
“Algo que me encanta de los colombianos, cómo le ponen apodos a todos. Ejemplo, a mi novio le dicen Nietzsche. También él tiene un amigo que le dicen enano. Ah, no, ustedes pueden creerlo. Peor que he escuchado es carenalga. ¿Ustedes qué dicen? ¿Cómo sería mi apodo?”, relató entre risas Tia, una creadora de contenido finlandesa, a través de la cuenta de Instagram @lamonayelnegrito.
Su anécdota, que rápidamente conquistó la atención en redes sociales, encapsula la sorpresa y el desconcierto que muchos extranjeros sienten al descubrir la importancia y la creatividad con la que se manejan los apodos en Colombia. Allí, recibir uno parece casi un rito de iniciación, una puerta de entrada a la vida social cotidiana.
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Lejos de ser un simple gesto simpático, el apodo en Colombia es, en muchos casos, una extensión de la propia identidad. Asignar o recibir un sobrenombre puede nacer de una anécdota trivial, del parecido con algún personaje famoso, de una característica física o, simplemente, del ingenio popular. La costumbre de asignar apodos responde a múltiples motivos: pueden derivar de una anécdota memorable, de un rasgo físico, de profesiones u oficios o, incluso, de historias familiares pasadas de generación en generación.
La riqueza expresiva en el uso de apodos transforma las palabras en retratos instantáneos de lo que, para el grupo, hace especial a una persona. Es común que la creatividad lleve a motes tan peculiares como “Cabeza e’ motor”, “Niño Cuero” o “Ratón”, nombres que encierran historias y relaciones. No es raro que un colombiano cargue con varios apodos a lo largo de su vida, según el vínculo y el entorno: en casa puede ser “Toto”, entre amigos “El Profe” y en el trabajo “El Mago”.
El apodo, puede ser tanto un puente como una prueba social. Si bien existen sobrenombres afectuosos que consolidan la confianza y la pertenencia, otros pueden resultar en etiquetas difíciles de sobrellevar. Los apodos pueden dar o quitar seguridad y advierte sobre las consecuencias que acarrea el uso de motes despectivos o denigrantes.
Cuando son despectivos, puede traer consecuencias graves al sentirse rechazado o burlado, convirtiéndose el apodo en un bullying en contra de la persona. Tal es el peso que, sobre todo entre niños y adolescentes, la reiteración de un sobrenombre negativo puede minar la autoestima y el bienestar emocional.

La normalización de esta práctica deja huella en casi todos los colombianos; desde la escuela hasta la oficina, es frecuente ser marcado por rasgos visibles, anécdotas aisladas o incluso fallas menores. Esta costumbre, aunque ampliamente aceptada y motivo de simpatía para muchos, puede acabar siendo fuente de incomodidad o sufrimiento para otros, especialmente cuando el ingenio se desliza hacia la burla o la exclusión.
No se trata solo de palabras lanzadas al aire; detrás de cada apodo se teje una red de relaciones, jerarquías y códigos grupales. La lingüística del apodo en Colombia es sofisticada: abundan juegos de palabras, metáforas y diminutivos, y mucho humor. Su uso revela tanto la idiosincrasia local como la capacidad para encontrar, en lo cotidiano, motivos para la risa y el ingenio.
Sin embargo, especialistas en convivencia subrayan la necesidad de prudencia: la intención y la recepción son clave. El mismo sobrenombre, en algunos contextos, es señal de confianza y cercanía, mientras que en otros puede ser una herramienta de exclusión. Por ello, recalcan la importancia de emplear los apodos de manera consciente, evitando que lo que empezó como una broma acabe marcando negativamente a una persona.

Para figuras como Tia, la creadora de contenido finlandesa, los apodos en Colombia resultan un fenómeno fascinante y hasta divertido, pero para quienes los reciben cada día, constituyen mucho más que una curiosidad cultural: forman parte del entramado social cotidiano, capaces de fortalecer lazos, pero también de dejar cicatrices.
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