
Inés está estudiando un máster, que compagina con la creación de contenido en redes sociales. Además, ha retomado el canto y el violín, que desde hace un tiempo no practicaba. Va al gimnasio, le encanta hacer skate, consume películas que considera que tiene que ver para cultivarse cinematográficamente... “Me siento ultramotivada, tengo muchas ganas de proyectos nuevos. He empezado a hacer mil cosas para ocupar todo el tiempo, por ver hasta dónde puedo llegar”, reconoce a Infobae España.
Sin embargo, esta larga lista de tareas y hobbies en cierta manera le pasan factura: “Mentalmente me siento muy cansada. Tengo muchas cosas que quiero hacer y me da tanta ansiedad que acabo procrastinando todo”, incluso quedar con amigos, explica. “Siento que tengo que estar encerrada en casa siendo productiva”.
La sociedad actual se erige sobre un pilar fundamental: la productividad. El ser humano ha pasado a definirse por lo que hace, por cuánto rinde y hasta dónde llega; nuestro valor depende de lo que producimos, no de lo que somos. Esto provoca que “llenemos el día de objetivos inalcanzables y mil microtareas”, explica a este medio la psicóloga Olaya Alcaraz: ejercicio físico, adquisición de conocimientos nuevos, aprendizaje de idiomas, lectura, planificación semanal...
La psicóloga Eirene García también coincide en esto: “Vivimos en un sistema que nos trata como si fuéramos máquinas y no cuerpos vivos y esto hace que con frecuencia sintamos que no tenemos agencia ni libertad, aunque nos vendan lo contrario”.
El descanso, en este sentido, ha pasado de entenderse como algo positivo, “algo que nos hace crecer” y que “alimenta la creatividad”, a convertirse “en un pecado” porque no es productivo. En este contexto de autoexigencia desmedida, los vínculos con amigos se acaban resistiendo, ya sea porque no hay espacio para ellos, porque todas estas tareas desgastan tanto que no hay más energía para la socialización o porque se les busca un hueco en nuestra apretada agenda desde un enfoque innatural.

“Lo que está pasando ahora es que las relaciones afectivas las estamos colocando como una tarea más”, explica Alcaraz. Esto es precisamente lo que siente Laura, que observa cómo el tiempo de sus amigos y el suyo está cada vez más ocupado: “Quedar con mis amigos es hacer un check. Tengo que mirar mi agenda, la suya, hacer un croquis y ya quedar con suerte una hora”.
Además, en estos espacios a veces resulta imposible profundizar porque el tiempo está calculado: “No podemos dejar que un tema se abra y fluya porque dentro de diez minutos tenemos que irnos porque hemos quedado con el siguiente grupo”, señala Alcaraz. Pasamos así de vivir la vida con nuestro círculo cercano a resumírsela tomando un café cuando se consigue, después de semanas o incluso meses, cuadrar agendas y quedar. Es la recién denominada “cultura de ponerse al día”, procedente del término anglosajón catch-up culture.
Esta dinámica “es la versión emocional de comer ultraprocesados”, ejemplifica García. “Nos permite cumplir rápido, de forma práctica, para seguir atendiendo la producción del sistema, pero no nos nutre realmente”. Esto, traducido a las relaciones interpersonales, genera vínculos en los que no hay “vivencia compartida, proceso ni presencia”: “Nos vemos cada ciertos meses, nos ponemos al día, intercambiamos titulares y volvemos a correr. Es como leer solo el reverso de un libro y pretender conocer la historia”.
No nos da la vida para vivirla
En una época en la que el tiempo escasea y la lista de tareas (impuestas o autoimpuestas) no deja de crecer, las redes sociales y los servicios de mensajería instantánea parecen la vía para mantenerse conectado con los amigos. Sin embargo, estas herramientas pueden llegar a convertirse en parte del problema, es decir, en una forma de llenar los minutos libres. “‘Te llamo estos diez minutos entre que salgo de casa y llego al gimnasio’”, ejemplifica la psicóloga Olaya Alcaraz. “Y esos diez minutos dan para lo que dan. No me dan para profundizar, no me dan para contar realmente lo que pienso, lo que siento. Me dan para hacerte un resumen que ya previamente he pensado para vomitártelo y, al colgar en la puerta del gimnasio, parece que es como un check: ‘Ya me he quitado de encima hablar con X’”.
Para algunas personas, esta hiperconexión resulta abrumadora y supone una losa más sobre un cansancio mental ya demasiado acusado: “Últimamente estoy teniendo un pico muy alto de trabajo, así que, cuando llego a casa, lo único que quiero es desconectar”, explica Bea, que reconoce sentir ansiedad. “Dejo el móvil y a veces tardo muchísimo en contestar a mis amigos”. Esa socialización, ya sea de manera digital o en persona, acrecienta los efectos sobre una mente ya sobreestimulada y agotada.

