A 40 años del descenso de Racing: crónica en primera persona de un año futbolístico trágico

El 18 de diciembre de 1983, en medio de una crisis institucional y deportiva, la Academia caída en la Primera B

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El descenso de Racing, una crónica anunciada
El descenso de Racing, una crónica anunciada

Algunos pasos del vía crucis académico. Fue una larga agonía. El camino de cualquier equipo hacia la pérdida de categoría es descendente, doloroso y, visto de lejos, lleva a un punto final inevitable.

Hace 40 años, el 18 de diciembre de 1983, Racing descendía a la Primera B. Esa tarde de domingo, como casi todos los domingos de esos años (y de los sábados de los dos siguientes) yo estaba en la cancha junto a mi papá y mi hermano.

Tenía 11 años y una radio a transistores en la oreja. En esa época mucha gente iba a la cancha con la radio (ya no eran Spikas: estas eran más chiquitas, livianas, sin la cubierta de cuero). Se escuchaba el relato del partido que se estaba viendo, o la transmisión central de Muñoz o Víctor Hugo con el partido más importante de la fecha, mientras daban al instante la información del resto de los encuentros –se jugaban todos en simultáneo. Yo no necesitaba que me dijeran quiénes eran los jugadores. En ese entonces tenía muy buena vista y uno de mis orgullos era reconocer a todos nuestros jugadores y a muchos de los rivales por la manera en que se movían: rara vez me equivocaba. Lo que yo necesitaba saber era cómo iba otro partido, el de Temperley y River. Aunque parezca mentira, me costó encontrar una emisora que lo transmitiera. River venía muy mal, estaba penúltimo en el torneo pero no peligraba su continuación en la categoría. Nosotros peleábamos con Temperley.

Esa tarde jugábamos con Racing de Córdoba que había tenido un torneo pésimo; estaba último, pese a sus buenos jugadores: Gasparini, Amuchátegui, Oyola, Coloccini, Ramos. Un partido ganable. Si lo hacíamos y Temperley perdía, llegábamos con posibilidades a la última fecha.

En la cancha no había tanta gente como ahora. El fútbol era menos convocante. Por esos años sólo los clásicos o los partidos definitorios agotaban localidades (cuando uno iba de visitante, siempre se conseguían localidades apenas 10 minutos antes del comienzo). La mala situación económica, el éxodo de casi todos los jugadores de la Selección después del Mundial 82 por la apertura de los mercados europeos y, en especial, la violencia salvaje y desatada de cada domingo alejaban al público. En Racing esa sensación se agravaba porque el anillo superior estaba clausurado.

Apenas empezó el partido, Racing de Córdoba se puso en ventaja. Pero, a los empujones, hicimos dos goles en pocos minutos. El primer tiempo terminó 2 a 1 mientras que en Temperley empataban 0 a 0.

El ambiente en el Cilindro era tenso. Había muchos nervios por la situación del equipo. Pero no era sólo eso. Ese día había mucha policía en las tribunas. Estaban con cascos, escudos, largos palos. Dentro del campo de juego, los uniformados con perros que miraban siempre hacía el público se habían multiplicado.

Después, en cinco minutos, se me vino el mundo abajo. En dos minutos, los cordobeses hicieron dos goles. Casi sin querer. En el del empate, al delantero rival le quedó la pelota mientras los centrales de Racing chocaban entre sí. Sacamos del medio, fuimos hacia adelante alocadamente, perdimos la pelota, salió el contragolpe, tiro libre para ellos cerca del área, golazo de Gasparini al ángulo. Hubo un largo silencio en el estadio. Estaba concretándose nuestro peor temor, aquello que los más razonables veían venir hace rato. Papá dejó de ver el partido, acarició la pierna de mi hermano que tenía los ojos fijos y vacíos en la cancha y me agarró fuerte la mano y me la acarició, mientras relojeaba mi reacción. Yo seguía aferrado a mi radio, escuchando como Francescoli se erraba un gol y haciendo cálculos, convencido de que en esa media hora que restaba podíamos hacer dos goles. Pero entre el ruido de lluvia de la emisora con poco alcance que había ido a relatar el partido en Temperley y que se trataba de una transmisión partidaria de River, me costó un par de segundos entender que había habido gol de Temperley, de Néstor Scotta, el que me habían contado que en Racing, años antes, había hecho muchos goles. Lo mire a papá e intenté contarle lo que había pasado. Antes de terminar de decirlo me puse a llorar. Hasta ahí llegado la esperanza ingenua, tropical, del nene de 11 años. En ese momento, en esa sucesión de fatal de tres minutos, de tres goles trágicos, entendí, lo que muchos, más razonables, ya habían asumido. Que el descenso era una realidad. Papá me abrazó y me dio varios besos. A él también los ojos se le habían llenado de lágrimas.

