Newsletter del día: Una judía conurbana

Todo lo que tenés que saber sobre literatura, música, artes visuales, cine, teatro e ideas en un mundo cada vez más incierto

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Midge (Rachel Brosnahan), en una escena de la serie "The Marvelous Mrs. Maisel"
Midge (Rachel Brosnahan), en una escena de la serie "The Marvelous Mrs. Maisel"

Dejé de leer los comentarios en los foros de las notas que escribo hace ya varios años. Fue después de que un sujeto cuyo nombre o apodo no retuve me deseó “una hermosa cámara de gas” para mí y para toda mi familia. Por entonces yo escribía regularmente en el diario La Nación y hasta había llegado a intercambiar comentarios con algunas personas en los foros; es cierto que el asunto nunca llegaba a tener la altura de un debate extraordinario pero me sentía interpelada por algunos comentarios y por eso respondía. Con el tiempo advertí que quien tiene verdadera voluntad de comunicarse con el autor de un artículo puede hacerlo de muchas maneras, ya sea para elogiarlo, para corregirlo o incluso para discutirle argumentos. Hay correos, hay redes sociales, es imposible no ubicar a alguien que escribe en un medio online. Sé que para muchos habilitar esos espacios forma parte del juego de la libre expresión. El tema es que aunque me considero una persona democrática y tiendo siempre al diálogo, tengo un límite: los antisemitas y los que me insultan o degradan (¿vieron que en general lo hacen con mayúsculas? encontraron una manera de gritar, creo). Y es que no sé que les pasa a ustedes, pero a mí no me gusta que vengan a vomitarme en la puerta de mi casa.

"Confesión" (Anagrama) de Martín Kohan
"Confesión" (Anagrama) de Martín Kohan

De esto hablábamos días atrás con Martín Kohan, quien recibió una paliza de bardeo y amenazas a partir de la publicación de una muy buena entrevista que le hizo Milena Heinrich para Télam y que nosotros reprodujimos en Infobae. Confesión, su nueva novela, está compuesta por tres historias vinculadas con la última dictadura y Videla es uno de los personajes centrales. Martín, al igual que hacía yo hasta hace unos años, tiene el hábito de responder a los comentarios a sus notas. Lamentablemente, lo que debería ser recibido como un gesto de cortesía, parece que termina encendiendo la furia de esta gente. Martín insiste con que no hay que cederles el espacio y su vocación sarmientina (creo que fue así como lo describió) lo lleva a dialogar muchas veces con gente muy diferente. Pero él también tiene un límite: los antisemitas. Ahí es cuando se indigna y busca -por ahora infructuosamente- quitarles a esos monstruos virtuales la capacidad de escupir su odio. “No podemos naturalizar esto”, me dijo. Sé que tiene razón pero sé también que por ahora no encuentro la manera de eliminar ese odio sin avanzar sobre algunos derechos.

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El asunto, creo, es que no hay modo de cambiar esas cabezas. No importa lo que digas, no importa lo que expreses o cuentes: el antisemita se hace una fiesta con nombres como el de Martín -hablo de su apellido-y también con sus ideas de izquierda. El “zurdito judío” y “la zurdita judía” son estereotipos ideales para esta gente que ha hecho del resentimiento un culto. Con solo leer la historia argentina y ver el plus de castigo y tortura que recibían los judíos en los centros clandestinos de detención durante la dictadura alcanza. Para esas mentes no importa ni siquiera si sos un judío que cuestiona las políticas del gobierno de Israel ni si sos religioso o laico. No importa nada.

No me dan miedo quienes escriben en los foros, en todo caso me dan un poco de impresión, asquito y -una vez que me calmé- algo de lástima. No veo tras sus posteos a los ideólogos de grandes carnicerías sino a miembros de una tropa desquiciada integrada por personitas que son puro odio y fracaso y que aprovechan cualquier espacio disponible para echar a rodar su apestosa cloaca personal.

Terminé la secundaria en una escuela evangélica en plena dictadura. En agosto de 1977, el ex militar a quien nombraron rector del colegio público “de señoritas” al que iba citó a mi padre y le sugirió que me sacara de ahí bajo amenaza de expulsión. El hombre dijo algo así como que yo hacía “agitación política”. No era una novedad el prejuicio: unos años antes, el día que mi madre me inscribió en esa escuela, una celadora ya le había dicho con la mayor naturalidad que las judías llevábamos la política a la escuela. A mi mamá mucho no le preocupó el asunto, por lo que recuerdo: estaba encandilada por el cuadro de honor y la gran cantidad de apellidos paisanos que se podían leer ahí.

