
En el kilómetro 47 de la Vía Salaria, se levantaba una casa ruinosa que miraba con melancolía el camino. Pocos sabían que ese lugar era el hogar de Ernesto Picchioni, un hombre nacido en 1906 en Ascrea, provincia de Rieti, que fue el primer asesino en serie del país y cuya vida sería recordada por los actos más oscuros en la Italia de los años 40.
Picchioni, conocido como “el monstruo de Nerola”, compartía la casa con su esposa y cuatro hijos. La propiedad, bajo la sombra de una nube de violencia, había sido arrebatada brutalmente al anterior dueño. Oficialmente, Picchioni ganaba su sustento vendiendo caracoles, pero las viejas paredes de su hogar guardaban un secreto aterrador.
La Italia de la postguerra era un lugar de miseria y desolación. La pobreza y la marginación eran el telón de fondo perfecto para que Picchioni diera rienda suelta a sus instintos criminales. En una región donde el hambre y el malestar social campeaban a sus anchas, el asesino encontró un caldo de cultivo ideal. “Picchioni supo aprovechar la desesperación de los viajeros que transitaban la Vía Salaria”, mencionó el periodista Rita Cavallaro al diario italiano Il Giornale.
Testimonios de quienes lo conocieron lo describeían como un hombre tosco, rudo y sin educación, frecuentador de juegos clandestinos y tabernas, cuyo paso dejó una marca imborrable en los barrios de Nerola. La infamia de Ernesto Picchioni perdura en la memoria colectiva, su historia dejando una reflexión sombría sobre la naturaleza humana.
La trampa mortal
Su macabra estrategia era sencilla pero efectiva: esparcía clavos por el camino, que causaba desperfectos en bicicletas y motocicletas de los viajeros desprevenidos. Los desafortunados que se topaban con esta trampa no tenían otra opción que buscar ayuda. La luz de la casa de Picchioni era la única guía en la oscuridad, y la sombra del granjero amable y servicial prometía socorro. “La gente en apuros se acercaba a su casa y encontraban a un anfitrión que les ofrecía refugio”, relataba Cavallaro.
Las noches bajo su techo comenzaban con comida y vino, que despertaba un breve sentimiento de seguridad en las víctimas. Pero la oscuridad traía consigo la muerte. Picchioni, bajo el manto de la noche, irrumpía en las habitaciones y desataba su furia. “Los golpeaba y los despojaba de sus pertenencias, los desmembraba y, en algunos casos, los echaba a los cerdos”, agregó Cavallaro, describiendo la barbarie de sus actos.
Entre las víctimas, el destino de Pietro Monni, un abogado de Roma, fue la primera en confirmarse. En 1944, Monni cruzaba la Salaria en dirección a Ponterotto cuando cayó en la trampa del monstruo. Fue enterrado en el jardín frente a la casa de Picchioni; sus restos fueron identificados años después por los carabinieri. Otro caso tristemente célebre fue el de Alessandro Daddi, un empleado del Ministerio de Defensa, que desapareció en 1947, víctima de un pinchazo orquestado por Picchioni. Murió esa misma noche, tras ser engañado por el asesino. Picchioni confesó el crimen más tarde diciendo que intercambiaron insultos.
El fin de su reinado de terror llegó cuando su propia esposa, incapaz de soportar más atrocidades, delató a Picchioni. La policía, con la confesión en mano, descubrió restos humanos esparcidos en los terrenos adyacentes a la casa. “Los cuerpos jamás fueron encontrados completos, ya que Picchioni los desmembraba y algunos restos eran alimento para los cerdos”, puntualizó Cavallaro a Il Giornale.
La Justicia y el final

En 1949, Picchioni recibió una condena ejemplar: dos cadenas perpetuas y 26 años de prisión. Durante su encarcelamiento en Civitavecchia, intentó agredir al Papa Juan XXIII en una visita pastoral, lo que le valió un traslado a la prisión de máxima seguridad de Porto Azzurro, en la isla de Elba. Su cruel existencia terminó en 1967, víctima de un paro cardíaco. Se descubrió que habia matado a por lo menos ocho personas, pero se cree que fueron muchos más.
La familia de Picchioni quedó marcada por su sombra. Sus hijas fueron adoptadas por un magnate del acero, quienes jamás visitaron al monstruo en la cárcel. Carolina y Gabriella encontraron un nuevo hogar y herencia, lejos del legado de su padre.
La historia del monstruo de Nerola dejó una huella indeleble en la cultura italiana. Obras como “I nostri graffiti” de Ennio Flaiano y episodios de la película “I Mostri” del actor Dino Risi se inspiraron en su aterradora figura. Incluso en “Totò contra los Cuatro”, una mención a Picchioni encuentra su lugar.
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