Joe Louis: la barrera racial, los nazis y el trágico final del campeón

Hace 40 años moría uno de los más grandes de la historia del boxeo. Se convirtió en el primer ídolo popular negro. Las peleas contra el campeón nazi Max Schmeling. El récord de defensas. La importancia para su comunidad. La persecución por su deudas impositivas, la pobreza y el dramático deterioro hasta su muerte

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Joe Louis fue mucho más que un gran boxeador, fue uno de los mejores de la historia Foto: Shutterstock
Joe Louis fue mucho más que un gran boxeador, fue uno de los mejores de la historia Foto: Shutterstock

Fue campeón del mundo doce años consecutivos, en tiempos de un solo campeón. Y de la categoría más atractiva de todas: la de los pesos pesados. Defendió el título 25 veces seguidas, todo un récord. En 27 peleas por el título noqueó a su rival 23 veces (5 de esos oponentes habían sido campeones del mundo también: otro récord). 66 victorias y sólo 3 derrotas. Esos son los números pero por más impresionantes que sean no dicen nada del personaje y de su importancia histórica, de su influencia cultural.

Joe Louis fue mucho más que un gran boxeador (uno de los mejores de la historia). Fue un ícono cultural, un referente para los de de su raza. El primer gran ídolo popular norteamericano de color. También fue quien se convirtió en el símbolo del mundo libre frente al nazismo con su victoria frente al alemán Max Schemeling, la gran esperanza nazi. Para entender que significó Joe Louis para la comunidad negra alcanza con recordar la historia que contó Martin Luther King en uno de sus escritos. En un estado del sur había sustituido la horca por la cámara de gas. El primer condenado, como no podía ser de otra manera, era negro. Dentro de la sala habían puesto un micrófono para grabar las últimas palabras del ejecutado. Cuando el mecanismo se puso en marcha, el hombre atado a su silla dijo, suplicó: “Sálvame, Joe Louis; sálvame Joe Louis”. Palabras finales que no son más que un rezo laico.

Cuando obtuvo el título del mundo frente a Jim Braddock (cuya vida cuente la película Cinderella Man) sucedió algo impensado. No por falta de lógica -él era el mejor boxeador peso por peso- sino porque parecía imposible quebrar la barrera racial. Ya había derrotado a otros grandes nombres (Carnera, Baer, Sharkey) pero la posibilidad nunca parecía llegar. 22 años después un boxeador negro volvía a ser campeón del mundo de los pesos pesados. Un cambio de época. Cuando tuvo a mano la oportunidad no la desaprovechó. Pero para eso tuvo que trabajar y aguantar mucho.

No todo dependía de él. Ni de sus managers. La sensación inicial fue de frustración: él, que era distinto a los demás, superior a los demás, tendría el mismo destino que todos. Le pasaría lo mismo que a los demás que eran como él. Los negros. El título de los pesos pesados, desde la caída de Jack Johnson, desde hacía décadas, era cosa de blancos. No importaba si eran alemanes, italianos, ingleses o norteamericanos. No era una cuestión de nacionalidad.

Era una cuestión de raza.

Antes de llegar a Jim Braddock y al título del mundo hubo que transitar un arduo camino. Los descubridores de Joe Louis sabían que pese a su talento natural, al joven le faltaba todavía trabajo en el gimnasio. Fueron en busca de un entrenador. Su primera opción fue un ex boxeador (y ex convicto) Jack Blackburn. El objetivo era claro: obtener el título del mundo. Blackburn los miró incrédulo. Pensó por un momento que esos dos hombres no habían leído un diario en su vida y que para ir a su gimnasio habían salido por primera vez de su casa en treinta años. De otro modo, era imposible siquiera imaginar la posibilidad de que un chico negro de apenas veinte años pudiera acceder a una pelea por el título de los pesos pesados, el evento deportivo de mayor relevancia del planeta. Sin embargo, Blackburn aceptó el trabajo. No lo convenció la potencialidad (que reconoció como evidente) de ese boxeador. Los treinta y cinco dólares semanales que cobraría convertían al entrenamiento de esa quimera en el empleo mejor pago de su vida.

