Fui, vi y escribí: El pasado nunca muere

Reflexiones y obras sobre ese ayer que insiste, el que nunca muere, el que vuelve una y otra vez a nuestras cabezas y que incide en el presente. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

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Intervención fotográfica de Carmen Cáceres. (Gentileza de la autora)

Hola, ahí.

Hay una frase atribuida al filósofo chino Lao- Tse que dice: “Si estás deprimido, estás viviendo en el pasado. Si estás ansioso, estás viviendo en el futuro. Si estás en paz, estás viviendo en el presente”. La frase circula hace mucho (de hecho acabo de leerla en Personas decentes, la nueva y gran novela de Leonardo Padura) aunque sobre su supuesto autor todo es misterio, ni siquiera se sabe si efectivamente existió. Su nombre quiere decir algo así como “viejo maestro”, habría sido contemporáneo de Confucio (551 a. C. 479 a. C), aunque mayor que él, y supuestamente es el autor del Tao Te Ching, la obra central del taoísmo, un tratado clásico de espiritualidad y filosofía que podría en realidad ser una compilación de frases de diversos autores.

Pero aunque eso parece, no te voy a hablar hoy de filosofía china sino del pasado que insiste, el que nunca muere, el que vuelve una y otra vez a nuestras cabezas y que incide en el presente. No estoy deprimida y no vivo en el pasado: pero lo pienso, me atrae, quiero saber qué fue de los míos antes de que yo existiera, qué era este mundo antes de mí. Quiero saber también quién era yo, cómo era todo antes de hoy; me resulta fascinante el trabajo sobre los recuerdos y por eso me gustan y me conmueven tanto las creaciones artísticas sobre la memoria, la reconstrucción de lo real en el pasado, las historias de vida y las autobiografías.

Recuperar la sensación

“La paradoja del presente es que solo existe como superposición de tiempos. Nada es presente puro, tod@s estamos siendo lo que fuimos y lo que seremos”.

Lo dice Carmen Cáceres en su cuenta de Instagram a propósito de una hermosa intervención fotográfica que hizo (y que podés ver arriba, en la apertura de este artículo), en la que se ve la imagen en blanco y negro de una mujer en lo que podría ser una publicidad de los 50 o los 60; en realidad, es su cara y algo de su cuello lo que se ve. Atravesando su cara, como si se viera a través de rayos X, una pareja joven, ambos en traje de baño. Todo indica que la foto de la pareja es aún más antigua que la de la mujer de cejas bien marcadas que parece llevarse el mundo por delante… tal vez desde su cocina. “Me fascina intervenir fotografías”, escribe Carmen en su posteo, “mover el sentido de esas imágenes que ingenuamente parecían decir ‘estoy acá’, ‘soy esto’”.

"Al borde de la boca", de Carmen Cáceres

Carmen es una escritora argentina, misionera, para mayor precisión. Hace unos meses la editorial Fiordo publicó un libro suyo de no ficción que se llama Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate y que, a partir de una rigurosa investigación y una aproximación singular y sensible, produce el efecto de un moderno tratado filosófico sobre la infusión nacional. Es un texto sobre el pasado, sobre el presente y también una mirada sobre lo que podría ser el futuro del mate a partir de la pandemia y lo compara con lo ocurrido a fines del siglo XIX, cuando luego de la epidemia de fiebre amarilla el mate se refugió en la intimidad.

Me interesa la cuestión temporal que aborda Carmen. “Mi premisa es que el mate es una ceremonia en la que uno atiende a una materialidad que devuelve al presente. El mate impone una rutina fragmentaria que nos hace volver a nosotros. En un camión, en la oficina o en el campo volvemos sobre nosotros”, le dijo la escritora a Ana Clara Pérez Cotten en una entrevista para Télam.

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Algo central en la obra de la flamante Nobel Annie Ernaux es el trabajo sobre el pasado y la reconstrucción por escrito del momento que quedó atrás, tal como lo vivió. (Francesca Mantovani-editions Gallimard)

Este año la academia sueca le otorgó el Nobel a la escritora francesa Annie Ernaux. Si leés sobre estos temas y, además de leer medios, andás por las redes, habrás visto a muchas mujeres contentas por esta edición del premio y posiblemente también a varios hombres emitiendo opiniones agrias y contrarias a la decisión del jurado. También habrás leído cuestionamientos a Ernaux por su postura pro palestina y a favor del boicot a Israel con comentarios que señalan algo así como que el Nobel este año premió a una antisemita. Bueno, aprendamos a leer todo y a sacar nuestras conclusiones.

