
El 26 de noviembre de 2025, el gobierno federal presentó Coatlicue con la solemnidad de un hito nacional: una supercomputadora equipada con 15 mil GPU, capaz de alcanzar 314 petaflops y con un costo inicial de 6 mil millones de pesos.
De acuerdo con el discurso oficial, esta infraestructura colocará a México a la vanguardia científica, impulsará la predicción del clima, mejorará la productividad agrícola, identificará evasión fiscal y permitirá entrenar modelos de inteligencia artificial soberanos. La promesa suena impecable… hasta que se recuerda un patrón conocido: proyectos que empiezan con ambición desbordada y terminan convertidos en lección amarga. Sobran ejemplos recientes: una agencia espacial sin un solo satélite propio, una refinería con sobrecostos monumentales que no cumple lo que ofreció y un aeropuerto que jamás alcanzó la demanda anunciada. Coatlicue, incluso antes de existir, ya arrastra el peso de ese historial.
El país que pretende operar esta máquina es el mismo donde tres de cada diez hogares rurales siguen sin internet fijo, donde la mayoría de las PyMEs carece de fibra óptica, donde la mitad de la población no domina habilidades digitales básicas y donde la brecha entre estados como Nuevo León y Chiapas es casi de cuatro a uno. Es también un país con infraestructura pública vulnerable, ciberataques al alza y un déficit alarmante de especialistas tecnológicos. En este escenario, Coatlicue difícilmente puede considerarse un proyecto estratégico: se asemeja más a instalar una antena sofisticada en un sitio donde ni siquiera hay señal. Y lo más preocupante es que el gobierno no ha explicado cómo piensa resolver los vacíos estructurales que hoy vuelven inviable su funcionamiento.

Para que Coatlicue funcione se requieren datos confiables, científicos capaces de aprovecharla y sistemas de ciberseguridad que la protejan. Ninguno de esos elementos existe hoy con la solidez que exige una supercomputadora de 314 petaflops. Aun así, el anuncio se hizo sin reglas de asignación, sin comités independientes, sin procesos técnicos rigurosos y sin un ecosistema científico capaz de sostenerla. México ha visto años de recortes, laboratorios desmantelados y fuga de talento; pretender que, pese a este panorama, el país está listo para operar una infraestructura propia del top 10 mundial es más un acto de fe que un plan científico.
A esta ausencia de planeación se suma otra contradicción: Coatlicue será —según el discurso oficial— la punta de lanza nacional en inteligencia artificial, pero no se anunció un solo proyecto serio en esa materia. La arquitectura basada en GPU sugiere ambiciones elevadas, pero el ejemplo estelar presentado fue la detección de fraude fiscal, un problema que podría resolverse con tecnologías mucho más modestas.

El costo de operación agrava aún más la duda. Mantener Coatlicue encendida costará alrededor de 500 millones de pesos al año —un rango estimado entre 480 y 600 millones—, una cifra que obliga a preguntarse qué otras prioridades quedarán desplazadas. Ese monto equivale casi por completo al presupuesto de la Unidad de Inteligencia Financiera; supera el presupuesto total de la fiscalía anticorrupción; representa el 42% de los recursos de la Comisión de Búsqueda de Personas Desaparecidas; permitiría triplicar el presupuesto del Instituto Nacional de las Mujeres; o garantizar agua potable durante un año a medio millón de personas o construir entre 250 y 300 plantas potabilizadoras. Es imposible ignorar la magnitud del sacrificio presupuestal que supone mantener viva esta máquina.
Y si se mira la brecha digital del país, el contraste es aún más brutal. Con esos mismos 500 millones de pesos anuales, México podría conectar a internet a 2 millones de personas cada año, llevar banda ancha y conectividad satelital a 2,500–3,000 comunidades de alta marginación, equipar a escuelas públicas con 15,000 computadoras nuevas, capacitar en habilidades digitales a un millón de personas, otorgar 10,000 becas STEM y 2,000 plazas en bootcamps de IA y ciberseguridad, o financiar 500 startups tecnológicas por año. En tres años, este gasto operativo podría transformar el país de manera tangible, inmediata y medible. Mantener Coatlicue, en cambio, promete beneficios difusos y lejanos.

Quienes señalan que Coatlicue es ya un fraude o un instrumento de vigilancia masiva se precipitan, porque hoy no hay contrato, licitación ni prueba verificable que confirme estas sospechas. Sin embargo, tampoco existe garantía alguna de que no termine siéndolo. En México, el riesgo no es una fantasía: es una consecuencia repetida de su propio historial. Lo único claro es que Coatlicue nació siguiendo la misma lógica que ha hundido otros megaproyectos: arrancar con el espectáculo y dejar —cuando mucho— la explicación técnica para después.
Si en los próximos dos años el gobierno no construye las bases que hoy brillan por su ausencia —conectividad, talento, reglas claras, transparencia, ecosistema científico y fortalecimiento universitario—, Coatlicue será recordada como otro monumento al despilfarro: un artefacto deslumbrante que nunca cumplió su propósito. México no necesita símbolos vacíos ni proezas tecnológicas que sólo existen en conferencias mañaneras. Necesita soluciones reales, prioridades claras y políticas públicas que resuelvan lo urgente antes de perseguir lo grandioso. Sin ello, la supercomputadora más potente del país no será un motor de desarrollo, sino el elefante blanco más caro de su historia.
*VíctorRuiz. Fundador de SILIKN | Emprendedor Tecnológico | NIST Cybersecurity Framework 2.0 Certified Expert (CSFE) | (ISC)² Certified in Cybersecurity℠ (CC) | Cyber Security Certified Trainer (CSCT™) | EC-Council Ethical Hacking Essentials (EHE) | EC-Council Certified Cybersecurity Technician (CCT) | Cisco Ethical Hacker & Cybersecurity Analyst | Líder del Capítulo Querétaro de OWASP.
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