
Hace unos años era frecuente ver marchas de campesinos paperos reclamando que el precio era muy bajo, o que la campaña había sido impactada por mal clima. El gobierno de turno después de varios días reaccionaba y de alguna manera compensaba (después del siniestro) a los paperos que se iban con la convicción de que regresarían más pronto que tarde.
Esto se cortó de raíz cuando el gobierno entendió que la vulnerabilidad de los ingresos de los campesinos de menores recursos se podía resolver a través de darles mediante un seguro la certeza que siempre tendrían un ingreso. Si el evento climático era catastrófico y nada se podía salvar recibían una indemnización que les permitía volver a empezar. Si el rendimiento era muy bajo, recibían una indemnización para compensarlo. No había que buscar presupuesto del propio ministerio después del evento negativo, ni tampoco ir a rogarle al MEF que pagara la emergencia, y lo mejor es que no había que salir recién a empadronar a beneficiarios. El ministerio asignaba cada año un monto conocido dentro de su presupuesto y se aseguraba de tener un mecanismo efectivo y eficiente para atender la vulnerabilidad visibilizada por la emergencia.
Cuento esta historia a propósito de que esta semana un reciente informe del Banco Mundial vuelve a decirnos lo que ya sabemos hace varios años, pero seguimos haciendo poco al respecto. El informe no sólo habla de la pobreza que se ha transformado más urbana que antes, sino que señala que, así como nos preocupa combatir la pobreza también nos deberíamos ocupar de reducir la vulnerabilidad de las familias en el Perú. Esta vulnerabilidad hace referencia a que la línea de pobreza es muy delgada y así como celebramos que las familias salgan de la pobreza, lamentablemente resulta demasiado fácil regresar a ella.
La explicación es simple así que déjenme recurrir a una analogía de manejo. Las familias transitan en un auto sobre una ruta con muchos peligros. Los peligros no van a desaparecer, pero sí podemos hacer que el auto esté mejor preparado para no descarrilarse, o simplemente dejar de moverse.

Las familias están sujetas a muchos riesgos que las regresarán a pobreza: una enfermedad catastrófica, un accidente costoso, un robo de un activo principal.
Es importante entender que hay tres tipos de respuesta. En primer lugar, están las que vienen por decisiones individuales como el que haya juntado un dinero para emergencias que me permita pasar mejor el evento negativo. En segundo lugar, podemos poner aquellas que tienen que ver con la solidaridad la cual se vuelve limitada cuando el evento no sólo es individual y son muchos los afectados. En tercer lugar, están las acciones colectivas que deberíamos entenderlas como aseguramiento social.
En esta breve nota quisiera que pensemos en las últimas que funcionan como un seguro para un colectivo grande de personas. Así como funciona el seguro agrario catastrófico uno puede imaginar varios otros que financien las transferencias que irán a las familias vulnerables y, por lo tanto, las convertirán un poquito más resilientes. Imaginen que el Ministerio de Vivienda contrata un seguro paramétrico asociado a lluvias intensas, porque sabe que varias viviendas son vulnerables a los huaicos. O imaginen que el Ministerio de Producción contrata un seguro asociado a los oleajes anómalos que podrían cerrar —inesperadamente— por varios días las caletas de los pescadores artesanales. Toca renovar el diseño de nuestras políticas sociales y añadirles este tipo de herramientas que harán la tarea de reducir la vulnerabilidad de las familias.

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