Blackburn se tomó su trabajo en serio. Nunca resignó el sueño. Las chances de llegar al título mundial eran mínimas, pero ellos iban a hacer todo lo posible. Día tras día trabajaba con Joe en cuestiones técnicas, en su preparación física y, primordialmente, en su educación.

Joe Louis se convirtió en una leyenda mundial Foto: Everett/Shutterstock
Joe Louis se convirtió en una leyenda mundial Foto: Everett/Shutterstock

Blackburn transmitió el primer precepto que Joe Louis debía grabarse a fuego. Era la premisa básica de todo el trabajo. El rival más peligroso que iba a enfrentar no estaba en el ring. Estaba fuera del ring y en todas partes: la opinión pública. Luego de decir esto con el énfasis necesario, Blackburn tomó un papel y escribió un decálogo con instrucciones que deberían ser seguidas al pie de la letra. Le insistió a Joe que debía memorizar estas diez reglas y que su aplicación no admitía excepciones. Diez reglas que debían, de ese instante en adelante, regir su vida:

1. No permitir jamás que lo fotografiaran con una mujer blanca al lado.

2. No ir nunca solo a los clubes nocturnos.

3. No aceptar ninguna pelea blanda.

4. No aceptar ninguna pelea arreglada.

5. No adoptar posturas arrogantes ante un rival caído.

6. Mantenerse impasible ante las cámaras.

7. Llevar una vida limpia y pelear del mismo modo.

8. No sonreír nunca ante la derrota de un rival blanco.

9. No hablar nunca mal de un rival. Antes de una pelea decir cuán maravilloso es. Después de la pelea decir cuán maravilloso fue.

Mientras alguien le leía, Joe Louis escuchó con atención. Repetía en voz alta cada una de las normas, como si quisiera convencerse desde el primer momento de que ellas lo conducirían a cumplir su sueño. Al terminar, hizo la pregunta inevitable: ¿No eran diez? ¿Cuál es la décima regla?

Blackburn tomó aire antes de responder. Agarró la cara de Joe entre sus manos con firmeza y le dijo modulando cada palabra para que el mensaje se entendiera: “La décima es la más importante de todas. Es el precepto del que dependen todos los demás. Si no cumplís ese nada será posible”.

10. Nunca, pero nunca jamás, pierdas una pelea.

Y él respeto cada una de esas reglas. En especial la última. La única detención en el camino se dio a mitad de 1936, un grandote alemán Max Schmeling lo agarró mal parado y lo puso nocaut. Esa derrota no sólo demoró su acceso al título sino que se volvió una obsesión para él.

Encontró dos años después. Él ya era campeón. Pero lo que parecía estar en juego era otra cosa. El campeón de Hitler fue vapuleado por el Bombardero Marrón. A.J.Liebling, probablemente el mejor cronista de boxeo de su tiempo, escribió: “El triunfo de Joe Louis es una victoria para los de su raza: la raza humana”. Ya no era el representante de la minoría de color, ni siquiera el ídolo popular norteamericano en el que se convirtió. Ahora era el representante del mundo libre.

Un señor arrogante, que no regalaba elogios, mientras jugaba con su barba (que todavía no se había cubierto de canas), escribió tras ver a Joe Louis derrotar a Max Baer: “Demasiado bueno para ser real. Y es absolutamente real. Es la más hermosa máquina de pelear que alguna vez haya visto”.

Se sabe: no era sencillo deslumbrarlo. Ernest Hemingway, demasiado deslumbrado por sí mismo, se rindió ante el evidente talento de Joe Louis.