Tito Pizzuti, la máxima gloria del club (campeón como jugador, uno de los máximos goleadores de la historia, padre del Equipo de José), agarró el equipo en la fecha 7. Debutó en la cancha de Vélez. Una multitud llenó la cancha (todavía las tribunas estaban invertidas: el local iba a la de Reservistas Argentinos). En la popular de Racing la densidad demográfica por metro cuadrado era demencial, y las dos plateas medias y altas también estaban repletas. Los jugadores eran los mismos pero la llegada del Gran Tito era aire fresco. Los hinchas (de Racing y los otros también) nos ilusionamos fácil. Apenas empezó el partido, Carlos Bianchi, un goleador feroz, hizo el primer gol para Vélez. Un córner bombeado que cayó en el borde del área chica, el arquero salió a cortar pero el 9 le ganó en el salto. Pero Racing lo dio vuelta rápido. Marchetti de cabeza y Orte de tiro libre. Era una gran noticia: no sólo la capacidad de reacción si no que aparecían los buenos jugadores, los de categoría, los que podían marcar la diferencia. Antes del final del primer tiempo, otro gol de Bianchi para empatar. Otro centro al segundo palo, un central que la baja y a poca distancia de la línea, el 9 la empuja. ¿El arquero? Saltó hacia adelante cuando el 6 de Vélez (¿Omar Jorge? ¿Cucciuffo?) la bajó, como cubriéndose la cara, dejando libre el arco, quedando fuera de acción por varios metros: no sólo fue ineficaz e incomprensible su movimiento, sino algo todavía más imperdonable en un arquero: antiestético. En el entretiempo, la multitud de Racing se debatía entre el aliento al equipo y los insultos a su arquero. Mientras iban para el vestuario, Pizzuti, con un piloto muy elegante, caminó junto a él y le hablaba sin gesticular, casi sin mover los labios.

El segundo tiempo todo empeoró. El técnico de Vélez le habrá dicho a sus jugadores que al que no tiraba centros lo lapidaba. Los pelotazos llovían en el área de Racing. Y nuestro arquero tomó el peor camino, el de la desesperación. Salió a buscar cada pelota. Ni una vez se quedó en la línea a esperar que la suerte lo ayudara, que un central despejara, que Bianchi errara (cosa difícil), que un palo lo salvara. Y en cada centro la situación empeoraba. En algún córner falló en el cálculo por dos o tres metros: la pelota cada vez pasaba más lejos de sus manos; era un espectáculo atroz. Hasta que a los 15 minutos del segundo tiempo, hubo una serie de rebotes y la pelota se elevó y cayó sin fuerza un metro delante de la línea del área grande. César Lucadamo, el wing izquierdo rubio que esa tarde debutaba en Vélez, cabeceó, como pudo, hacia el lado del arco. Nuestro arquero quedó inmóvil, paralizado, como si un corset de yeso, desde el cuello a los tobillos, lo apresara. La pelota, débil, pasó a su lado y picó antes de pegar en la red. 3 a 2 abajo. La hinchada de Racing comenzó a cantar: “Ole lé Ola lá, queremos un arquero, un arquero de verdad…”. Pizzuti tomó una decisión inédita pero razonable: sacó al arquero y puso al suplente, un chico de 17 años de rulos dorados y sonrisa simpática que había ilusionado al hincha en un torneo juvenil televisado, Juan Zubczuk.

¿Quién era el arquero en esa tarde de Liniers? Se llamaba Alberto González y Racing lo había contratado hacía unos meses. Era el tercer (o cuarto partido) que jugaba. Dos fechas antes, en La Plata, Estudiantes le había hecho tres goles (dos de ellos de tiro libre) algo ridículos. Venía de Renato Cesarini, el equipo rosarino fundado por los Onega, los Solari y Artime, que jugó algunos campeonatos nacionales a principio de los 80. Alguien se lo ofreció a Racing. Daniel Onega, como dirigente de Cesarini, pidió dos mil dólares como pago del préstamo por un año. Era una fortuna para la situación económica de Racing y para un arquero desconocido. El arreglo fue más sencillo: González firmó y como contraprestación Racing le dio 10 pelotas de fútbol a Renato Cesarini. Sí, el arquero costó diez pelotas. Si no eran usadas, el precio fue excesivo.