Por mi parte:

-Soy mujer y estoy contenta por el premio a Ernaux.

-Valoro enormemente a los críticos y grandes lectores varones que salieron rápido a escribir a favor del premio y de la obra de Ernaux, sobre todo esto último, destacando así el trabajo de una autora extraordinaria más allá de su feminismo. A los señores que sangran por la herida porque no premiaron a sus autores varones favoritos: saludos cordiales.

-Soy judía, no estoy en contra del Estado de Israel y no estoy de acuerdo con ningún tipo de sanción ni boicot ya que, finalmente, solo perjudican a las poblaciones y no a los Gobiernos, pero de ninguna manera pienso que estar a favor de la causa palestina convierta a una persona en antisemita.

Aclarados estos puntos, voy al tema de este envío que es, además, el punto central de la obra de la autora de La mujer helada, Pura pasión y El acontecimiento: la reconstrucción del pasado, la reconstrucción escrita del momento que quedó atrás. Hace dos años tuve la fortuna de hacerle una entrevista por escrito; había comenzado a leerla entusiasmada por comentarios de personas muy lectoras y confiables como Alberto Giordano o Virginia Cosin.

Trabajé mucho el cuestionario, sentía que estaba ante una oportunidad única. Ella respondió a mi trabajo y a mi entusiasmo de una manera excepcional. En esa entrevista cualquier lector curioso puede entender de qué trata el proyecto literario de esta mujer de 82 años para quien escribir “no ha sido sustituto del amor, sino algo más que el amor o que la vida”, como señala en uno de sus diarios.

Una de las preguntas tenía que ver con algo que ella siempre advierte y es que cuenta los hechos no como sucedieron sino como fueron vividos. Le pedí precisiones sobre esto; me interesaba porque sabemos que toda memoria es colectiva y que un mismo hecho puede ser vivido con diferente intensidad por los diferentes protagonistas. ¿Pero cómo se escribe —de manera literaria— sobre eso?

Algunos de los títulos de la obra de Annie Ernaux.

Esto me respondió:

”Cuando se trata de eventos personales, creo que podemos ver muy bien la diferencia que hay entre contarle a alguien una historia de amor, la pérdida de una persona, etc., incluso con todos los detalles posibles, y recordar lo que se experimentó de manera indescriptible, confusa, algo que no puede entrar en una narración. Además, muchas veces sucede que después de haberle confiado a alguien un hecho, uno experimenta un sentimiento de decepción, de incompletitud. Cuando escribo intento recuperar la sensación de ese momento, despertarla en la memoria y no dejarme llevar por la historia. En mis libros, no sé si se percibe, pero yo intento descomponer todo lo posible los momentos, las imágenes, para revivir ese presente o, dicho en otras palabras, la experiencia con la que se fusiona. Para evocar los hechos históricos, colectivos, me baso en la forma en que los experimenté, o, si ocurrieron antes de mi nacimiento, en lo que me contaron mis padres o dijo la gente acerca de ello”.

Recuperar la sensación: despertarla en la memoria y no dejarse llevar por la historia. Descomponer todo lo posible los momentos, las imágenes, para revivir ese presente, eso dice. Por lo cual, al escribir sobre ese pasado, al reescribirlo, lo que ocurrió tiempo atrás vuelve a ser presente.

El presente, esa superposición de tiempos, como dice Carmen Cáceres. Cuando queremos capturarlo, ya es futuro.

El disco externo de nuestra memoria

Julian Barnes y su esposa, ya fallecida, Pat Kavanagh. La fotografía es de Angela Gorgas, es de 1978 y fue donada por su autora al National Portrait Museum de Londres

“La vida es la historia que nos contamos sobre ella”, escribe Julian Barnes.

”¿Cuántas veces contamos la historia de nuestra vida? ¿Cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino sólo la historia que hemos contado de ella. Contado a otros, pero, sobre todo, a nosotros mismos”, le dice al lector Tony Webster, protagonista y narrador de El sentido de un final, novela de Barnes publicada por Anagrama en la que el protagonista se reencuentra con una vieja novia cuarenta años después.

”Cuando somos jóvenes, nos inventamos futuros distintos para nosotros mismos; cuando somos viejos, inventamos pasados distintos para los demás”, escribe también en esa novela. Pienso que los otros, los que compartieron nuestra vida, son como un disco externo de nuestra memoria. Nos ayudan a reconfigurar ese pasado, nos asisten en la tarea de hacer presente ese pasado, aunque hayan visto las cosas de otro modo, registrado otras escenas y hasta ignorado lo que para nosotros fue sustancial.

