
La reciente publicación de la Conferencia Episcopal Venezolana (CEV) con motivo de la Navidad 2025 ha provocado opiniones encontradas entre fieles y líderes religiosos. Entre las voces críticas dos resaltan, la del exparlamentario Johnny Díaz Apitz para quien “cuando la Iglesia no denuncia con claridad, su palabra se convierte en coartada” y la del Fray Giovanni Luisio aseverando que “en Venezuela, decir la verdad es un acto de alto riesgo, pero el silencio no puede ser complicidad”.
Fray Giovanni Luisio, Caballero Templario Laico Consagrado de la Asociación Canónica de la Iglesia Católica Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, advierte sobre el riesgo de equiparar la violencia verbal de las víctimas con la de quienes ostentan el poder.
Para Fray Giovanni Luisio, la paz no debe entenderse como ausencia de conflicto, sino como la presencia activa de la justicia. “Para el ciudadano que ha visto a sus hijos morir por una bandera o ser encarcelados por pensar distinto, la justicia no es un concepto abstracto, sino una urgencia vital”, enfatizó.
El religioso subraya que, en un contexto donde decir la verdad implica riesgos, la prudencia es indispensable, pero advierte que el silencio no debe convertirse en cómplice de la injusticia. El pueblo venezolano, afirma, cuestiona cómo construir la paz cuando el diálogo se utiliza para ganar tiempo y los salarios permanecen en niveles críticos.

“Tras innumerables intentos fallidos y burlas sistemáticas, el diálogo ha servido para que se ‘pateen’ acuerdos y se ignoren masacres”, agregó en referencia a los numerosos diálogos para superar la crisis venezolana, el último de ellos el Acuerdo de Barbados, que debía garantizar elecciones libres, pero finalmente su resultado no fue acatado por Nicolás Maduro.
En su llamado a los obispos, Fray Giovanni Luisio instó a que el mensaje episcopal trascienda la mera declaración de principios y se convierta en un compromiso activo con quienes sienten que la única paz ofrecida es la de los cementerios. “La verdadera paz es desarmada, sí, pero debe ser valiente para señalar la injusticia sin ambages”, sostuvo.
Proteger al pueblo
Si bien reconoce la valentía del comunicado de la CEV al denunciar el empobrecimiento generalizado, la inflación y el sufrimiento de profesionales con salarios de miseria, advierte que “no podemos pedirle a un pueblo que ‘ponga la otra mejilla’ de manera infinita si no hay una autoridad moral que denuncie, con nombre y apellido, a quienes causan el escándalo de la pobreza y la muerte”.
El mensaje navideño, según Fray Giovanni Luisio Mass, debe ser bálsamo y denuncia. No basta con declaraciones de principios; se requiere un compromiso activo y valiente para señalar la injusticia y proteger al pueblo de quienes perpetúan la pobreza y la muerte.

Asimismo, el Caballero Templario subraya la importancia de colocar la dignidad humana por encima de intereses ideológicos y condena la mentira sistémica que ha marcado la historia reciente del país.
No obstante, el mensaje episcopal enfrenta críticas por la ambigüedad en el uso del término “diálogo”, percibido por muchos como una herramienta de manipulación política. Tras múltiples intentos fallidos, el diálogo ha sido visto como un mecanismo para dilatar acuerdos y evadir responsabilidades ante graves violaciones de derechos humanos.
En este contexto, se recuerda la advertencia del Papa Francisco: “Con el mal no se dialoga”. El pontífice fue claro al afirmar que dialogar con el mal es perderse.
Finalmente, el llamado de Fray Giovanni Luisio es a que los pastores sean verdaderos protectores de su rebaño, fortalecidos por la mirada de Jesús, para enfrentar los desafíos actuales y no ceder ante los lobos disfrazados de diálogo.

Más preguntas que consuelo
Por su parte Johnny Díaz Apitz, ex parlamentario del antiguo Congreso de la República de Venezuela, considera que “cuando la Conferencia Episcopal Venezolana publica un mensaje navideño y lo coloca sobre el país como si fuera una manta de consuelo, lo mínimo que se espera es que esa manta no tape la herida, no esconda al agresor y no proteja al verdugo”.
En la Venezuela actual, el significado de palabras como “paz”, “diálogo” o “fraternidad” ha cambiado de manera inquietante. Ya no son solo conceptos nobles, sino banderas que pueden resultar peligrosas cuando son apropiadas por el poder y utilizadas como parte de la propaganda oficial.
Lo que ha generado indignación en amplios sectores no es que los obispos hablen de paz, porque la Iglesia tiene ese mandato, sino que lo hagan con silencios y omisiones que resultan estruendosos. ¿Dónde quedaron aquellas enérgicas denuncias encabezadas desde Roma por el cardenal Baltazar Porras? Y por ello “fue atacado, insultado, vejado y ofendido”.
El escándalo radica en que el mensaje episcopal, tanto en su estructura como en su énfasis, termina ofreciendo una descripción de país ajena a la realidad. Dibuja, según Díaz Apitz, “un país que no existe, y más grave aún: termina siendo útil al poder que ha arrastrado a Venezuela a una de las crisis humanas, políticas y morales más profundas de su historia contemporánea”.