La consumación del descenso terminó con incidentes
La consumación del descenso terminó con incidentes

Otro ejemplo: el 9 suplente del equipo se apellidaba Lozano. No había hecho Inferiores. Había venido a principios de año recomendado por Claudio Von Forster, preparador físico del entonces entrenador Rogelio Domínguez. Von Forster había visto jugar a este chico en el torneo interno de GEBA y lo llevó a Racing. Tenía 25 años. Era hábil, pero lento. Está demás decir que nunca pudo encontrar roce profesional, velocidad competitiva.

El plantel se completaba con rezagos de otros equipos; veteranos descartados o jóvenes promesas (incumplidas): Tesare, Azzolini, Pantera Rodríguez, Remigio Magallanes, Lito Bottaniz y varios más. En la etapa final del torneo, cuando nos acercábamos al abismo, se sumaron al equipo los chicos que habían salido campeones de Proyección 86, en especial Leiva y De Andrade, el 8 y el 10. Los quemaron, los inmolaron, al igual que a Caldeiro, otro buen prospecto que siempre dio la cara pero al que las frustraciones y la presión desmedida le arruinaron la carrera.

Había tres jugadores diferentes. En la defensa Gustavo Costas, un juvenil que en poco tiempo se convirtió en referente. Pero pocos días después del debut de Pizzuti tuvo una grave lesión en la rodilla y estuvo inactivo hasta mediados de 1984. Los otros dos eran delanteros. El Pampa Orte (de gran primera rueda, aunque después decayó y hasta se peleó con el DT) y Mario Rizzi, un muy buen jugador, noble, que se lesionó en un momento determinante del campeonato.

Verónica, mi esposa, cuenta que nunca vio llorar a su papá. Ni siquiera cuando murió su madre, la abuela de Vero. Jorge, mi suegro, era un hombre muy profesional, bueno, algo parco, las únicas efusiones las reservaba para la cancha. Su hija nunca lo vio llorar pero una vez, detrás de una puerta, escuchó su llanto amargo. Fue ese día del descenso de Racing. Llegó a su casa, saludó sólo con un movimiento de cabeza y se encerró en su dormitorio. Solía hacerlo cada vez que Racing sufría una derrota ominosa. Funcionaba como una especie de cura de sueño. Cerraba la puerta, se acostaba y dormía desde las 7 de la tarde del domingo hasta las 7 de la mañana del lunes. Empezaba la semana laboral triste pero descansado. Ese domingo todos en la casa se dieron cuenta que había sucedido algo diferente, que esa derrota no era igual a las demás. El llanto ahogado e inédito que se filtraba por debajo de la puerta era la mejor prueba.

El campeonato de 1983 traía una novedad: volvían los promedios, un sistema para definir los descensos que se había implementado por unas pocas temporadas a fines de los cincuenta. Se decía que alguien había pensado en reflotar este sistema para proteger a los Grandes después de que San Lorenzo perdiera la categoría en 1981. Se puede decir que el primer año, en parte, cumplió con su objetivo. Funcionó para River pero no para Racing. River, penúltimo en el torneo, no descendió. Lo hicieron Chicago y Racing, que no ocuparon las últimas posiciones en el torneo. Pero antes habría que hacer una serie de consideraciones. River acarreaba problemas desde principios de año. Una discusión por los contratos, una larga huelga, la salida de Fillol. Y ya sin posibilidades de irse a la B y desmotivado perdió en fila los últimos cuatro partidos del torneo.

En 1982 Racing se había salvado del descenso en la penúltima fecha. Le ganó 5 a 3 a Sarmiento de Junín con 4 goles del Ropero Díaz. La última fecha era contra Nueva Chicago que luchaba con Sarmiento por no descender. Ganaron los de Mataderos y muchos todavía hoy siguen creyendo que los jugadores de Racing no pusieron ese día todo el empeño que se esperaba de ellos. Esos dos puntos hubieran sido de gran utilidad la temporada siguiente.

