
Si suponemos que la vida es una carretera más o menos recta, la muerte estaría cercana, se alcanzaría a distinguir a simple vista. Sería una persona oscura que camina por la orilla hacia nosotros. A la mejor aún no la alcanzamos a ver bien, con detalle, quizá apenas parece una manchita negra que poco a poco crece, pero, en ninguno de los dos casos se encuentra lo suficientemente lejos.
Probablemente la muerte no es una persona, sino algo más grande, un cerro, aunque no de los más remotos, de los que se ven azules allá a la distancia, sino de estos en los que ya se alcanzan a percibir los arbustos y ese color amarillento que toma el pastizal cuando no ha llovido por mucho tiempo. De cualquier forma, los cerros por su tamaño descomunal parecen fijos en el paisaje, aunque aceleremos se conservan donde mismo por un buen tiempo, como si fuera imposible pasarlos, como si la vida pudiera durar para siempre.
Para Ricardo Garibay la muerte es como una pelea de box, en la que a veces se pierde rápido, por Knock out, y a veces después del último round. Aunque nos esforcemos, la decisión siempre es unánime, el round decisivo es siempre de la muerte. Yo no la imagino como lucha, a pesar de los golpes que me van debilitando, sino como algo que sucederá mientras voy por la carretera y veo el horizonte hasta allá, muy cerca del infinito, mucho después del lugar en que encontraré a la muerte, ya sea como cerro o como persona.
Me gusta manejar, pero me gusta más ir leyendo y tener la oportunidad de ver, a veces por la ventanilla del camión y a veces por las letras del libro, el campo abierto. Después de un tiempo la vista y la imaginación se mezclan y me obligan a cerrar los ojos. Me siento feliz de estar leyendo El reino de la posibilidad, porque Yolanda Reyes más que escribir, acaricia nuestro intelecto. Leerla es una sensación agradable, como un perrito que se acurruca en su cama nueva o como entrar en una piscina cuando no hace frío, ni mucho sol; cuando sólo estamos nosotros y el agua y nuestro placer.

El libro no se puede leer de un tirón, necesita de espacios para reflexionar, para respirar. En el autobús es complicado dar un paseo a pie y por eso creo que quizá valga la pena leerlo en un jardín, donde haya árboles muy altos, aunque también es la justificación ideal para ir a la playa y disfrutarlo en la orilla, con el sonido de las olas. Sí, en el mar nos podríamos imaginar más nítidamente esa cita que Yolanda hace de Marcial, ese fragmento en el que el poeta romano compara al recién nacido con el náufrago, ambos echados a la arena del mundo sin consideración, fuera de la matriz-océano.
Quizá el marinero no podrá darse a entender fácilmente en aquel país desconocido, el recién nacido tampoco, sólo tiene el llanto y luego la sonrisa para aferrarse a la existencia. De esos y otros lenguajes precarios habla Yolanda Reyes en su libro, los conoce bien, pues durante mucho tiempo ha cuidado infantes, niñas y niños que comienzan a hablar y a contar historias, a construir esa historia que le dé sentido a sus vidas.

Dice Michèle Petit que la literatura es la búsqueda de la voz materna. Debajo de poemas y narraciones queremos encontrar aquel lenguaje primigenio, los fragmentos que le hacen falta a nuestro ser. Yolanda maneja una idea cercana, el lenguaje como un vínculo, la mamá le dice a su bebé “ahorita vengo” y esas palabras son un objeto de transición, una franela a la que esa pequeña persona se aferra para soportar el vacío, la ausencia. Cuando crece, la persona lleva entre todo su lenguaje esas primeras palabras que le permiten seguir por la vida, avanzar con una promesa borrosa de reencuentro con la madre, algo que, en algún momento, ya no se encontrará en el reino de la posibilidad.
P.d. Yolanda Reyes, no sólo ha cuidado niñas y niños, cuida también palabras, las deja expuestas, como su abuela dejaba semillas para las aves, en espera de que, al igual que ellas, los lectores disminuyan su velocidad y bajen a las páginas del libro.
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