
El verano cada vez está más cerca. Es lo que da a entender esta luz de finales de mayo que, en las primeras horas de la tarde, calienta los adoquines del Matadero de Madrid. Todavía faltan unos días para que lleguen esas olas de calor que han frenado la inauguración de la Feria del Libro, pero sí: el verano cada vez está más cerca. Tal vez por eso no sirven bebidas calientes en el bar de La Cantina.
Es en la terraza de este bar, un escondido refugio donde los muros del recinto industrial parecen alejarnos del ruido de la ciudad, donde nos encontramos con Guillermo Aguirre. Muy a su pesar, el escritor vasco lleva ya varias décadas viviendo en la capital. Y es que hay algo en su forma de hablar, en su mirada y en su bonhomía, que le identifican como alguien que prefiere la naturaleza a los edificios, el silencio al trajín, su pueblo a cualquier otro lugar.
“El verano es una forma de escribir”, asegura durante la entrevista. Hace unas semanas llegó a las librerías Estival (Sextopiso), su quinta novela, donde un hombre llamado Jonás repasa todos los veranos de su vida desde un pequeño pueblo ubicado en el norte de la Península: desde los veranos pasados, cuando era tan solo un recién nacido, hasta los futuros, donde más allá de los miedos, las ilusiones y, en definitiva, la imaginación, la narración, al igual que la vida, se transforma en algo incierto. Es desde allí donde el propio Jonás decide escribirse a sí mismo, tratándose de “tú”, porque, según Aguirre, la segunda persona se usa “para eliminar la enorme tragedia de insultarnos. Por eso no decimos ‘soy tonto’, sino ‘eres tonto, Guillermo’, porque suena menos duro de este modo”.

Una huida al pueblo
En la Biblia, Jonás es un hombre que decide escapar de los designios divinos y huir en un barco que le lleve lejos de Israel. Para castigarle, Dios envía un enorme pez para que se lo coma, y es allí donde el profeta permanece durante tres días. Pero, ¿de qué huye el Jonás de Estival? Puede que, incluso, de la propia idea que actualmente tenemos del verano. “La idea del verano la tenemos muy marcada como las vacaciones en las que uno se va al Caribe”, reflexiona Aguirre, “pero Estival es en un pueblo que no es el Caribe, quiero decir que hay una manera de estar diferente: es el pueblo de tus ancestros, y es un pueblo de monte en el que conviven una serie de tradiciones”.
Hasta hace 300 años, además del verano existía una quinta estación para hacer referencia a los meses de más calor: el estío. Hablaba de ella Miguel de Cervantes, al explicarnos que el paso de las estaciones es la prueba de que no hay que pensar que “en esta vida las cosas han de durar siempre en un estado”. El tiempo pasa, eso es algo inevitable y que el propio Aguirre ha empezado a sentir de una forma diferente con eventos como el nacimiento de su hijo. Sin embargo, el pueblo permanece.
“Uno nace donde nace, donde le toca, pero sentimentalmente pertenecemos al lugar en el que yacen no solamente los tuyos, sino los recuerdos de los tuyos, que vienen en boca de los familiares que te los trasladan”, explica el escritor. Es en el pueblo donde, por ejemplo, está la casa de su familia, “en la que es difícilmente explicable la relación que se puede tener, ese vínculo inmobiliario imposible en una gran ciudad”. El ejemplo que pone es el siguiente: las fotos de tus antepasados, los muebles con cientos de años, no quedan nada bien en un piso de Madrid o de Barcelona. Parece que ese tipo de cosas se resisten a dejar el pueblo.

A pesar de eso, Jonás se ve engullido por la enormidad y el frenesí de la vida urbana. “La ciudad no te deja estar, no te deja ser, te hace perseguir incansables fiebres”, lamenta el escritor. “Uno de los problemas que tiene Jonás, por ejemplo, es que quiere ser pintor, pero su sueño fracasa. En la ciudad todos somos anónimos, hay una especie de exigencia permanente por trascender”. Sin embargo, esa trascendencia, en realidad, es solo el deseo de ser visto por los demás. “Por eso triunfan tanto las redes sociales: confundimos ese sueño de trascendencia con los grandes deseos que nos venden, con una herida de huérfanos que lo que buscan es cariño y ser queridos”.