Días atrás almorcé con mi prima Diana. Pertenecemos a la misma familia (paterna por mi parte, materna por la suya) y también a la misma generación. Compartimos parientes e historias, asistimos muchas veces a las mismas celebraciones o momentos tristes y guardamos en la memoria anécdotas en común pero también momentos individuales, relatos, historias, frases de los que quisimos y ya no están. Cada vez que nos juntamos intercambiamos sobre nuestro presente pero siempre, inevitablemente, volvemos hacia el pasado y aparece puesto en palabras el arrepentimiento por no haber sabido más, preguntado más, conocido más de la historia de aquellos que nos precedieron. Entre las dos, buscamos reconstruir ese ayer.

Sabemos que el zeide Arón nació en un pueblo que podemos llamar Rozhinoy en ídish (así lo llamaba él), Rozana, en polaco, Ruzanai, en lituano o Ruzhany, en ruso o bielorruso. Hoy ese pueblo queda en Bielorrusia. Ahí nació también Yitzhak o Isaac Shamir (1916-2012), ex primer ministro israelí.

Comparto los datos de Wikipedia sobre el pueblo en el que nacieron Arón y Shamir:

Ruzhany es un asentamiento de tipo urbano de Bielorrusia perteneciente al raión de Pruzhany en la provincia de Brest. Es la sede administrativa del consejo rural homónimo sin formar parte del mismo.

En 2017, la localidad tenía una población de 3023 habitantes.

Se conoce la existencia de la localidad desde 1552, cuando se menciona como una propiedad de la familia noble Tyszkiewicz. En 1598 fue adquirida la localidad por la casa noble Sapieha, que la convirtió en una de sus principales localidades por hallarse en el camino histórico de Orsha a Lublin. En 1637, Vladislao IV de Polonia le concedió el Derecho de Magdeburgo y su escudo de armas. En la partición de 1795 se incorporó al Imperio ruso. Antes de la Segunda Guerra Mundial, tres cuartas partes de los habitantes eran judíos, pero casi todos los judíos locales fueron asesinados por los nazis en Treblinka y la localidad fue repoblada por bielorrusos durante el período soviético.

Se ubica unos 50 km al noreste de la capital distrital Pruzhany, sobre la carretera P 85 que lleva a Slonim.

La sinagoga de Ruzhany en su esplendor y los restos del templo. Los judíos conformaban la 3/4 parte de la población. Todos fueron deportados al campo de exterminio nazi de Treblinka.

Mi abuelo llegó a la Argentina con 16 años, sin plata ni idioma. Debe haber sido en 1925 o 1926. Me contaba mi prima que pudo haber elegido ir a Canadá, pero se decidió por la Argentina. En ambos países tenía un contacto. Un contacto no es ni plata ni idioma, es apenas eso, un nombre, una dirección, una referencia. Llegó y partió a Santa Fe, donde trabajó un tiempo en la panadería de una familia conocida. Creemos que fue en Ceres. Muy pronto se fue a Salta, donde conoció a mi bobe Rebeca (nacida en 1910 en Kiev; en la partida de nacimiento de mi papá dice que su madre es de nacionalidad rusa: dato hermoso del pasado para leer en este presente de guerra). En Salta, Arón y Rebeca armaron una familia, montaron una tienda de ramos generales, criaron a tres hijos y, a mediados de la década del 40, vinieron a Buenos Aires, donde ya se instalaron para siempre, un siempre que duró hasta 1981 para ella y hasta 2005 para él.

¿Por qué te cuento esto? Porque nada me interesa más que las historias de vida de los que me antecedieron. Y porque cada vez que me pongo a pensar en el shtetl (pueblo) en el que nació mi abuelo, me doy cuenta de que me gustaría saber absolutamente todo sobre ese lugar y sus habitantes: quiero una película documental que nunca existirá, quiero saber si Arón dejó algún amor cuando emprendió el viaje, si supo algo de sus amigos antes de que se los llevaran a Treblinka, si su familia —la mía— tuvo contacto alguna vez con la familia de Shamir, cuyo apellido era por entonces Jaziernicki.

(Zeide, ¿por qué nunca te pregunté si conocías a Shamir? ¿Por qué nunca te pregunté nada? ¿Por qué cuando somos chicos no nos damos cuenta de que alguna vez vamos a querer saberlo todo sobre nosotros?)

