 200,000 personas para inicios de junio.

Chew ha tratado de combatir la tensión y la angustia saliendo a correr, pero no ha sido suficiente, afirmó la mujer que asegura que desde hace meses comenzó a tener problemas para dormir y a perder cabello.
“Siento que todo lo que hacemos no vale la pena”, aseveró Chew quien vive con el temor de llevar a casa el virus, que hasta ahora cobrado la vida de al menos 3,000 trabajadores médicos en México, una de las peores cifras a nivel global.
Según un reporte sobre prevención del suicidio, divulgado por la Organización Panamericana de la Salud (OPS), la epidemia ha venido exacerbando los niveles de angustia y depresión, particularmente entre los trabajadores de la salud.
El cansancio por las extenuantes jornadas, agravadas por la escasez de personal que obligó a la populosa capital a contratar el año pasado a 585 médicos y enfermeras de Cuba, no son exclusivas del sector salud.

Empleados de funerarias y cementerios también están resintiendo la frustración de la interminable llegada de víctimas mortales.
“Me duele ver tanto sufrimiento”, dijo entre lágrimas Marina Carreón, de 46 años, quien está a cargo de las salas de velación de una funeraria en el sur de la capital, cuya demanda de servicios se disparó al doble el mes pasado, durante el acmé de la pandemia en el país.
“Nunca había experimentado una situación así”, agregó la mujer, quien asegura haber tenido que organizar las exequias de familias casi completas a causa de la epidemia. Carreón, con ocho años en el negocio, dijo que en ocasiones ha llegado a sufrir ataques de ansiedad.
ALGUIEN LO TIENE QUE HACER

De acuerdo con la Asociación Nacional de Directores de Funerarias (ANDF), que aglutina a 150 empresas del sector en el país, desde fines del año pasado cuando el ritmo de infecciones y decesos aceleró, síntomas de fatiga comenzaron a hacer mella entre la planta laboral.
“La carga de trabajo y la carga emocional han sido muy grandes”, aseveró Roberto García, vicepresidente de la ANDF, quien explicó que las preocupaciones entre el personal también se deben a la alta incidencia de contagios, que alcanzarían hasta un 40% de los trabajadores del sector.
Grupo Gayosso, la firma más grande de servicios funerarios en el país, dijo que para aliviar el cansancio de sus empleados implementó un programa de apoyo psicológico y elevó en un 35% su personal operativo. Pero otros trabajadores en el sector han tenido que aprender a lidiar con la fatiga como pueden.
Carlos Cruz, quien se encarga de incinerar los cuerpos de las víctimas de COVID-19 en un cementerio a las afueras de la ciudad, sostiene que hacer reparaciones en casa le ayuda a borrar de su mente los días más aciagos cuando los cadáveres acumulados se han llegado a contar por decenas.
“Es cansado, pero me siento orgulloso por la labor que hacemos”, afirmó. “El trabajo es feo, no es que me guste, pero al final alguien lo tiene que hacer”.
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