El cansancio físico y mental, la falta de tiempo o la sensación de desconexión con el círculo cercano no son las únicas consecuencias de esta dinámica hiperproductiva. La sociedad del rendimiento, como la denomina el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, nos lleva a “una sobreexigencia, al perfeccionismo, al burnout, a la ansiedad, a la sensación todo el rato de no estar haciendo suficiente, lo que al final se va a traducir en no sentirse suficiente”, explica Alcaraz. Esto último es un “terreno fértil para sentimientos depresivos, ansiosos y sensación de incapacidad constante”.
“Cuando vivimos en modo rendimiento, la mente se activa como si estuviéramos ante un peligro constante”, señala Eirene García. “Activamos la respuesta de alarma del cerebro una y otra vez hasta que deja de apagarse”. Es así como llegamos a “la ansiedad, el insomnio, la sensación de vivir en alerta, el no poder parar”. La experta se encuentra con esta situación a diario en su consulta: “Personas exhaustas que creen que están ‘fallando’, cuando lo que realmente ocurre es que su sistema nervioso está saturado”.
En esta era de la productividad por encima de todo —del bienestar personal y de las relaciones afectivas—, “hemos convertido frases increíblemente nocivas como ‘es que no tengo tiempo de nada’ o ‘es que no me da la vida’ en algo positivo”. No hay descanso real, lo que repercute en nuestra salud mental y termina matando nuestra creatividad.
Cada vez más conocidos y menos amigos
En la actualidad, parece que estamos más conectados que nunca. De forma instantánea podemos comunicarnos con personas que se encuentran al otro lado del mundo, propiciando que se creen relaciones lejanas. Sin embargo, muchas veces esto no se traduce en una mayor cercanía en cuanto a los vínculos de amistades: “Hemos sustituido la calidad por la cantidad”, señala Alcaraz.

Según destaca la psicóloga, “es maravilloso que yo pueda hablar con alguien que está en Perú, en Brasil o en Alemania”, pero es importante poner el foco en la distinción entre los amigos de verdad y los conocidos. “Estoy sustituyendo la calidad de esas personas que están siempre, que me conocen, que conocen a mi madre, a mi padre, a mi perro, por una cantidad tremenda de gente”. Y esto es negativo cuando se vuelve insostenible: “Si tengo 50 [amigos], pero no puedo sostener una relación sana con todos ellos, quizás necesite solo cinco y el resto sean conocidos”.
El problema no se encuentra, por tanto, en las redes sociales en sí, sino en la forma en la que estas han cambiado nuestra forma de entender las relaciones. Son herramientas muy útiles para continuar manteniéndonos en cierta manera cerca de nuestro círculo cuando la vida, la sociedad o incluso nosotros mismos (por influencia del contexto actual) nos exigimos producción absoluta. Sin embargo, se corre el riesgo de apuntar la amistad en una línea más de nuestra lista de tareas, lo que genera vínculos más superfluos.
“Nosotros necesitamos las relaciones sociales, no son opcionales”, recuerda Olaya Alcaraz. “Las necesitamos para crecer, para entender el mundo y para entender nuestro mundo interno. Y, como las estamos convirtiendo en tareas que tienen que ser productivas, como puede ser limpiar o cocinar, no se deja espacio para ese tiempo de calidad real que me llena”. En esto coincide completamente Eirene García: “Aunque en redes se hable de que tú puedes sola, la realidad es que nunca hemos podido solas porque va contra la naturaleza humana”.
Así, nos estamos enfrentando a un nuevo tipo de soledad, aquella en la que se está acompañado, pero no hay un refugio al que acudir: “Cuando todo se vuelve rápido, inmediato y resumido, perdemos los espacios donde se construye intimidad. Y, sin intimidad emocional, cualquier dificultad se vive más sola y más grande. No es falta de personas, es falta de profundidad”.
Estamos, pero de una forma ausente
En todo este proceso hay un componente clave: la culpabilidad. Somos conscientes de que estamos saturados, de que el tiempo es insuficiente y de que esto está derivando en no cuidar como nos gustaría nuestras amistades. Esto se observa tanto en el plano físico —sentirse culpable por no poder o no tener la energía suficiente para quedar con los amigos— o digital. La psicóloga Eirene García reconoce que en su consulta recibe a muchas personas con discursos como “tengo que escribir a mis amigos, pero no me da la vida” o “tengo tantos mensajes pendientes que me agobio”.
“Ya no viven la relación, viven la culpa por no atenderla”, señala. “Visitamos la amistad como quien revisa un correo electrónico: rápido, porque toca, para cumplir”. Todo esto, lo que está provocando es un empobrecimiento de la calidad de la presencia y una eliminación en nuestra mente de muchas de las cosas que no tienen que ver con nosotros mismos.
“¿Qué puede estar pasando en tu día a día para que llegues a la noche y digas: ‘Uf, aún tengo que contestar a tal’ o ‘aún tengo que preguntar a tal cómo le ha ido en la entrevista de trabajo?’ Es que no lo tenías en la cabeza", destaca Alcaraz. Esto “no significa que no te preocupes por esa persona”, sino que las preocupaciones y tareas pendientes ocupan tanto espacio que difícilmente queda hueco para todo lo demás.
“Estamos, pero no estamos”, explica García. “Oímos, pero no escuchamos porque lo hacemos desde la prisa o estando en otra parte. Queremos estar cerca y presentes, pero estamos secuestrados en nuestra mente por lo pendiente”. Pensamos que con ese mensaje es suficiente para estar presentes; de nuevo, como una tarea más que tachar de la lista.

Sin embargo, esto ni fortalece el vínculo ni palia la sensación de soledad que está invadiendo cada vez a más personas, pues las redes sociales aportan una “conexión placebo”: “Nos alivia durante un momento, pero no satisface de verdad”, explica la psicóloga. La presencia y el vínculo se construyen con tiempo y esto es precisamente lo que la cultura de la productividad nos está robando: “Un like no regula. Una mirada sí. Un comentario rápido no regula. Un abrazo sí. Una conversación sin prisa también. La hiperconexión nos está dejando emocionalmente desnutridos”.
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