Ese año, en el Mundial de España, el plantel argentino contaba con cuatro jugadores que en la temporada 81 habían jugado en Racing: Olarticoechea, Barbas, Calderón y Van Tuyne (hubiera habido un quinto si Uruguay clasificaba con Juan Ramón Carrasco y su parsimonia y su pegada excelsa). Ese plantel se desarmó por las deudas y el desmanejo. Los jugadores se fueron por poco dinero (Calderón a Independiente y en su debut nos hizo dos goles, el Vasco a River, Berta a Boca). La cancha estaba clausurada. Ese par de años hicimos de locales en Independiente y en La Bombonera. El Cilindro recién se reinauguró a mediados del campeonato de 1983 tras una serie de colectas y festivales encabezados por el Gordo Porcel.

La crisis institucional era severísima y se reflejaba en el nivel del plantel profesional. Pero la situación con algunos oasis ocasionales se extendía desde hacía tiempo, casi desde que yo había empezado a ir a la cancha. Peleamos el descenso en el 76, en el 77 nos salvamos en última fecha con gol de Killer a Platense, en el 80 la expectativa que generó el Toto Lorenzo se disipó rápido y finalizamos salvados por un interinato de dos jugadores (Cejas y Zavagno como Dt’s), en el 82 otra vez la cornisa, el 83 no lo pudimos evitar.

El torneo fue un calvario. El equipo tuvo pocos momentos felices y ni uno de solidez. No tenía mandíbula de cristal. Ni siquiera tenía mandíbula. Cada golpe iba al centro de su sistema nervioso central. Cada contrariedad era causal de nocaut.

Hubo unos pequeños ramalazos de optimismo, de ilusión. En la recta final del torneo le ganamos de visitantes a Platense, uno de los rivales en la carrera macabra. Después fuimos a jugar, otra noche (eran torneos de muchos partidos nocturnos, con fechas entre semana para finalizar el torneo antes de Navidad), a Ferro. El equipo de Griguol volvía a pelear el campeonato. A principio del segundo tiempo, se puso en ventaja con un gol de Carlos Arregui. Un rato después Márcico hizo el segundo pero fue anulado por el juez de línea. El Beto salió corriendo hacia el asistente y le protestó. El linesman se llamaba Orville Aragno y esa noche estaba dispuesto a hacerse notar. Agitó su banderín casi con desesperación por encima de su cabeza. Cuando el árbitro se acercó le dijo que Márcico lo había insultado. Calabria le sacó la roja. Los hinchas de Ferro enloquecieron. Nosotros, que estábamos, en frente, en la platea de cemento, nos ilusionamos. Un minuto después el juez de línea otra vez agitó su banderín pero esta vez en lugar de correr paralelo a línea de costado, con un pique corto se metió dentro de la cancha. Le habían pegado un pilazo en la cabeza (en esos años, las monedas de 100, gigantes y pesadas, con el sol y las pilas de las radios eran armas que solían utilizarse contra la terna arbitral). El proyectil había salido de la angosta platea de madera en la que se ubicaba el público local. Calabria suspendió el partido cuando faltaban 15 minutos. Volvimos a casa esperanzados: la AFA en un episodio similar le había dado los puntos, en ese mismo torneo, a San Lorenzo. Pero Grondona, una vez más, sentó jurisprudencia con(tra) Racing. Se reanudaba el partido y un día de semana a la tarde se jugaban dos tiempos (uno de 7 y otro de 8) en cancha de Atlanta. Pizzuti puso en la cancha a todos sus volantes ofensivos y delanteros. Un planteo novedoso: 2 – 1- 7. Y el milagro ocurrió faltando dos minutos. Centro de Orte, taco de Marchetti, definición de Caldeiro. Empate y un punto para alimentar el promedio. Dos días después, otra vez de noche, jugábamos de local contra Unión. Los santafecinos venían bien. Tenían un equipo repleto de veteranos que complicaban a cualquiera. Brindisi, el Chino Benítez, Zavagno, Pablo de las Mercedes Cárdenas, Cordero, el Turco Alí. Había que ganar. Nos pusimos arriba pero nos empataron enseguida. Ya terminaba el partido. Hubo algunos insultos. La policía rodeó a la barra de Racing. Caldeiro hizo el segundo y el milagro parecía posible. La barra celebró tirándose contra los policías que eran minoría. Los acorraló contra el paredón que daba al foso. Los uniformados retrocedieron al verse asediados. Un minuto antes del final, el mazazo: error de Tesare y Leroyer, gol de Brindisi. 2 a 2. Las posibilidades cada vez eran menores.

