Los asesinatos de transportistas en Lima Metropolitana siguen creciendo, y las familias de las víctimas se enfrentan al dolor y la impotencia que dejan las mafias dedicadas a la extorsión, mientras el miedo se apodera de los conductores que aún se atreven a salir a trabajar.
Según informó Punto Final, los crímenes continúan, y el número de víctimas fatales de la violencia vinculada a la extorsión no deja de aumentar. Solo la semana pasada, al menos dos conductores más perdieron la vida, lo que eleva a 15 las muertes registradas en lo que va del 2025.
Uno de los últimos casos fue el asesinato de Paul López, un conductor con 15 años de experiencia al volante, quien fue ejecutado el pasado miércoles 2 de abril en la zona norte de Lima. Según su hermano, la situación de Paul aparentemente ya se había “arreglado”, tras las amenazas de extorsión que recibía de parte de los delincuentes.
“El miércoles ya no regresó más. Ni un policía nos ha venido a decir: ‘Oye, lo siento. Me equivoqué, le fallé a tu hermano. Le fallé a la sociedad. Perdóname, mataron a tu hermano, voy a procurar que no vuelva a pasar’. Eso no pasa. No pasa”, expresó entre lágrimas el familiar de la víctima al dominical.
“Si no me pagas...”
Paul López, quien tenía 52 años, era un hombre cariñoso, siempre lleno de vida y alegría. Sus seres queridos recuerdan cómo lo veían bailar sin música, cómo demostraba su amor en cualquier lugar, sin reservas ni vergüenza. Sin embargo, sus sueños quedaron truncos.
La extorsión que azota a diario a numerosos choferes de transporte público se llevó su vida de forma brutal: dos disparos a quemarropa acabaron con su existencia, mientras él seguía trabajando con la esperanza de que la situación ya se había calmado.

Su muerte es el reflejo de un problema mucho mayor. Según sus compañeros de trabajo, la empresa Aquarius, donde López laboraba, había sido amenazada repetidamente por grupos de extorsionadores. La situación de inseguridad se volvió insostenible para los conductores, quienes veían cómo los sicarios exigían hasta 20 soles diarios por unidad, o, de lo contrario, la muerte sería el precio a pagar.
“Si no me pagas, me llevo un chofer y lo secuestro”, era la amenaza constante que los trabajadores debían enfrentar, mientras los criminales aumentaban su presión para que los choferes cayeran en su red de extorsión.
El hermano de Paul relató que las amenazas comenzaron semanas antes del asesinato, pero las autoridades no tomaron medidas efectivas para garantizar la seguridad de los conductores. Aunque en un principio los responsables del transporte pensaron que la situación había mejorado, la realidad fue otra. “La señora de la empresa me dijo que ya habían arreglado con los extorsionadores. ¿Cómo vas a arreglar con un extorsionador? No entiendo”, cuestionó el hermano de López.

Según los testimonios de otros conductores, como Manuel, compañero de Paul y quien lleva 20 años en las calles de Lima, la situación está fuera de control. “Salimos con miedo, mirando a todos lados, sin saber si el próximo que suba al bus es un delincuente o un pasajero inocente”, declaró.
Lo que muchos no comprenden es que detrás de cada muerte hay una familia destruida. Hijos que se quedan sin padre, esposas que pierden al hombre que amaban, y madres que nunca volverán a abrazar a sus hijos.
Otro conductor asesinado
La muerte de Laimer Benigno, otro conductor de la misma empresa, que también fue asesinado por sicarios, muestra la magnitud del problema. Benigno, al igual que Paul, era un hombre trabajador que vivía para su familia, y que, sin embargo, se convirtió en una víctima más de la criminalidad.

Las empresas de transporte de Lima, especialmente en la zona norte, se encuentran paralizadas por el miedo. La amenaza de los extorsionadores es tan fuerte que muchos conductores se niegan a salir a trabajar, lo que afecta gravemente la movilidad en la ciudad. Las rutas están a merced de los criminales, que cobran una “protección” diaria a cambio de no atentar contra la vida de los choferes.
El miedo es palpable. En los rostros de los conductores que aún se atrevan a trabajar se reflejan las cicatrices de la violencia. “Tengo que salir a mi puerta y pedirle a Dios que me vaya bien”, comentó uno de los conductores, cuya familia no sabe si verá de nuevo a su ser querido tras cada jornada laboral. La incertidumbre y el temor han marcado la vida de quienes antes solo pensaban en llevar el pan a sus casas, pero hoy tienen que preocuparse por no ser víctimas de la violencia que asola las calles de Lima.
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