La Carta Democrática en Perú

El documento se firmó para asistir preventivamente a una nación sufriendo un deterioro institucional. Y ese es el punto que acaba de invocar el gobierno de Pedro Castillo para pedir la mediación de la OEA en el país

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El presidente de Perú, Pedro Castillo
El presidente de Perú, Pedro Castillo

La Carta Democrática Interamericana se firmó en septiembre de 2001. Fue concebida como un instrumento jurídico y diplomático para prevenir rupturas del orden democrático, ya sea producto del tradicional golpe militar o bien bajo presidentes que, llegados al poder por el voto, una vez allí intentaran vulnerar la legalidad constitucional.

Se firmó en Lima, precisamente, porque el caso de texto fue el Perú de Fujimori en los noventa. Una crisis terminal cuyos efectos se sienten hasta el día de hoy. Ello medido por la inestabilidad de su sistema político y sus instituciones: presidentes que no terminan su mandato; partidos políticos que no los sobreviven; la disputa política transcurriendo en los tribunales.

Entre 2016 y 2021, los conflictos de poderes derivaron en un referéndum, con cuatro presidentes en cinco años y una disolución del Congreso. Desde esa fecha hasta la actualidad, se han realizado seis procesos de vacancia—o sea, juicio político—resultando en la renuncia de Kuczynski y la destitución de Vizcarra.

En realidad, no han sido más afortunados quienes ejercieron el poder antes de 2016, aun logrando concluir sus respectivos mandatos de acuerdo al calendario constitucional. El expresidente Toledo, 2001-06, está en libertad bajo fianza por orden de un juzgado de California. Alan García, 2006-11, se suicidó en abril de 2019 al momento de ser detenido por asuntos relacionados con el caso Odebrecht. Humala, 2011-16, se encuentra en libertad, pero imputado junto a su esposa por financiamiento ilegal de campañas.

Hoy es Pedro Castillo quien se enfrenta a este patrón, una verdadera inestabilidad estructural. Habiendo sorteado ya dos intentos de vacancia, concebida en base a la arbitraria noción de “incapacidad moral”, ha recibido también una acusación constitucional por parte de la fiscal general del país. Esta última, apenas días atrás, en lo que constituye algo inédito: un presidente en funciones con seis investigaciones abiertas, pero no sustanciadas, y una denuncia constitucional de dudosa juridicidad según expertos.

Pues el artículo 117 de la Constitución establece que el presidente solo puede ser acusado durante su periodo por traición a la patria, impedir elecciones de cualquier tipo y disolver el Congreso salvo en los casos previstos en el artículo 134. Una clara dinámica de judicialización de la política y politización de la justicia. Y, obviamente, Perú no es el único caso en la región donde se observa esta dinámica nociva para la estabilidad democrática.

Pero la Carta Democrática también se firmó para asistir preventivamente a una nación sufriendo un deterioro institucional. Y ese es el punto que acaba de invocar el gobierno de Perú para pedir la mediación, los buenos oficios de la OEA en base a los artículos 17 y 18, precisamente, para detener dicho deterioro. El pedido se formuló esta semana, siendo aceptado unánimemente por los países miembros. En consecuencia, se formará una misión para asistir al Estado peruano, no tan solo al gobierno, a resolver esta crisis de acuerdo a los parámetros constitucionales correspondientes.

En hora buena por la decisión, ningún país que haya suscripto la Carta—todos excepto Cuba—puede negarse a asistir a otro de acuerdo a los artículos 17 y 18. Rechazar el pedido equivaldría a incumplimiento de lo allí mandado, que no es un tratado sino una resolución unánime, la Carta misma, pero que no obstante es vinculante, tanto como lo son los otros dos hitos del sistema interamericano: la Carta de la OEA de 1948 y la Convención Americana de Derechos Humanos de 1978.

Al margen de si Castillo es o no culpable de los delitos que se le atribuyen, el patrón histórico descripto en este texto sugiere la posibilidad que, si tantos presidentes han sido corruptos, pues todo el sistema político debería ser profundamente corrupto. En cuyo caso se deriva una hipótesis de trabajo más que plausible: que los acusadores sean tan corruptos como los acusados. En ese caso quedaría claro de qué se trata: de poder más que de apego a la probidad.

Preocupa menos la inocencia o culpabilidad de Castillo, presidente constitucionalmente electo en julio de 2021, que el trauma de la inestabilidad. Es que la evidencia histórica es concluyente: cuando el partido de gobierno no contó con un apoyo mayoritario en el Congreso se produjeron crisis políticas que condujeron a imputaciones, juicios de vacancia y otras tácticas restrictivas de la autoridad presidencial. Esa es la prioridad para corregir.

En América Latina se olvida lo básico. En el presidencialismo el Ejecutivo tiene duración fija. No es un sistema parlamentario en el cual un voto de no-confianza es suficiente para terminar con el gobierno. Terminar con una presidencia requiere mucho más que estar en minoría parlamentaria. Requiere de actos inconstitucionales que estén más allá de toda duda razonable; una destitución es siempre traumática. De otro modo, es necesario que ese presidente concluya su mandato, pues el valor supremo es la estabilidad democrática. Por algo hoy no la tenemos.

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