En un complejo deportivo abandonado, una larguísima fila de refugiados aguarda en silencio una módica bolsa de alimentos que fueron donados por empresarios locales, organizaciones no gubernamentales (ONG), países poderosos y foros multilaterales. Las Fuerzas de Seguridad de Ucrania permiten el acceso de la prensa internacional al centro de refugiados, pero exige una sola condición bajo amenaza de arresto inmediato: está prohibido sacar fotos externas del edificio para preservar su locación y su importancia social.
Cuando inició la guerra en febrero, un usuario de las redes sociales posteó un video mostrando determinados vehículos militares estacionados frente a un shopping ubicado al norte de Kiev. El veinte de marzo, una ola de misiles destruyó el shopping y asesinó a 8 civiles ucranianos.

Al complejo deportivo de Zaporizhzhya concurren cerca de 2.000 refugiados por día. Hacen una hilera adentro de las instalaciones y reciben un puñado de alimentos que pueden durar una semana con muchísimo esfuerzo. La comida tiene origen heterogéneo -desde Estados Unidos a un empresario local-, y nunca alcanza para todos.
“Los organismos internacionales nos prometen cajas todos los días. Pero la burocracia causa demoras, y entonces la comida no llega”, confió una voluntaria ucraniana que hace semanas que duerme poco.
La hambruna juega con la supervivencia. A las 11.30, una fuerte alarma empezó a sonar en Zaporizhzhya. Alarma es sinónimo de peligro y -eventualmente- de muerte instantánea. Pero nadie en la fila se inmutó. Hacía horas que esperaban su bolsa de comida, y no tenían intenciones de perder su turno.

Joseph Biden movió con audacia y autorizó que Antony Blinken y Lloyd Austin III se reunieran con Volodimir Zelensky en Kiev. El Presidente de Ucrania junto a los secretarios de Estado y de Defensa diseñaron una hoja de ruta común que implica armamento enviado por la Casa Blanca y la inmediata reapertura de la embajada de los Estados Unidos en la capital de Kiev.
Ese movimiento de pinzas ejecutado desde Washington no iba a quedar sin réplica desde Moscú. Y el sonido chirriante de las alarmas en Zaporizhzhya no hizo más que confirmar todas las hipótesis de conflicto que se analizaron en el Salón Oval antes del peligroso viaje que emprendieron Blinken y Austin III rumbo a Kiev.



Al lado del hangar que protegía toda la comida y los artículos de higiene personal que fueron donados para los refugiados, se encontraba un salón de medidas más estrechas que exhibía ropa de segunda mano de muy buena calidad. La fila era más corta, y la mayoría de las prendas estaban destinadas a mujeres y niños.
“La ropa son donaciones de la gente del lugar. Nada de aquí tiene que ver con organizaciones internacionales. Todo es de segunda mano, pero todo ayuda”, explicó la voluntaria a cargo de entregar la ropa que ya se había utilizado.


Zaporizhia es una ciudad gris a casi 500 kilómetros de Kiev. Sufre la arquitectura soviética y tiene el río Dniéper que provee energía eléctrica barata. Las condiciones de seguridad son firmes en la estación de tren y casi inexistentes en sus principales calles y avenidas.
Hay pocos retenes, escasos hierros retorcidos para frenar la ofensiva de un tanque ruso y las bolsas de arena fueron reemplazadas por gomas de autos al borde de la extensión. La gente es silenciosa y los militares ucranianos - a cargo de todo en el espacio público- se muestran irritados cuando tienen que preguntar la nacionalidad de un periodista extranjero.
El Kremlin anunció que abría -de nuevo- los corredores humanitarios. Ello implica que miles ucranianos en Mariúpol podrán moverse hacia Zaporizhzhya para encontrar un plato de comida caliente, buscar a los familiares desaparecidos y asumir que alargaron su vida.
Fotos: Franco Fafasuli
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