Ese mediodía del almuerzo con mi prima en un bar de Palermo (cuando éramos chiquitas íbamos los domingos a los bosques de Palermo a pasar la tarde, me acuerdo bien de la mesa plegable en la que los grandes tomaban el mate) volvimos al pasado en común y Diana me dijo una frase del zeide —un tipo bravísimo, cuya sola presencia intimidaba— que yo no conocía. A su modo, también tiene que ver con el tema de hoy.

Yo perdono y olvido pero nunca olvido lo que perdono”.

No puedo preguntarle ya nada a Arón, nadie hará un documental sobre Ruzhany y por ahora solo resta seguir leyendo los posteos de “Belarus Family Roots”, el grupo de familiares que buscan en Facebook información sobre sus ancestros nacidos en aquella región del mundo que, a comienzos del siglo XX, cambiaba de propietarios de la mañana a la noche.

Bueno, antes también.

Bueno bis, ahora también.

Sin testigos

"En busca del cielo", de Nathalie Leger (Chai)

Anoche leí En busca del cielo, de la escritora e investigadora francesa Nathalie Léger (1960). Publicado por Chai (que ya había publicado el singular y bello Sobre Barbara Loden) y con prólogo de Mercedes Halfon, se trata de un libro breve en el que Léger busca poner en palabras el duelo luego de la muerte de su marido, el dramaturgo Jean-Loup Rivière, quien falleció enfermo de cáncer en 2018, pocas semanas después del diagnóstico. En esas mismas semanas, además, murió la madre de la escritora, lo que la dejó en situación de absoluta inermidad.

”Habría que inventar un tiempo gramatical, una conjugación para hablar de los muertos en presente sin parecer que enloquecimos”.

”Beso todos los objetos que tocaste, le paso la lengua al armazón de tus anteojos, a tu pluma, le doy besos a las páginas de tus libros, a tu nombre, beso tu nombre en las tapas. No se puede saber nada del amor, ni se puede saber nada tampoco de la muerte. Avanzamos a rastras, avanzamos sin tener la menor idea, pero con un tacto infalible”.

”Mi cuerpo ha envejecido de repente. (...) Me levanté convertida en una vieja, minúscula, encorvada, llena de arrugas. Tu muerte arrancó de golpe la sábana que cubría mi desnudez. Así que tanteo palabras para ocultarme, pero qué voy a ocultar, si ya ni sé qué nombre darle a lo que soy”.

En su libro, Léger habla de algo que ella estaba escribiendo cuando llegó la enfermedad y luego la muerte de su esposo, algo que él ya no verá, algo sobre lo que no opinará nunca. Algo que, como dice ella, finalmente termina siendo este libro sobre la muerte de él.

Muchas veces pienso adónde va a parar todo el conocimiento que una persona adquiere durante su vida una vez que muere. Algunos enseñan, escriben libros y eso de alguna manera es una suerte de herencia pero no todo el conocimiento que uno reúne en su vida toma forma de clases o textos propios. Lo que me resulta inquietante es pensar adónde van a parar las cosas que nos contaron, que preguntamos, que quisimos saber con desesperación. Adónde va lo que nos provocaban las películas o las canciones, las frases de amor que pronunciamos o nos dedicaron; adónde esas revelaciones que nos pidieron mantener en secreto o que callamos para no perjudicar a otro. Me angustia ese final de nosotros y de todo lo que nos llevamos cuando nos vamos.

Uno de los cuadros de la serie de los Nen{ufares, de Monet.

Otro fragmento:

”Encontré un papelito en el bolsillo de una de sus camperas, mientras la doblaba para agregarla al monumento de ropa y de objetos suyos que sigue ahí, en la oscuridad del armario. Me desespero por leerlo. ¿Unas palabras, unas últimas palabras? ¿Una frase final? ¿La gloria definitiva de sumar una máxima radiante al mundo? Era la lista de compras para la última feria de alimentos del verano pasado”.

En busca del cielo me hizo recordar a varios libros de duelo pero sobre todo a Niveles de vida (Anagrama), también de Julian Barnes —digo novela y pienso en novela de no ficción, ese género que de alguna manera es el que practica Ernaux—, escrito luego de la muerte de su esposa, Pat Kavanagh. Me hizo acordar por varios motivos, entre ellos porque Barnes cuenta en paralelo a la historia de su pérdida lo que fueron las primeras experiencias de vuelo en globo entre Inglaterra y Francia y, en su ensayo, Léger menciona diversas citas y entre ellas la del físico aeronáutico Jacques Charles, quien registró el primer viaje en dirigible, el 1 de diciembre de 1873. Ambos hablan de la conquista del cielo.