Cuestiona el exparlamentario que el comunicado de los obispos no dedica una sola línea a los presos políticos y militares, ni a los menores y ancianos encarcelados. No hay mención de los secuestros ni del terrorismo de Estado que sufren quienes piensan diferente, víctimas de una maquinaria represiva que actúa con métodos dignos de los peores regímenes de la historia.
No se trata de un ataque a la fe ni a la Iglesia como comunidad, sino de una denuncia a una postura institucional que, por omisión y error de enfoque, se vuelve éticamente irresponsable en el contexto venezolano.
En el lugar equivocado
Díaz Apitz asevera que Venezuela, es cierto, es un pueblo pacífico, pero no vive en paz. Decirle a la nación “somos gente de paz” sin explicar qué fuerzas destruyen esa paz, equivale a sembrar confusión en lugar de esperanza. La palabra “paz” ha sido utilizada por el régimen como sinónimo de obediencia y excusa para reprimir, disfrazando la amenaza bajo un ropaje conciliador.
La paz real no es solo una sensación, sino la posibilidad de vivir sin miedo. “Y hoy el venezolano vive con miedo: miedo a hablar, miedo a protestar, miedo a opinar, miedo a ser señalado, miedo a que lo busquen, miedo a que le inventen un delito, miedo a perderlo todo por una palabra o por una idea. Esa no es paz. Eso es sometimiento”, advierte.

Agrega que si la Iglesia decide hablar de paz, debe hacerlo con precisión y verdad: no hay paz donde se encarcela por pensar distinto, donde se persigue al disidente y se castiga la conciencia.
Uno de los puntos más cuestionados del comunicado es su alarma ante una supuesta amenaza militar extranjera. Pone el foco en hipotéticos peligros foráneos, ignorando la guerra diaria y real que enfrenta el venezolano: represión, persecución, cárcel, hambre, exilio y destrucción institucional. La verdadera guerra no es un rumor ni una hipótesis, sino una política vigente.
Cuando el comunicado episcopal prioriza la amenaza externa y minimiza la interna, el mensaje queda moralmente desbalanceado: mira al horizonte con preocupación y al drama cotidiano con tibieza.
La declaración reconoce, de manera vaga, la “privación de libertad por pensar distinto”, pero evita nombrar a los responsables. En Venezuela, esa omisión tiene consecuencias: convierte el crimen político en una sombra anónima, como si los presos surgieran por generación espontánea y no existieran cadenas de mando, aparatos represivos y tribunales sometidos.

Cuando no se señala al responsable, el agresor se siente seguro y la víctima, abandonada. La Iglesia, al evitar mencionar al verdadero opresor, deja sola a la sociedad civil.
El “diálogo” como coartada
El comunicado invoca el diálogo, pero Díaz dice que en Venezuela esa palabra se ha vaciado de contenido tras años de simulacros, promesas incumplidas y represión renovada. Un diálogo sin verdad ni justicia es solo una excusa para ganar tiempo y oxigenar al poder. No se dialoga con una bota en el cuello, con presos como rehenes ni mientras se ignora la voluntad popular.
Llamar al diálogo de manera abstracta suena más a resignación que a esperanza cristiana.
Aunado a eso, en menos de tres décadas, Venezuela fue llevada a la ruina moral, institucional y material. Millones migraron, el salario colapsó, la salud y la educación se destruyeron, y la corrupción se volvió sistema. El comunicado reduce esta tragedia a un simple “clima de tensiones”, diluyendo la responsabilidad de quienes provocaron el desastre.

No duele que la Iglesia cite el Evangelio, sino que lo use para suavizar la denuncia en un país de víctimas reales. El cristianismo no puede ser neutral ante la injusticia. Un pastor no consuela al lobo ni pide a la oveja que dialogue. Evitar nombrar al agresor, concentrándose en factores externos, convierte la fe en un barniz que disimula el crimen.
Al servicio del poder
Por su tono y silencios, el mensaje de la Conferencia Episcopal termina siendo funcional al régimen. Ofrece frases que el poder puede convertir en propaganda: “hasta los obispos se preocupan por la acción militar externa”. Mientras tanto, la verdadera guerra, la interna, queda relegada, desdibujada y sin responsable claro.
Esta denuncia no es trivial: representa una falla moral. Cuando desde el púlpito se elude la verdad, las víctimas pierden voz y el opresor gana legitimidad. Venezuela no necesita comunicados diplomáticos, sino mensajes claros y veraces: sin verdad, no hay justicia, y sin justicia no hay paz.
En definitiva, considera Díaz Apitz, el comunicado episcopal, lejos de ser un freno ético al abuso, corre el riesgo de servir como escudo político para el régimen. Su ambigüedad y silencio permiten que el poder lo exhiba ante la comunidad internacional como prueba de supuesta legitimidad.
Dice el exparlamentario que cuando la Iglesia opta por la ambigüedad, su palabra se convierte en coartada. Y cuando la verdad se disuelve en diplomacia, quien gana es el opresor. “Cuando el mensaje evita nombrar al agresor y se concentra en factores externos, se corre el riesgo de que la fe sea usada como barniz. Y el barniz sirve para una cosa: para que el crimen se vea menos feo”.
Finaliza diciendo que “cuando la verdad se diluye en un lenguaje diplomático, el opresor gana espacio, tiempo y legitimidad. La historia juzgará no solo a quienes oprimen, sino también a quienes, pudiendo hablar con claridad, eligieron el silencio o la ambigüedad”.
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