Peleaba muy seguido. Tanto que a sus rivales y sus defensas del título lo llamaron “El club del Paquete del mes”. Luego lo alistaron para la guerra. Se convirtió, irremediablemente, en la imagen del alistamiento. Todos unidos por la defensa del país. Todos por el triunfo de la causa. Él supo que lo suyo no serían las trincheras. Lo querían para las exhibiciones, para la moral de las tropas y las fotos. Lo necesitaban: era la figura más reconocida del país. Él era la esperanza.

La última pelea fue contra Rocky Marciano. Dos estilos y dos épocas se cruzaban. Sería el final para él.

Joe Louis cruzó las sogas con autoridad. La ovación del público. Estaban allí para verlo a él. Para verlo ganar. La larga bata cubría su cuerpo. El Bombardero Marrón saludó con recato. Sin demasiado entusiasmo. Como siempre. El rostro inmóvil, la boca quieta. Sin sonrisas.

A Rocky Marciano sólo lo aplaudieron. En ese momento no era más que un boxeador, una promesa. El Bombardero representaba otra cosa. La posibilidad de soñar, de mejorar.

Pero, para un boxeador de treinta y siete años es difícil ser la esperanza y el futuro. Los dos, Rocky y el Bombardero, se quitaron sus batas y acudieron al llamado del árbitro. El centro del ring. Los músculos firmes y redondeados, como siempre. Pero había algo que marcaba que los años habían pasado. Estaba viejo. Lo más evidente, el detalle en el que todos repararon, era ese círculo vasto y despoblado instalado en el centro del cuero cabelludo. Cuando era el campeón, el pelo reinaba. Pero, claro está, eso era una nimiedad, lo de menor importancia. Lo que se veía era algo indefinible. Sólo había caminado unos metros hacia el centro del ring. Pero ya se había visto lo suficiente, lo evidente. El Bombardero estaba viejo. Algunos (muchos) reprimieron ese pensamiento. Hubo a quienes se les impusieron las cuestiones afectivas. Privilegiaron sus horas infantiles pegados a la radio escuchando las hazañas del campeón. Otros privilegiaron la lógica. Un hombre de treinta y siete años no es viejo. Menos que menos, el más grande campeón de los pesos pesados de toda la historia. Vestido de civil y por la calle, nadie se habría animado siquiera a mirarlo a los ojos. Esa mirada vacía y helada, ese racimo de llaves inglesas que tenía como dedos, los brazos sólidos, el pecho montañoso. Sin embargo, en el deporte las cosas son diferentes. Enfrente tenía un hombre pleno, limitado técnicamente, pero con una resistencia y una potencia asombrosas.

El Bombardero marcó una era. Foto: Granger/Shutterstock
El Bombardero marcó una era. Foto: Granger/Shutterstock

El joven venía avanzando y un mito, una leyenda no lo iba a detener. Se necesitaba un boxeador más rápido y fuerte, con más hambre. La obstinación no sabe de leyendas.

Joe Louis ganó con claridad los primeros rounds. El jab artístico no se había degradado. Marciano avanzaba a ciegas, buscando un resquicio que el oficio del Bombardero le negaba. Las combinaciones se sucedían con una limpieza de manual. Izquierda, derecha. Jab, gancho al cuerpo, cross de izquierda. Todo eso (la ilusión del tiempo detenido) duró cuatro rounds. A partir del quinto, Rocky Marciano comenzó a encontrar el cuerpo de su oponente. Y su cabeza. Y su mandíbula. Las piernas desgastadas de Joe Louis no respondían como al principio. Pero el principal inconveniente era que con cada golpe, con cada minuto que pasaba, Joe Louis no sólo se cansaba. Sucedía algo peor: envejecía. Podría haber terminado antes la pelea. Pero la sabiduría de Joe Louis logró esquivar por unos minutos esa fuerza de la naturaleza llamada Rocky Marciano. El octavo fue el último round. Una izquierda y un gancho de derecha a la sien. El cuerpo de Joe Louis pasó entre la primera y la segunda soga y cayó sobre el borde saliente del ring. Sólo sus pies estaban dentro del cuadrilátero. El árbitro se abalanzó sobre el caído. No agitó sus abrazos como hélices para acompañar una cuenta que se negó a decir. La pelea había terminado. También la carrera de Joe Louis. Todos se habían dado cuenta. No tenía sentido contar. Joe Louis no lo merecía. El árbitro no le contó hasta el out. Sólo lo ayudó a ponerse de pie. Eso era lo que el Bombardero Marrón merecía.