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Aparentemente, para el rector cuyo nombre tampoco recuerdo la chica de 16 que era yo entonces le parecía un poquito comunista y seguramente demasiado judía. Te lo digo de nuevo: agosto de 1977. Vivíamos en San Justo, conurbano bonaerense. Unos vecinos amorosos que eran docentes en esa escuela evangélica en la que terminé el secundario nos abrieron la puerta. Sería injusto decir que lo pasé mal todo el tiempo, sí puedo decir que fue suficiente pasarlo realmente mal durante el viaje de egresados, gracias a un energúmeno ingenioso para el mal.

Supe de entrada que le caía mal, y por entonces mi alma misionera se impuso y busqué con la mayor de las paciencias persuadir al pichón de nazi acerca de que la condición judía no era el mal y que, en todo caso, los judíos éramos tan buenos y/o tan malos como el resto de la humanidad. Y que había tantos judíos ricos como pobres, igual que en el resto del espectro humano. Fracasé, claro. Lo conté hace unos años en una nota para la revista Anfibia y como me gusta autoplagiarme, te dejo acá el comienzo del artículo, en donde narro el infierno de horas y horas que me hizo pasar ese muchacho.

“Los pibes estaban algo intensos. El regreso desde Bariloche era tan largo, los micros incómodos y encima estos pibes que no paraban de molestar. Por entonces no lo llamábamos bullying, nadie le decía así. Pero por entonces sí me daba cuenta de que uno de ellos, el que lideraba los cantitos en mi contra, era antisemita. Los otros, más o menos prejuiciosos, seguían al que dirigía el coro de varones. “Volveré a mi tierra, allá en Israel, no quiero morirme sin antes volver”, cantaban y acompañaban con palmas y talones, buscando emular bailes judíos en plena ruta: un infierno que no se amortiguaba con las manos en los oídos ni convirtiéndome en un ovillo humano en el asiento. No recuerdo cómo había empezado, creo que fue una discusión por un cuarto que finalmente ganamos las chicas.

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Imagino, no puedo asegurarlo, que debo haber sido algo enfática y terminé persuadiendo al conserje del hotel. No tiene importancia: lo cierto es que él no me daba bola desde antes, más bien mostraba desprecio por mí y por cualquier cosa que yo dijera desde el mismo momento de mi llegada a esa escuela privada, un año antes (...) En el colmo de la humillación, desde el regreso de Bariloche y hasta que terminamos la escuela busqué convencer al genio que apeló a Palito Ortega para torturarme en el viaje de egresados de que los judíos éramos gente como cualquier otra, argentinos como él, humanos como todos sus seres queridos. No hubo caso. Siguió mirándome con asco. Habrían de pasar todavía algunos años hasta que yo dejara de pedir perdón por ser judía. Cuando eso ocurrió, comencé a considerar pura escoria a los sujetos como él. Y me liberé.”

Soy grande y ya me pegué unos cuantos porrazos. A lo largo de la vida, y pese a querer evitar el tema para no tener disgustos, mi nombre en idish siempre fue y es una carta de presentación, un cartel luminoso que señala: haga patria y péguele a esta judía. Como te digo, ya no pierdo el tiempo intentando persuadir a nadie. De ese lado, los antisemitas y de este lado, yo y los míos. Me duele, sí, cuando mis hijos se cruzan con esa lacra y se sorprenden. Hoy mi hija de 23 me mostraba azorada las respuestas tremendas a un posteo suyo sobre el antisemitismo. Y es que las redes, como los foros, pueden ser un espacio para que la gente opine libremente pero también son las paredes blanqueadas ideales para escribir Puta Puta Puta sin que nadie te lleve detenido. Una descarga emocional para mentes embrutecidas, digamos, una muestra de libertad de expresión que a veces te deja con palpitaciones, eso sí.

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Por estos días estoy viendo The Marvelous Mrs. Maisel (Amazon Primer Video), que es una preciosidad, y en un punto es como ver un álbum familiar, como me pasa con algunas novelas de Philip Roth o con ciertos diálogos de Seinfeld o de Larry David en Curb Your Enthusiasm. Me gusta verme ahí, identificarme en esas grandes expresiones del humor judío. Ambientada en la Nueva York de fines de los 50 y comienzos de los 60, la serie de Amy Sherman-Palladino (la creadora de Gilmore Girls) cuenta la historia de Myriam “Midge” Meisel, una chica preciosa casada y con dos hijos pequeños que de un día para el otro ve desmoronarse su sueño de familia perfecta. Todo se pone en cuestión: muere un modelo de esposa y madre y nace una estrella. Midge descubre que su verdadera vida está arriba de un escenario haciendo stand up. Y descubre también que su familia y su entorno son el gran material para sus monólogos.

