“¡¡¡Desagradecidos!!!”, gritó el general Augusto Pinochet con rostro desencajado. No podía creer que los obreros de la construcción que estaban levantando el nuevo edificio del Congreso Nacional, en Valparaíso, lo estuvieran chiflando y abucheando. Cuando comenzaron los golpes de pala contra los hierros de los cimientos, Pinochet dio media vuelta como si estuviera revisando a las tropas y se retiró indignado. Era la imagen perfecta de ese general en el que había confiado el presidente depuesto Salvador Allende y que terminó encabezando el golpe de Estado. El hombre que estaba convencido de que había “liberado” a Chile y que iba a seguir en el poder, con mano de hierro, hasta la eternidad. Él que estaba construyendo una nueva sede del Poder Legislativo pensando en una supuesta apertura. Claro que lo había trasladado a 100 kilómetros de Santiago, bien lejos del Palacio de La Moneda, donde él pensaba perpetuarse. Lo “daba todo” y se lo pagaban con nada. Bueno, con la repulsa.
Otro general, el “mamo” Contreras, que dirigía la Dirección Nacional de Inteligencia especializada en torturas y desapariciones, se encargó de hacer desaparecer cualquier rastro de lo ocurrido. Los camarógrafos de la Televisión Nacional, el Canal 13 y la Presidencia habían grabado la escena. La orden fue tajante: si llega a salir alguna noticia del asunto, “los vendremos a buscar, al tiro”. Sus esbirros confiscaron todas las imágenes y las destruyeron. O eso creían. Unos meses más tarde, a fines de 1988, un colega corresponsal de una cadena de televisión estadounidense me mostró las imágenes. Las había comprado a un camarógrafo amigo que había logrado hacer una copia inmediatamente después del hecho en un canal de Valparaíso. Pinochet acababa de perder el plebiscito por el que pensaba legitimar su poder y el clima en Santiago era de terror. De todos modos, varios corresponsales decidimos editar el material y darlo a conocer en la misma semana alrededor del mundo. Cuando nos vinieron a buscar un grupo de esos tipos trajeados y bigote recortado, ya hacía unos días que no íbamos por la oficina. Una llamada certera del Departamento de Estado de Washington calmó las aguas. Pero “una fuente cercana” a Pinochet nos dijo que el general estaba “en llamas”. Festejamos con un carmenere de la bodega Los Vascos (sí, lo recuerdo porque esa semana había estado en esa viña de Colchagua donde me regalaron la botella).

La segunda vez que salté de alegría fue en octubre de 1998 cuando Pinochet fue detenido en Londres. Ocurrió mientras el ex comandante en jefe se encontraba internado en la London Clinic debido a una intervención quirúrgica por una hernia en la zona lumbar. Fue por orden del juez español Baltazar Garzón en representación de las familias de los ciudadanos españoles desaparecidos en Chile durante el periodo de dictadura. Dicen los que estaban ahí que el general volvió a indignarse tanto como cuando los obreros lo abuchearon. Su amiga Margaret Thatcher no pudo salvarlo de semejante sinsabor. Estuvo 503 días en prisión domiciliaria. Cuatro médicos y un neurosicólogo determinaron que no estaba en buen estado de salud como para soportar un juicio y lo soltaron. El “moribundo” Pinochet llegó a Santiago el 2 de marzo, rechazó la silla de ruedas y caminó sonriente saludando a los nostálgicos de su régimen que habían ido a recibirlo.
La tercera vez que tuve ganas de saltar, no lo pude hacer. No me alegro de la muerte de nadie, ni siquiera de Pinochet. Pero sí sentí lo que bien expresa el antiguo refrán de “muerto el perro, muerta la rabia”. Más que una alegría fue un alivio. El mismo que sintieron la gran mayoría de los chilenos que estaban consolidando una muy exitosa transición democrática. Fue el 10 de diciembre de 2006, hace exactamente hoy 15 años. El general dejó pendientes 300 cargos por violaciones a los derechos humanos, evasión de impuestos y malversación durante los 17 años en que usurpó el poder y la justificación de cómo había acumulado al menos 28 millones de dólares con su sueldo de militar.

El país seguía polarizado, una mayoría festejaba y los nostálgicos lloraban. Los uniformados le dieron una despedida de ex comandante en la Escuela Militar de Santiago y se hizo una larga cola en el barrio de Las Condes para despedirlo. Los rostros de los asistentes, que veía por televisión, me hacían acordar a otras intervenciones de Pinochet cuando aún ostentaba el poder. Señoras mayores que gritaban “¡prensa extranjera, mentirosa y embustera!” mientras unos tipejos lanzaban desde atrás monedas de cobre que abrieron más de una cabeza de periodista. Michelle Bachelet, la entonces presidenta, le negó el funeral de Estado que reclamaba la familia y los nostálgicos. Tenía más que motivos, su padre fue un general de brigada de la Fuerza Aérea apresado el 11 de septiembre de 1973 por permanecer fiel al gobierno constitucional de Salvador Allende y que murió en la cárcel. Ella misma fue torturada junto a su madre en el centro clandestino de Villa Grimaldi.
Pinochet murió, pero el pinochetismo goza de buena salud. Durante años, los nostálgicos se abroquelaron en los dos partidos de derecha que habían apoyado la dictadura, Renovación Nacional (de donde salió el presidente Sebastián Piñera, aunque él siempre se opuso a la continuidad de Pinochet) y la Unión Democrática Independiente, la UDI, armada alrededor de los civiles que daban letra a los militares. Intentaron despegarse de ese pasado y aceptaron las reglas democráticas. Se alternaron en el poder con la Concertación de centro-izquierda. Se civilizaron. Hasta que apareció José Antonio Kast, el candidato de extrema derecha, salido de la UDI, que compite la próxima semana (el domingo 19) con Gabriel Boric, de la izquierda, en la segunda vuelta de las presidenciales. Kast reivindica a Pinochet, más allá de que también aglomeró a su alrededor a los chilenos que detestan el caos de las protestas y tienen miedo de que el país revierta todo lo que se avanzó hasta ahora en desarrollo económico.

Kast habla con lenguaje pinochetista. Dice “pronunciamiento militar” en vez de golpe de Estado o “gobierno militar” en vez de dictadura. Delante de un grupo de corresponsales, el mes pasado, este hijo de un guardia nazi, explicó de esta manera por qué separa al pinochetismo de otras dictaduras: “No hay punto de comparación con lo que ocurre en las dictaduras de Cuba, donde llevan más de 70 años de dictadura, ni con la narcodictadura de Venezuela y ni con la dictadura de (Daniel) Ortega en Nicaragua…Dígame si las dictaduras entregan el poder a la democracia y si hacen una transición a la democracia y se respeta. Eso es lo que no hacen otros países y en Chile se hizo”.
Muchos de los ahora seguidores de Kast estaban en los alrededores del Hospital Militar de Santiago cuando a las 14:15 del domingo 10 de diciembre de 2006 los médicos dieron por muerto a Pinochet. Tenía 91 años. Los nostálgicos estaban frente al edificio en vigilia desde una hacía una semana, cuando lo ingresaron por un infarto de miocardio. Al enterarse de la noticia lloraron mientras mostraban fotos de un general joven y semisonriente y cada tanto se lanzaban a cantar “Puro Chile…”, el himno nacional. Un rato más tarde, la histórica Alameda Bernardo O’Higgins comenzó a llenarse de gente que celebraba y gritaba “ya cayó, ya murió el dictador”. Todo terminó en la madrugada, con algunos disturbios y varios embriagados cantando canciones de Los Prisioneros y recitando poemas de Neruda.
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