Alquileres para nadie

En los contratos de nuestro país no se puede pactar libremente el plazo ni el precio ni los accesorios ni las garantías. Y en caso de incumplimiento la Justicia favorece al deudor, premiando al inquilino incumplidor

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Cristian Gastón Taylor
Cristian Gastón Taylor

En pocas áreas se nota tanto los enormes daños que causa la intervención estatal en asuntos privados como en los alquileres. En vistas de que la clase política parece haber advertido el sonoro y anunciado fracaso de la paupérrima ley de alquileres votada en 2020, y de que se está rediscutiendo nuevamente el tema, es necesario exponer aquí nuestro aporte.

Históricamente el contrato de alquiler ha estado fuertemente regulado por el Estado bajo el absurdo argumento de que hay que proteger a los más “débiles”, es decir, a los inquilinos, quienes, al ser todos tontos e ignorantes, deben ser protegidos de sí mismos y de los malvados propietarios.

Para eso se reduce al mínimo la libertad de contratación y se imponen reglas contractuales más allá de la voluntad de las partes, incluso cuando estemos hablando de algo tan eminentemente privado como dos personas pactando un precio de dinero a cambio del uso de una propiedad particular.

Este paternalismo ridículo, ya de por sí muy negativo, se agravó tremendamente con la ley de alquileres de 2020.

Recordemos brevemente algunos aspectos de la legislación actual y los perjuicios que causan y veremos por qué la mejor opción para todos es la libertad.

Se impone un plazo mínimo, antes de dos años, hoy de tres. Eso significa que si el dueño y el inquilino pactan un plazo menor (por ejemplo, un año), en un eventual juicio se va a considerar que el plazo del contrato es de tres años.

En el contexto inflacionario crónico en el que vivimos, naturalmente esta exigencia encarece el valor locativo ya que el dueño hace las previsiones del caso ante la incertidumbre sobre los valores futuros.

Este perjuicio para el inquilino se agrava sustancialmente con la nueva ley, que, en el caso de alquileres de vivienda, prohíbe a las partes pactar libremente los ajustes de precio, que ahora surgen imperativamente de un índice estatal anual.

Así tenemos un contrato en el que, increíblemente, las partes no pueden convenir ni el plazo ni el precio a partir del segundo año. Evidentemente esto aumenta la incertidumbre de la cual, previsiblemente, el propietario buscará cubrirse.

Por otro lado, con un plazo mínimo tan extenso, los propietarios que estén considerando vender su propiedad no la alquilan ya que, ante una eventual venta, deben entregarla desocupada al comprador. Esto conduce inexorablemente a una menor oferta de alquileres, lo que, a su vez, conduce a un aumento del valor de los mismos.

La imposición de un ajuste mediante un índice estatal es sencillamente un despropósito que violenta el más elemental sentido común.

Las partes solo pueden pactar el precio del primer año sin tener la más pálida idea de cuánto deberán cobrar y pagar el segundo año y, mucho menos, el tercero. Una vez más, esto genera una gran incertidumbre, lo cual, a su vez, afecta principalmente al inquilino.

Al mismo tiempo, la ley prohíbe cobrarle a los inquilinos tributos sobre la propiedad y es confusa respecto a las expensas, por lo que, nuevamente, se empuja al propietario a incluir dichos conceptos en el valor del alquiler, lo que vuelve a perjudicar al inquilino.

Todas estas regulaciones absurdas y farragosas pueden llevar en no pocos casos a que la gente pretenda eludirlas con simulaciones jurídicas o, simplemente, las ignore exponiéndose a consecuencias disvaliosas.

Un efecto extremadamente común de las intromisiones estatales desmedidas: la sociedad empujada a la ilegalidad.

Párrafo aparte merece la estrafalaria regulación sobre las garantías, mediante la cual la ley establece un menú fijo de cinco clases de garantías, de las cuales el inquilino deberá ofrecer al menos dos, de las cuales el propietario “deberá” aceptar al menos uno.

Semejante payasada no sólo arrasa con todo atisbo de libertad contractual sino que revela una ignorancia colosal de la realidad.

Como, afortunadamente, en nuestro país existe el Derecho de Propiedad, nadie está obligado a alquilar su inmueble, pudiendo perfectamente mantenerlo desocupado o prestarlo.

Consecuencia lógica de esto es que si la garantía ofrecida por el inquilino no satisface al propietario, éste puede perfectamente negarse a alquilarle, lo que significa que no se puede “imponer” una garantía como surge del texto de la ley, que en su cándido paternalismo ignora que vivimos en una sociedad libre.

O sea, los contratantes deberán ponerse de acuerdo independientemente de lo que diga la ley, que terminará siendo ignorada, como ocurre cada vez que los legisladores quieren decirnos como vivir la vida.

Finalmente, tanto la ley como casi todos los dirigentes políticos, ignoran que la verdadera y única razón por la que se exigen garantías en los contratos de locación es la excesiva duración de los juicios de desalojos, una de las más graves violaciones al derecho de propiedad que sufre nuestro país desde hace décadas.

Tanto los montos del alquiler como las exigencias respecto a las garantías se piensan en función de la duración que tendrá el juicio de desalojo, los gastos del mismo y los eventuales daños que pudiera ocasionar el locatario.

Todo esto porque la mayoría de nuestros jueces, muchos formados y designados durante gobiernos marcadamente populistas, no respetan el derecho humano a la propiedad. A veces ni siquiera parecen entenderlo del todo, por lo que, a caballo de posiciones sensibleras y ajurídicas, tienden a interpretar la legislación siempre en contra del desalojo y en favor del incumplidor.

En resumen, en los contratos de alquiler de nuestro país no se puede pactar libremente el plazo ni el precio ni los accesorios ni las garantías. Y en caso de incumplimiento la Justicia favorece al deudor, premiando al inquilino incumplidor y sancionando, en consecuencia, al inquilino cumplidor.

La inexistencia de créditos accesibles y los desincentivos a la construcción completan una tormenta perfecta. En ambos casos son consecuencia de la total falta de seguridad jurídica de la que hablábamos en nuestra anterior nota.

Es así que el inquilino ve como el valor del alquiler aumenta por las previsiones del dueño debidas a una plazo mínimo excesivo, vuelve a aumentar por la reducción de la oferta debido a ese mismo plazo, vuelve a aumentar por la aplicación de un ajuste estatal y futuro que no puede negociar, vuelve a aumentar por la existencia de una Justicia que premia a los inquilinos incumplidores y vuelve a aumentar por falta de construcción y créditos.

La solución a esta situación desoladora es evidente y es la libertad.

Si las personas pudieran negociar libremente la duración de los contratos, el monto inicial y sus posteriores ajustes, los eventuales accesorios como impuestos y expensas y la Justicia fuera rápida e implacable con los incumplidores, habría muchas más propiedades en alquiler, los valores serían sensiblemente menores y las exigencias sobre garantías serían más laxas o directamente no existirían.

La ausencia de libertad en materia de alquileres ha generado problemas gravísimos, y totalmente previsibles, que inexplicablemente se han querido solucionar quitando aún más libertad. Se generó así un círculo vicioso: menos libertad, problemas graves, menos libertad, problemas más graves.

El camino es exactamente el opuesto: los problemas de falta de libertad se solucionan con más libertad.

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