
La condena al ex fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por un delito de revelación de secretos contiene uno de los pasajes más singulares, explícitos y determinantes que se recuerdan en la jurisprudencia reciente del alto tribunal. En la página 154 de la sentencia, los magistrados recurren a una metáfora tan gráfica como contundente: la de un médico que confirma públicamente que una persona padece una enfermedad de transmisión sexual, pese a que ese dato ya circule entre vecinos y compañeros de trabajo y sea conocido por “muchos vecinos y compañeros de trabajo”. Ese ejemplo, junto a otros dos similares, se convierte en el auténtico eje moral, jurídico y argumental del fallo.
No se trata de una simple comparación retórica. En ese fragmento, el Supremo fija de manera clara el principio que sustenta la culpabilidad: el problema no es que la información sea conocida, discutida o incluso publicada, sino que quien tiene acceso privilegiado a ella —por razón de su cargo— la confirme, la valide o la divulgue desde una posición de autoridad. Y eso es exactamente lo que el tribunal reprocha al fiscal general.
La sentencia explica que, aunque una enfermedad sea objeto de rumores, debates o sospechas, el médico que tiene acceso directo a la historia clínica no puede jamás confirmar ese diagnóstico ante terceros sin incurrir en responsabilidad penal, porque dispone de un “acceso privilegiado a la historia clínica”. Del mismo modo, añade el fallo, un cirujano plástico que haya operado a una celebridad “nunca podría terciar en la polémica” para confirmar si ese cambio físico es fruto de una intervención quirúrgica. En ambos casos, aunque el dato esté en el aire, la confirmación profesional lo transforma en una violación del secreto.
Y a renglón seguido, el tribunal traslada esa misma lógica al terreno penal: que en un expediente de conformidad se verbalice un reconocimiento del delito no autoriza al fiscal que ha conocido de esa negociación a divulgarlo, porque si finalmente no se alcanza el acuerdo, las posibilidades de defensa quedarían “ciertamente mermadas”. “Las estrategias de defensa son lo que son, estrategias”, subraya la resolución, y no pueden ser sacadas “del contexto en el que se actúan”.
Ese razonamiento es el que vertebra la condena por la filtración del correo del abogado de Alberto González Amador y por la posterior nota informativa difundida por la Fiscalía General del Estado. A juicio del tribunal, aunque parte del contenido ya circulase en algunos medios, la validación institucional de esos datos convierte lo que era un rumor en una información oficialmente confirmada, con efectos directos sobre la reputación, el procedimiento y el derecho de defensa.

Condena, voto particular y consecuencias
A partir de ahí, el Tribunal Supremo considera probado que García Ortiz intervino directa o indirectamente en la filtración de ese correo electrónico y asumió la responsabilidad de la nota informativa difundida por la Fiscalía el 14 de marzo de 2024. Para la mayoría de la Sala, ambas actuaciones supusieron una quiebra injustificada del deber de reserva que pesa de manera reforzada sobre quien ostenta la jefatura del Ministerio Público.
La sentencia subraya que ese deber no es un mero principio deontológico, sino una obligación jurídica de primer nivel, directamente conectada con el derecho fundamental a un proceso con todas las garantías. El tribunal rechaza que la presión mediática o la existencia de informaciones previas pueda servir de excusa para la difusión de datos obtenidos en un contexto protegido, y advierte de que la confirmación institucional agrava el daño producido.
El fallo fue aprobado por mayoría, con cinco votos favorables frente a dos discrepantes. Las magistradas firmantes del voto particular cuestionan tanto la solidez de la prueba indiciaria como la interpretación del delito de revelación de secretos. En su opinión, no quedó acreditada con la certeza exigible en el ámbito penal la autoría directa de la filtración, ni puede equipararse sin matices la nota informativa a una revelación delictiva en los términos apreciados por la mayoría.
Pese a esa discrepancia interna, el Supremo impone a García Ortiz una condena de dos años de inhabilitación especial para ejercer el cargo de fiscal general del Estado, además de una multa económica. A ello se suma la obligación de indemnizar con 10.000 euros por daños morales a Alberto González Amador, al considerar el tribunal que la divulgación de ese material afectó de manera directa a su esfera personal y procesal.
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