
Una vez más, la combinación entre el exceso de confianza, el triunfalismo y la mala praxis del oficialismo, conspiraron contra el logro de objetivos políticos que -a priori- parecían mucho más alcanzables que hasta no poco tiempo atrás.
El debut del “nuevo” Congreso estuvo, en este sentido, muy lejos de lo que el Gobierno imaginaba como una marcha triunfal. Pese a contar con un bloque oficialista robustecido tanto por la aritmética electoral como por la cooptación de sectores de la oposición, y tras haber negociado durante semanas con un grupo de gobernadores y aliados, el oficialismo sufrió un duro traspié en el vertiginoso comienzo de las sesiones extraordinarias del Congreso de la Nación.
Demasiado confiado por los vientos favorables que, tras la victoria electoral del pasado 26 de octubre, parecían insuflar nuevos bríos al proyecto libertario, el gobierno volvió a cometer errores no forzados que, a la luz de la posición favorable que hoy ostenta y lo que debiera haber sido una forzosa “curva de aprendizaje” durante los dos primeros años de gestión, resultan difíciles de explicar.
Lo sucedido con el Presupuesto 2026 sintetiza con particular crudeza la persistencia de una praxis política deficiente que, aún ante un escenario propicio por la fortaleza propia y la manifiesta debilidad opositora, no solo no produce los efectos deseados sino que acaba materializando un resultado a todas luces contradictorio y generando un problema de difícil solución a la vista.
¿Cómo explica un gobierno que venera la disciplina fiscal en el altar de su religión que terminó aprobando uno de los presupuestos más deficitarios de la historia reciente? Claramente, en un contexto donde ostenta la primera minoría en la Cámara de Diputados y maneja la agenda parlamentaria, ya no puede alegar la responsabilidad de “mandriles” ni “degenerados” fiscales. El daño autoinfligido es a todas luces producto de la propia torpeza.
Sea por un nuevo “error de cálculo”, el ya tradicional exceso de confianza o la persistencia de altas dosis de improvisación, la caída del capítulo completo del proyecto de Presupuesto en el que el oficialismo había incluido tanto los acuerdos económicos -condonación de deudas a empresas- como los acuerdos políticos -fondos para la Ciudad de Buenos y para el Poder Judicial- que, junto al reparto de más de 60 mil millones de pesos en ATN a ciertas provincias, harían posible la construcción del consenso necesario para aprobar la iniciativa, fue la consecuencia previsible de una mala estrategia política.
Es que la decisión de incorporar a último momento en ese mismo apartado la derogación de las leyes de emergencia en discapacidad y de financiamiento universitario, y forzar luego una votación por capítulos del proyecto en consideración, acabó por detonar lo que debiera haber sido el primer triunfo parlamentario del renovado oficialismo.
El oficialismo necesitaba un Presupuesto que apuntalara sus políticas económicas y proyectara hacia los mercados una imagen de gobernabilidad, previsibilidad y robustez política, y acabó por tener una media sanción que no solo no le sirve sino que le genera múltiples problemas con respecto a cómo proceder en el Senado y ante una eventual sanción definitiva. Un escenario tan delirante que no excluye la posibilidad de que el propio presidente acabe ventando el proyecto que él mismo impulsó.
Todo esto con varios agravantes. En primer lugar, el retroceso en la relación con los principales aliados parlamentarios y gobernadores dialoguistas que, o bien se sintieron chantajeados por el oficialismo, o -como en el caso de Provincias Unidas- excluidos de las negociaciones. En segundo lugar, por la sorprendente decisión de avanzar -luego del papelón del presupuesto- con un nombramiento de los miembros de la AGN acordados tras bambalinas con el kirchnerismo y el gobernador salteño Sáenz que provocó profundo malestar en el PRO. Y, por último, las estribaciones de estos sucesos en el Senado, no solo por los interrogantes respecto a cuál será la estrategia de cara a la votación del presupuesto prevista para el próximo 26 de diciembre, sino por efectos ya muy concretos sobre una reforma laboral cuyo abordaje terminó posponiéndose para febrero.
Como sea, una decisión muy difícil de explicar racionalmente. ¿Por qué un gobierno necesitado de mostrar su capacidad para transformar el respaldo popular en logros concretos en materia política y económica, autoboicotea sus objetivos incorporando temas más cercanos a la “batalla cultural” que a la agenda de prioridades inmediatas? ¿Fue solo un error de cálculo y una sobreestimación del poder de “chantaje” sobre sus aliados? ¿O es producto de un inquietante desacople con una realidad que, aunque pueda serle más favorable que antes, sigue demandando de acuerdos mínimos y pasos firmes?
Así las cosas, un oficialismo todavía viviendo en los faustos de la contundente victoria electoral sufrió un duro golpe de una realidad que aún sigue siendo irreductible a los deseos de Milei de “ir por todo” y a como dé lugar, y que da cuentas de que el efecto alineamiento que el presidente imaginaba tras la victoria electoral no opera de la forma imaginada: 95 diputados son suficientes para ostentar la primera minoría, pero aún faltan más de 30 voluntades para poder convertir las iniciativas en realidad.
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