
Y sucedió que, un día, nos acostumbramos a la estridencia. Los disparates, la necedad y el show dejaron de surtir su efecto distractor, no seamos llamados a la sorpresa que, ni showman ni audiencia podíamos estirar más esa liga.
Es cierto que Andrés López Obrador se apoderó del interés nacional incluso antes de tomar posesión como presidente, el país entero escuchaba con atención cada palabra, cada gesto del nuevo mandatario, algunos desde la aversión buscando confirmar sus temores, otros desde la ensoñación de presenciar el “cambio verdadero”; las primeras planas daban cuenta del nuevo discurso lleno de poderosas frases chuscas que retumbaban en la opinión pública por semanas, cada declaración era sustituida por una más ruidosa, lo que, extrañamente, alimentaba las expectativas de estos y aquellos.
Hoy ya no, el presidente no marca más la agenda. Los acontecimientos lo han rebasado a un grado tal que sus esfuerzos por recuperarla solo logran exhibirlo desenfocado, molesto, cansado.
Ese 0.0% de crecimiento fue el primer golpe, la caída estructural de la salud pública le traía reclamos difíciles de calmar con las ocurrentes respuestas de siempre; Pemex no parecía abonar con sus insistentes números rojos y, para colmo, aparecemos las mujeres en el mapa, enojadas, llenando las calles del país un día y despareciendo al otro.
A más de un año de su arribo, la administración de la culpa empieza a flaquear, las administraciones anteriores se tornan borrosas ante las de decisiones provenientes de esto que nos vendieron como “la esperanza”, “la transformación”.
La pandemia del COVID-19 alcanza a un México vulnerable, con presupuesto de salud y fondo de emergencia secuestrados por utópicas macro obras, con una enorme población pobre que no puede permitirse cuarentena alguna, con personal médico desprovisto de protección y herramientas de trabajo. Pero el presidente no se entera, lo vemos estrechar manos, abrazar, besar niños y niñas pequeños, invitar a sus gobernados que lleven a sus familias a restaurantes, mostrando sus amuletos religiosos como medio de protección ante un virus de última generación; lo vemos insistir en esa perpetua gira que hoy tiene menos sentido que nunca.
No, Andrés Manuel, esta vez no hay adversario posible a quien culpar de sus actos, se trata de un enemigo de orden global, la débil ventaja que teníamos frente a éste era que se originó al otro lado del mundo, lo que suponía que podíamos anticipar medidas, observar las batallas ajenas, mirar sus estrategias, escuchar; pero es duro detener la inercia de tanta autocontemplación, la afición a su propia voz hace que la de los expertos suene lejana, inaudible. Si su popularidad es primero, ¿qué diversidad de reflejos puede pedírsele al espejo?
Cuidado, la rueda más averiada del carro es la que hace más ruido.
*Diseñadora y tuitera
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