
En las inhóspitas extensiones del Ártico canadiense, el descubrimiento de un antiguo rinoceronte ha proporcionado una nueva perspectiva sobre la evolución de los mamíferos y las condiciones de vida en épocas remotas.
Bautizado Epiaceratherium itjilik, este ejemplar fue identificado en la isla Devon, una gran masa terrestre deshabitada ubicada en la bahía de Baffin, en la región de Nunavut, a más de 965 kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico. El hallazgo, detallado en la revista Nature Ecology & Evolution, se remonta a hace unos 23 millones de años, situando a esta especie como el rinoceronte más septentrional jamás descubierto.
El contexto del descubrimiento es tan notable como la criatura misma. Mary Dawson, paleontóloga y curadora emérita del Museo Carnegie de Historia Natural, encontró los primeros huesos de E. itjilik a mediados de la década de 1980 durante exploraciones en el cráter Haughton.
Este cráter, de unos 22,5 kilómetros de diámetro, se formó por el impacto de un asteroide en la época en la que vivió el animal. Lo extraordinario de este escenario es que presenta condiciones ideales para la conservación de fósiles, lo que permitió a los científicos recuperar aproximadamente el 75% del esqueleto tras varias campañas de excavación durante más de dos décadas.

Según informó la revista Smithsonian Magazine, las características morfológicas de Epiaceratherium itjilik lo distinguen de otros rinocerontes extintos y modernos. Era de proporciones modestas, comparable al tamaño de un poni pequeño; sus hombros alcanzaban probablemente un metro de altura. A diferencia de sus parientes actuales, carecía de cuerno, presentando una nariz y boca estrechas, optimizadas para alimentarse de hojas de árboles y arbustos, un rasgo adaptativo a su entorno boscoso.
Su anatomía también mostraba una peculiaridad: tenía cuatro dedos en cada pata, a diferencia de los tres típicos de la mayoría de los rinocerontes actuales. El análisis de los dientes sugirió que el espécimen descubierto era una hembra de entre 10 y 15 años de edad. Dado el ambiente desafiante y las largas noches invernales, los científicos especulan que quizás estuvo cubierto de pelo, aunque aún resta confirmar este rasgo.
Para comprender la vida de E. itjilik, es fundamental analizar el entorno en el que habitó. Durante el Mioceno temprano, el norte de Canadá era radicalmente distinto a su estado actual. La región, lejos de ser un desierto polar, albergaba extensos bosques de pinos, abetos, alisos, alerces y abedules, con un clima templado y húmedo semejante al que hoy se encuentra en el sur de Ontario o el norte de Nueva York.
Los veranos disfrutaban de temperaturas agradables y sol, mientras que los inviernos, aunque nevados y con largas temporadas de oscuridad, eran menos extremos que los actualmente registrados en latitudes similares. Las adaptaciones morfológicas de E. itjilik sugieren estrategias de subsistencia para soportar meses con escasa o nula luz solar.

Según informó CBC News, el proceso de investigación de estos restos ha sido meticuloso y prolongado. Tras su descubrimiento inicial, los huesos de E. itjilik desencadenaron dudas en los especialistas, quienes no lograron identificarlos rápidamente como pertenecientes a una especie conocida.
Dawson y sus colegas regresaron en repetidas ocasiones al cráter Haughton para obtener más restos, y fue solo después de casi cuatro décadas que los científicos, empleando técnicas modernas, lograron identificar de manera concluyente la especie. Parte del material estaba conservado tridimensionalmente y solo parcialmente reemplazado por minerales, lo que permitió a los equipos llevar a cabo análisis detallados, incluyendo la extracción y estudio de proteínas conservadas en el esmalte dental.
Donald Prothero, paleontólogo de la Universidad Politécnica Estatal de California, Pomona, explicó que uno de los hallazgos más relevantes del análisis evolutivo es que E. itjilik no guarda parentesco estrecho con otras especies prehistóricas de rinocerontes halladas en Norteamérica, como Teleoceras major o Floridaceras whitei.
En cambio, los científicos hallaron similitudes con especies provenientes de Europa, Oriente Medio y el suroeste asiático, deducción a la que llegaron tras analizar la composición proteica de los restos fósiles y comparar estos datos con el árbol genealógico conocido de los rinocerontes.

Este resultado llevó a rehacer teorías sobre la migración de grandes mamíferos hacia América del Norte. La hipótesis que cobra fuerza es la posible existencia prolongada del puente terrestre del Atlántico Norte, una antigua conexión entre Europa y América del Norte que, según la paleontología clásica, habría desaparecido hace unos 50 millones de años durante el Eoceno temprano.
No obstante, la presencia de especies como E. itjilik sugiere que dicho puente pudo ser transitable para mamíferos mucho más tiempo, quizás fragmentado en islas o unido por hielo estacional, permitiendo eventuales cruces. Sin embargo, esta idea es controvertida y genera debate entre expertos, quienes argumentan que contradice parte de la evidencia geológica vigente.
“Los huesos fósiles se encuentran en excelente estado”, afirma Marisa Gilbert, paleobióloga del Museo Canadiense de la Naturaleza y coautora del estudio, en un comunicado. “Están conservados tridimensionalmente y solo han sido parcialmente reemplazados por minerales”, agregó.
Más allá de las polémicas, el descubrimiento de Epiaceratherium itjilik coloca al Ártico canadiense en el centro de la investigación sobre la evolución de los mamíferos. Los hallazgos invitan a los paleontólogos a considerar que otros grandes fósiles, incluidos los de camellos o caballos, puedan estar ocultos bajo el cráter Haughton. Para la comunidad científica, la existencia de esta especie demuestra que el Ártico tuvo un peso significativo en la evolución y dispersión de los mamíferos, cambiando la percepción tradicional que identifica a los trópicos como únicos epicentros de biodiversidad.
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