La puerta del vestuario se abrió con suavidad. Nadie giró para mirar al que entraba. Los ojos de todos seguían perdidos, sin mirar, cristalizados por las lágrimas contenidas. Con una toalla cubriéndole la espalda, con las vendas todavía en sus puños, Rocky Marciano, el vencedor de esa noche, se acercó a Joe Louis. “Perdón, Joe”, dijo. Y no pudo seguir hablando. No era el único que lloraba por la derrota de su ídolo de juventud. Millones de personas lloraban por lo mismo. Ese día muchos perdieron la inocencia e ingresaron a la vida adulta.

No hay por qué llorar. Esta noche ganó el mejor”, dijo Joe Louis mientras el médico de la comisión de box lo revisaba. Casi disculpándose, el doctor le anunció lo obvio. No iba poder pelear por lo menos por tres meses. Joe Louis sintió que la cabeza se le aclaraba y con dificultad se sentó en la camilla y le contestó: “¿Le molestaría si no peleo nunca más? Esto fue todo”.

Pero Joe Louis se equivocaba. Como, para la gran mayoría de los boxeadores, eso no era todo. Lo peor estaba por venir. Faltaban, todavía los peores knock outs. Aquellos que no detienen las sogas del ring. Aquellos que no tienen cuenta de protección y en los que el caído –aún cuando haya sido el más grande campeón de todos los pesos- sigue siendo golpeado con crueldad.

La caída fue terrible, impiadosa. El fisco persiguiéndolo por sus deudas, problemas mentales, el olvido, la pobreza. El más grande ídolo de su época, el que quebró la barrera racial vivió muy mal sus últimos años. Los golpes en la cabeza, las malas decisiones, la ingratitud.

11 de abril de 1981. Pelea por el título de los pesos pesados entre Larry Holmes y Trevor Berbick. Una práctica usual. Ceremonia obligada antes de una pelea por el título. Los boxeadores y sus segundos esperan el inicio entre las banderas, la cantante que entonará los himnos y el árbitro. Reciben saludos: apretones de manos, abrazos, alguna paternal caricia sobre la cabeza. Son las viejas glorias que suben, con cierta dificultad, al ring. Un homenaje. Se suceden los aplausos al ritmo de las presentaciones del almidonado locutor. Saludan bajo los focos Muhammad Alí, Joe Frazier y hasta Frank Sinatra. Trevor Berbick y Larry Holmes, los que van a boxear, dejan sus rincones y se acercan al centro del cuadrilátero. Llegó el gran momento. Antes se anuncia a un campeón más, el último de la lista de esa noche. Ese viejo, que aparenta veinte años más de los que tiene, postrado en una silla de ruedas, logra que todo el estadio se ponga de pie. La ovación estremece, se prolonga por varios minutos. El campeón, por fin, después de toda una vida, sonríe. Joe Louis agradece con sus pocos dientes amarillentos el tributo.

Ya no es negro, ni paranoico. Ni siquiera debe nada al fisco. Su mirada, sin embargo, sigue opaca, perdida. Vacía. El público sabe a quién está aplaudiendo. A uno de los más grande campeón de los pesos pesados de la historia, a uno que cambió la historia.

Fueron los últimos aplausos que recibió. Fue su último saludo.

Doce horas después, Joe Louis falleció en la habitación de su hotel. Su corazón se detuvo. Su cabeza y su cuerpo habían tirado la toalla varios años antes.

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