"Adiós Racing, hasta pronto", tituló El Gráfico
"Adiós Racing, hasta pronto", tituló El Gráfico

Tres días después jugábamos contra Racing de Córdoba. Mi papá me habló varias veces en esos tres días. Me ofreció que no fuera. Le dije que de ninguna manera. Me pedía que me hiciera a la idea de que lo más probable era que descendiéramos. Yo hacía cálculos en mi cabeza. Sabía quién jugaba contra quién y qué resultados debían darse para evitarlo. Mientras tanto el torneo lo peleaban Independiente, Ferro y San Lorenzo. En la última fecha debíamos jugar con Independiente de visitantes. En el colegio, ese viernes después del empate contra Unión un compañero que jugaba muy mal al fútbol, que nunca había ido a la cancha, me cargó. Yo, que nunca desobedecía, que nunca me llamaban la atención, le tiré una piña y lo perseguí por todo el patio. Me pusieron una nota en la libreta. Fue la única comunicación escolar que firmó mi papá en toda mi carrera escolar.

Volvamos al partido contra Racing de Córdoba, el del 18 de diciembre de 1983. Al final hubo un gol más de Racing. Diego Castello bajó un centro, la pelota pasó entre las piernas del arquero y definió con el arco vacío. Pero ya nadie lo gritó, a nadie le importaba demasiado. Todos estaban pendientes de lo que pasaba detrás del arco y en uno de los córners. Algunos hinchas tiraban cosas a la cancha, insultaban a los jugadores y parecía que querían entrar a la cancha. Los policías comenzaron a pegar salvajemente y a tirar gases lacrimógenos. Cada vez aparecían más. Con palos, escudos y lanza gases. Por cada rincón del estadio. La gente corría por todos lados. La policía seguía pegando, como si hubieran ido a vengarse de lo ocurrido el jueves anterior. A un hombre, con un nene en brazos, lo molieron a palazos contra un paredón. Todo fue inexplicable. Las fuerzas policiales parecían estar marcando terreno, un tono, a las nuevas autoridades democráticas. Desde el campo de juego, apuntaban con los gases lacrimógenos contra la platea. Y los gases explotaban contra los asientos de cemento gigantes que tenía el Cilindro. Era una emboscada. Los que habían intentado salir del estadio volvían porque afuera la situación era peor. Había un cerco impenetrable alrededor del estadio. Cada tanto un policía quedaba desprendido de su grupo y era atacado por decenas de hinchas. El horror duró más de una hora.

Mi papá mojó el pañuelo de tela en el baño y nos lo puso en los ojos. Se mantuvo tranquilo (siempre que había lío en la cancha lo hacía). Hablaba sereno, me decía que no me preocupara, que estando con él no me iba a pasar nada. Nunca me soltó la mano. Yo tenía miedo, pánico. Había gente ensangrentada, sentía como si tuviera un rallador en la garganta y como si mis ojos hubieran sido rociados con limón. Detrás de las plateas techadas había un largo descanso en el que nos refugiamos varios, detrás de un mostrador de cemento.

Ese año la violencia en las canchas fue demencial. Cada domingo había incidentes gravísimos. En la primera rueda, en la Bombonera, la Doce comandada por el Abuelo había jugado al tiro al blanco con los simpatizantes de Racing. Lanzaron varias bengalas marinas de una tribuna a la otra hasta que una se depositó en el cuello de Roberto Basile, un bancario de 25 años. Un horror.

La última fecha con Racing ya descendido, debimos ir a la cancha de Independiente que con un triunfo salía campeón. La mayoría de los jugadores más veteranos de Racing se negaron a jugar, alegaron estar de mal ánimo. Pizzuti dio la cara y puso un equipo repleto de juveniles, los únicos que aceptaron el desafío. Independiente, que tenía un equipazo, ganó 2 a 0 con goles de Giusti y Trossero y se coronó campeón.

Ese domingo 18 de diciembre llegamos a casa muy tarde. La violencia se extendió por horas por las calles de Avellaneda. No fue fácil salir. Cuando entramos, mi mamá estaba sentada en la cocina, esperándonos, con dos radios prendidas. No había celulares y había que esperar las noticias, tener paciencia. Nos abrazó muy fuerte a los tres. Me acuerdo que me apretaba y mientras me besaba, me palpaba la cara, los brazos, el cuerpo, como asegurándose que habíamos vuelto enteros.