
Sumergirse en las entrañas de la montaña es una experiencia que trasciende la mera curiosidad turística. Quienes recorran los suburbios de Chongqing, en el remoto suroeste de China, pueden descubrir un secreto monumental que, durante décadas, permaneció oculto bajo capas de hormigón, piedra y silencio. El visitante solo percibe el alcance real de este lugar al adentrarse varios metros bajo tierra, donde la temperatura desciende y el eco de los pasos resuena entre paredes diseñadas para soportar el apocalipsis.
Hoy, la Planta Nuclear Militar 816 no es únicamente el vestigio material de una era marcada por la desconfianza y el poder destructivo, sino también uno de los espacios subterráneos más impresionantes jamás acondicionados para el público. Visitar este enclave implica adentrarse en uno de los mayores vestigios de la Guerra Fría. Esta colosal base, situada a dos horas de Chongqing, en el suroeste de China, es mucho más que un simple complejo militar abandonado. Convertida hoy en un peculiar destino turístico, la planta invita al visitante a recorrer lo que en su día constituyó el búnker nuclear subterráneo más grande del planeta.
Un megaproyecto forjado en secreto
La construcción del complejo 816 respondió al temor de una posible invasión soviética y a la escalada global de tensiones en los años sesenta. A raíz de la ruptura sino-soviética en 1966, el gobierno chino impulsó este proyecto monumental bajo las órdenes directas de Zhou Enlai, entonces primer ministro. El objetivo era claro: fortalecer la defensa nacional ante cualquier ataque nuclear. Más de 60.000 ingenieros militares del Ejército Popular de Liberación participaron en la ejecución de este gigantesco enclave subterráneo, que se mantuvo en un absoluto secreto hasta el año 2002.

El búnker se extiende a lo largo de más de 100 km² de túneles y salas excavadas en el subsuelo. La superficie total de la cueva principal supera los 104.000 m², cifra que impresiona aún más al saberse que es la mayor “cueva artificial” jamás creada por la mano humana. En sus entrañas se ramifican más de 20 kilómetros de túneles, interconectados por ciento treinta carreteras y pasillos que permiten incluso circular en coche por su interior. Además, dieciocho inmensas cuevas artificiales conforman un auténtico laberinto interconectado, con alturas que alcanzan los 79,6 metros, una dimensión similar a la de un edificio de veinte plantas.
Pero no solo el tamaño convierte a la Planta 816 en una obra extraordinaria, también su capacidad para soportar la devastación. El diseño contemplaba resistir explosiones equivalentes a miles de toneladas de TNT y terremotos de hasta magnitud 8 en la escala de Richter. La magnitud de estas cifras da cuenta del nivel de ingenio y anticipación con el que se planificó la seguridad del lugar, orientado a sobrevivir a la mayor de las catástrofes imaginables en plena Guerra Fría.
De enclave militar a atracción turística
Pese al gigantesco esfuerzo de construcción, la planta nunca llegó a utilizarse con fines militares. Las dinámicas geopolíticas de la década de los ochenta y los cambios en el tablero internacional motivaron la cancelación del proyecto en febrero de 1984. Durante diez y siete años, cientos de trabajadores elevaron esta fortaleza subterránea a un ritmo frenético, hasta que su utilidad militar perdió sentido y el lugar cayó en el olvido administrativo. La desclasificación de la base en 2002 permitió que, ocho años después, en abril de 2010, el emplazamiento se abriera al público.
Visitar la Planta 816 en la actualidad es transitar por una ciudad bajo tierra inimaginable. Los turistas pueden recorrer los grandes salones, atravesar interminables túneles y contemplar la dimensión monumental de una infraestructura que parece sacada de una novela de ciencia ficción. La sensación de aislamiento y la monstruosa escala arquitectónica envuelven al visitante, recordándole la magnitud del temor y el afán de supervivencia que guiaron buena parte de las decisiones de la segunda mitad del siglo XX.
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