A la izquierda, Luker Kirby como Lenny Bruce. A la derecha, el real Lenny Bruce
A la izquierda, Luker Kirby como Lenny Bruce. A la derecha, el real Lenny Bruce

En el camino a la consagración, las pérdidas -en el terreno familiar y amoroso- son inevitables. Su ingenio y su velocidad son únicos, su gracia natural es apabullante. Su padrino artístico será nada menos que Lenny Bruce, un comediante que dio vuelta el género con su sátira social y política en una época de pura hipocresía y puritanismo y que se animó a hablar de cosas que nadie hablaba: sexo, racismo y drogas. Si tenés cierta edad, tal vez te acuerdes de esa biopic en blanco y negro de Bob Fosse en la que actuaba Dustin Hoffman en su esplendor. Como Lenny Bruce, Midge también habla de sexo en sus shows, algo que no cae bien al punto que en alguna ocasión le levantan el espectáculo solo porque en su monólogo está hablando de mujeres embarazadas, “un tema privado”, le dirá el dueño del boliche mientras se la saca de encima.

La serie es un espectáculo en todos los sentidos: con una selección musical soñada, la excelente recreación de la Nueva York de entonces (como la de los resorts de los Catskills, allí donde pasaban los veranos las familias judías más pudientes, también conocidos como el Borscht Belt o los Alpes judíos), el despliegue de encanto y color del vestuario (¿existió alguna vez mejor moda para las mujeres que la de esa época?) o las diferencias entre los judíos distinguidos e intelectuales y los comerciantes más rústicos, llevadas al punto más alto de la parodia. Por si le faltara algo, la mayor parte de la serie transcurre en un tiempo anterior a mi existencia pero no tanto. Transcurre exactamente en ese tiempo en el que mis padres “eran jóvenes y se amaban”, como me dijo alguna vez Julian Barnes en una entrevista, explicando la fijación que solemos tener las personas con esos períodos de la historia que nos son ajenos pero hasta ahí, porque de ahí venimos.

Abe Weissman (Tony Shalhaub), el padre de Midge, matemático y profesor de la Universidad de Columbia
Abe Weissman (Tony Shalhaub), el padre de Midge, matemático y profesor de la Universidad de Columbia

La serie me encanta y podría quedarme hablando horas de detalles, vestidos o sutilezas.También de algunos personajes que me gustan particularmente, como Abe, el padre de Midge, o Imogene, su amiga goy, tan Susanita ella. Pero elijo terminar esta carta con lo que más me impacta de la serie y te digo que no son ni las cenas de Yom Kippur ni los iconoclastas escándalos en el templo ni los nombres en idish sino el modo en que consigue reflejar el lado b del comercio judío, con sus números siempre en sube y baja, sus prestamistas acosadores, sus trampitas de supervivencia y, sobre todo, con esos percheros gigantes y esas grandes mesas de madera en las que se cortaban las prendas con sus moldes.

No puedo explicarte cuánto daría por volver ahí, porque estuve.

Por un ratito miro hacia arriba y ahí está mi zeide Jere, alto, muy alto para mí entonces. Le estoy diciendo que me duele una pierna, zeide me duele acá, me lastimé corriendo en el negocio, y entonces me alza y me sienta arriba del mostrador. Miro a mi derecha y veo la vidriera del local sobre la avenida Corrientes. A mi izquierda está el hombre mayor que con unas tijeras enormes corta las corbatas que van a venderse en el Once pero también en las provincias, cuando mi abuelo en unos días encienda el motor de su Chevrolet negro y se hunda en las rutas argentinas acompañado de Juana, mi abuela. (Te dejo unas fotos carnet de ellos ahí abajo, para mí son hermosas).

Mis abuelos maternos: Juana y Jere.
Mis abuelos maternos: Juana y Jere.

Pero estamos en el local. El zeide me pregunta cuál es la pierna que me duele. Le respondo. Me sube a la mesa y me veo reflejada en sus anteojos de carey. Me vuelve a preguntar cuál me duele. Vuelvo a responderle. Entonces, como en un acto de magia, me toma las piernas y juega a cruzarlas una y otra vez mientras me habla. Finalmente las deja cruzadas: con sus manos sostiene mis pies y se ríe. Recién ahí vuelve a preguntarme cuál es la pierna que me duele. Y ya no me acuerdo.

A guit iur y hasta la próxima.

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