
El corazón de Maradona estaba ahí, en exhibición. Por eso, sus íntimos lo bautizaron “el altar” de Diego. Se trata de una de las paredes de la sala de su casa en el barrio cerrado Campos de Roca, en Brandsen; la que tiene como punto focal el hogar. Allí, el astro colocaba retazos importantes de su vida y su carrera, recuerdos, elementos de valor sentimental, muy especiales para él. Muchas veces se alcanzó a ver de fondo en las fotos que compartía en las redes sociales. Y también forma parte de la sucesión, del legado para sus herederos.
El viernes pasado, el círculo íntimo del Diez, representado por el abogado Mauricio D’Alessandro, comenzó oficialmente el traspaso de posesiones de Maradona a Sebastián Baglietto, administrador de la sucesión, quien, por caso, ya tiene acceso a todas las cuentas bancarias, inversiones y plazos fijo que Diego poseía en Argentina, México y Dubái. “Hay cuatro cuentas en el exterior exclusivamente a su nombre, y también hay una cuenta al 50 por ciento, por orden recíproca, con Matías Morla”, había revelado D’Alessandro.
Y también le autorizaron el acceso a la casa ubicada a la vera de la ruta 2 para relevar qué pertenencias de Pelusa quedaron allí, la morada que antecedió a su breve mudanza a la casa del Tigre, donde perdió la vida. Hace unos días, Dalma y Gianinna habían concurrido al barrio privado, pero no pudieron acceder, dado que la herencia ya se encontraba judicializada. Quien cumplió con el trámite y puso la firma habilitando el ingreso de Baglietto fue Maximiliano Pomargo, el ex secretario privado del ex futbolista y cuñado de Morla.
En ese lugar todavía estaba montado, intacto, el altar. En el estante sobre la chimenea, por ejemplo, reposaba una réplica de la Copa del Mundo que Maradona alzó en el Mundial de México 1986 y que para cada nuevo visitante representaba un imán. Pero el anfitrión no a todos le permitía tocarla. Como patentó el ex capitán albiceleste, “hay muchos que hablan y no saben cuánto pesa la Copa del Mundo”.
Las paredes también ostentaban un regalo del Indio Solari. El músico, ex líder de los Redonditos de Ricota, le había obsequiado un cuadro, que tenía una dedicatoria profunda, con el sello del artista, y su rúbrica.
Las fotos asomaban aquí y allá, como diapositivas que recorrían cada suspiro de la leyenda. Abundaban las imágenes familiares, con sus hijos, hermanas y hermanos, con doña Tota y Chitoro, por separado, y juntos. Había una que tenía repetida, pero no le importaba. Es la misma que se multiplicó en carteles gigantes en la vía pública con el mensaje “amor eterno” tras su muerte, el pasado 25 de noviembre. Se lo ve a un Diego jovial, con la cabellera abundante en rulos, frondosa, junto con sus papás sonrientes.
Al altar iban a parar los presentes que lo conmovían, por uno u otro motivo. En muchos casos no tenían la valuación que sí poseen los objetos que mandó a trasladar en un contenedor desde Dubái y esperan por los pasos sucesorios en una baulera de la localidad de Beccar, provincia de Buenos Aires; entre ellos, una carta de Fidel Castro, la guitarra que le ofrendó el músico Andrés Calamaro o un balón de platino que le entregó la FIFA.
En la pared había un cuadro de la Bombonera, imponente; fotos suyas en Gimnasia (algunas, gentileza de la fotógrafa Eva Pardo), una gran imagen con la camiseta de Newell’s, la misma con la que lo homenajeó Lionel Messi en Barcelona; flashes de sus etapas en Boca, en Napoli, en la Selección, en Argentinos (incluida la manga inflable que confeccionó el Bicho con su representación, a la que ordenó encuadrar). También banderines, pelotas de diferente origen... Y dibujos de diferentes artistas, a los que les tomó un cariño especial, como los que le acercaron de doña Tota y de don Diego; omnipresentes en la sala.
Claro, a los ojos (y el bolsillo) del mundo, resultará más llamativa su flota de autos de lujo, o la excéntrica motocicleta “Yo soy Diego”, customizada para responder al paladar de su dueño; o sus joyas, con el anillo de 300.000 dólares que le regalaron en su excursión a Bielorrusia como estandarte. Pero el corazón de Diego, sin un ápice de contaminación, en la versión Pelusa de Cebollitas, residía en ese altar. Simplemente, la cosecha del cariño recolectado a lo largo de toda una vida.
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