Una encrucijada vital
Guillermo Aguirre también huía de algo cuando se refugió en ese pequeño pueblo imaginado y recordado al mismo tiempo. “Estaba un poco quemado de Un tal cangrejo (Sextopiso), de la trama, del tratamiento de los personajes, de la psicología: quería dejarme llevar un poco por el escenario, por el pueblo, por el placer, por el detalle”. A través de extensas y luminosas descripciones, Jonás se desviste de todas las tribulaciones, se libera de los pesos con los que —tal vez el resto del año— carga y vuelve a un modo de vida “que nos habla de lo táctil, de lo que podemos hacer, de estar en el aquí y en el ahora, de lo que se disfruta”.
Es por eso que, al final, la historia de Jonás podría ser la de cualquiera. Podría afrontar otros problemas, sufrir cualquier dilema, ganar o perder en sus proyectos: hay algo más allá de eso, una línea vital de la que nadie escapa y a la que apela Estival. “Hay un punto clarísimo del libro que tiene que ver con la crisis de los 40″, señala Aguirre, “a los 40 años empiezas a mirar hacia atrás, es un momento bisagra”. Alcanzada esa edad, Jonás se enfrenta a sus propios miedos, “de no haber sido ni haber hecho lo suficiente”, repasa el camino que ha seguido e imagina el que le queda por recorrer. “Cuando yo empecé a escribir la novela, mi hijo era una idea que nos estaba rondando a mi mujer y a mí”, confiesa. “Creo que eso puebla un poco las páginas del libro, la idea del padre del futuro, de qué mundo les legamos, si pese a todos los males que ocurren en ese mundo habrá las suficientes cosas buenas”.
Jonás, en cierto modo, también huye del tiempo. “Estamos en el miedo del mañana, en la duda de si lo hicimos bien ayer, y eso nos impide estar en el instante”. Se enfrenta a la vida y a la muerte, las luces y las sombras se acaban confundiendo. “La novela está escrita en una búsqueda de equilibrio entre contrarios”, incide el escritor. “Hay un nihilismo y una búsqueda de la belleza, de repente está la muerte, pero al mismo tiempo hay una vida y de pronto llega el dolor, al mismo tiempo que aparece el placer”. Los veranos de una vida van pasando, y el protagonista, al igual que todos, trata de hacer que todos esos puntos convivan, porque, tal y como explica Aguirre: “Los contrarios no dejan de ser hermanos”.
“Las novelas se escriben contra uno mismo”
Una relación similar tiene el autor con el personaje que ha creado. Es y no es él: comparten una gran parte de la infancia y de la adolescencia, también un primer recuerdo imposible de algo que ocurrió cuando acababan de nacer. “Yo creo que toda la infancia es fantasía”, reivindica. “Nos alimentan para que lo sea, nos hacen creer en los Reyes Magos hasta los 11 años, y en el pueblo hay historias guardadas de gnomos y hadas que tienen un punto de fantasía. Hay un latir que viene de muy antiguo, casi pagano, que permite cierto realismo mágico a lo largo de toda la existencia”.
Más tarde, en algún verano, sus caminos acaban separándose, aunque sea precisamente esa estación lo que, a modo de hilo en el laberinto, siga uniéndoles. “La novela busca una respiración y un tono que busca acercarte al lugar que en sí mismo es el verano”, cuenta Aguirre, que al mismo tiempo destaca cómo eso le ha servido para combatir su propio cinismo. “Las novelas se escriben contra uno mismo”, afirma. “Intentas buscar esa calma que quizá no te pueden aportar otras cuestiones de la existencia”.
Queda apenas un mes de primavera. Tal vez sea por los primeros días de calor, por las bebidas frías, o tal vez por saber que la ciudad espera al otro lado de la terraza en la que estamos. Sea como sea, dan ganas de escapar a ese verano del que nos habla Guillermo Aguirre. Así que, por última vez, le preguntamos: ¿Qué ves en el verano? “Veo vacas, cuernos, prados verdes”, ¿qué escuchas? “El murmurar del agua”, ¿a qué huele? “A mucha humedad, a heno y a boñiga”, ¿y qué tocan las manos? “La tierra misma, somos tierra y es tierra lo que se toca”.
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