
La antigua Roma no solo fue un centro político, económico y cultural sin precedentes, también fue una urbe expuesta constantemente a catástrofes naturales y accidentes derivados de su acelerado crecimiento. Terremotos, inundaciones e incendios marcaron el pulso de la vida en la capital del Imperio, obligando a la administración a desplegar una organización que hoy podríamos calificar de sorprendentemente moderna. Entre todas esas amenazas, el fuego ocupó un lugar central y dio lugar a un complejo entramado de medidas preventivas y de gestión pública que buscaban reducir tanto su frecuencia como sus devastadores efectos.
Causas de los incendios en la Roma imperial
El fuego podía originarse de múltiples formas. Por un lado, las causas naturales: sequías prolongadas, tormentas eléctricas o terremotos que terminaban provocando chispas o derrumbes con consecuencias fatales. Por otro, las causas accidentales eran frecuentes, sobre todo en la vida cotidiana: un descuido al preparar los alimentos, una lámpara mal apagada o un taller artesanal donde la herrería y la alfarería dependían directamente de las brasas.
El diseño urbano tampoco ayudaba. Las construcciones de madera, el uso de materiales inflamables y la alta densidad de población en las insulae, edificios levantados con prisas y materiales de baja calidad, favorecían la rápida propagación de las llamas. Tampoco faltaban los incendios provocados, ya fuese por vandalismo, disputas personales o incluso maniobras políticas.
Las medidas preventivas empleadas
A diferencia de lo que sucedía con las inundaciones, donde la respuesta era esencialmente reactiva, la gestión de incendios en Roma destacó por una notable apuesta preventiva. Una de las primeras medidas consistió en el uso de materiales más resistentes al fuego en determinadas edificaciones y la obligación de que existieran depósitos de agua tanto públicos como privados destinados a la extinción. La autoridad recomendaba a los ciudadanos que dispusieran de agua almacenada en sus hogares para una actuación inmediata.

El poder público también estableció rondas de vigilancia nocturna, con el fin de detectar de forma temprana cualquier conato de incendio. Cuando se consideraba que un edificio podía suponer un riesgo por su estado de conservación, se optaba incluso por la demolición preventiva. Asimismo, se crearon cortafuegos, empleando para ello a personal con formación militar, como los ballistari, capaces de intervenir de forma drástica para detener la propagación.
La normativa urbanística fue otra de las herramientas fundamentales. Se limitaron las alturas de los edificios y se fijaron distancias mínimas entre construcciones, en un intento de reducir la posibilidad de que el fuego saltara de una manzana a otra. Tras el gran incendio del año 64, el emperador Nerón ordenó una reconstrucción planificada de la ciudad con calles más amplias, edificios de menor altura, espacios abiertos y materiales ignífugos. También prohibió los muros compartidos y reforzó el sistema de abastecimiento de agua. Cada edificio debía disponer, además, de su propio equipo de lucha contra incendios.
Los ‘vigiles’: un cuerpo pionero
Antes de la creación de un cuerpo especializado, las tareas de prevención y extinción recayeron en los tresviri capitales, que utilizaban esclavos y funcionarios entrenados. Fue Augusto quien, en el año 22 a.e.c., dio forma inicial al cuerpo de bomberos de Roma con 600 esclavos estatales. Posteriormente, en el año 6, se constituyó la militia vigilum, compuesta en su mayoría por libertos, organizada en siete cohortes distribuidas por toda la ciudad.
Los vigiles disponían de una notable variedad de herramientas: cubos (hamae), hachas, martillos, sierras, pértigas (perticae) para sostener o derribar estructuras, esponjas (spongiae) para humedecer superficies, escaleras (scalae) y bombas hidráulicas portátiles (siphos). Para protegerse del calor, utilizaban mantas empapadas en vinagre llamadas centones, que retardaban la acción del fuego y servían para frenar la propagación de las llamas al colocarlas estratégicamente.
A partir del siglo IV, el cuerpo de vigiles entró en decadencia debido a las dificultades logísticas y a los altos costes de mantenimiento. Finalmente desapareció en el siglo V, aunque la necesidad de contar con especialistas en incendios no desapareció. Las tareas pasaron entonces al collegium fabri, una asociación de trabajadores de oficios técnicos que prestaban apoyo en situaciones de emergencia. Su papel se asemejaba al de los actuales voluntarios de protección civil: no tenían la función institucional asignada, pero aportaban sus conocimientos en los momentos críticos.
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