Ella lee las palabras del físico en Cartes et figures de la Terre, un texto de su esposo muerto: “Nunca habrá nada que iguale el momento de hilaridad que atravesé al sentir que me alejaba de la Tierra. Me parecía que estaba respondiendo a todo elevándome por encima de todo. (...) En medio del placer inexpresable de aquel éxtasis contemplativo, yo era el único cuerpo consciente en el aire, y veía al resto de la naturaleza sumida en la penumbra. El frío no era insoportable. Yo exploraba pasiblemente todas mis sensaciones. Me escuchaba vivir, por así decirlo”.

Te decía que pensaba en Barnes y en su libro, y recordé sobre todo los conmovedores momentos en los que el inglés habla del pasado en común de la pareja, que ahora solo tiene un testigo porque falta el disco externo más amado.

”Ahora «nosotros» se ha diluido en «yo». La memoria binocular se ha vuelto monocular. Ya no existe la posibilidad de componer con dos recuerdos inciertos de un mismo suceso uno más fiable, único, por triangulación, por agrimensura aérea. Y así ese recuerdo, ahora en la primera persona del singular, cambia. Es menos el recuerdo de un suceso que el recuerdo de una fotografía del suceso”, dice Barnes explicándole al lector uno de los ángulos de su nueva y no buscada soledad.

Ennio y el mundo en una batuta

Por estos días puede verse en el cine una película magnífica, un documental que reúne imágenes de grandes películas de la historia del cine que tienen en común que fueron musicalizadas por el más grande de todos, el romano Ennio Morricone. No tengo dudas de que sabés quién fue Morricone (1928-2020) y que, aunque en principio tal vez no puedas tararear su música, en cuanto empieces a ver todo lo que hizo no vas a poder creerlo porque se te va a venir toda tu vida encima.

"Ennio, el maestro", de Giusseppe Tornatore

Ver Ennio, el maestro es escuchar todas las piezas que compuso este genio —más de 500 bandas de sonido— que quiso dedicarse a la música llamada “seria”, llegó al cine por una cuestión pragmática y económica y terminó inventando un género.

Sergio Leone, Gillo Pontecorvo, Quentin Tarantino, Bertolucci, Lina Wertmüller, Almodóvar y Giuseppe Tornatore son algunos de los directores para los que compuso el hombre cuyo mundo cabía en una batuta. Y es justamente Tornatore, el director de Cinema Paradiso (y ahí sí que no vayas a decirme que no recordás esa música, no te creo) quien dirige el documental en el que hablan todos aquellos que trabajaron con el monstruo pero también el propio maestro, quien cuenta con palabras, con las manos y con una cantidad de onomatopeyas y sonidos maravillosos lo que fue su vida. Morricone hace memoria y no podemos más que agradecer ese talento y ese testimonio. Desde ya, preparate porque después de ver esta película vas a querer ver o volver a ver todas las que son citadas en el documental, desde Por un puñado de dólares, hasta Novecento, Investigación de un ciudadano sobre toda sospecha o Érase una vez en América.

Muchas veces digo que soy afortunada. Y como muestra de eso voy una vez más al pasado, a 2009, y lo hago presente. Y vuelvo a entrar a los que fueron los célebres astilleros de Gdansk, al norte de Polonia, en el Báltico, ahí donde se desarrollaron huelgas históricas y donde el electricista Lech Walesa saltó el muro de la historia y apuñaló la ocupación comunista de cinco décadas de su país al tiempo que hería de muerte a una ideología y un sistema.

Los astilleros ya no funcionaban, esa noche no eran los obreros quienes entraban por sus puertas sino miles de polacos de todas las edades que llegaban para ver el concierto de Ennio Morricone en el marco de los homenajes por los 20 años del primer Gobierno democrático poscomunista. Estuve ahí, viendo al anciano que entonces tenía 80 años y escuchando también a la soprano que, vestida de rojo shocking, te clavaba con su voz todos los puñales de la emoción.

Joan Baez, en 2018. (Shutterstock)

Hay muchos momentos conmovedores en la película de Tornatore y el solo hecho de escuchar al genio contando los secretos de su resorte creativo es algo fuera de serie, pero lo que realmente me partió al medio, debo decirte, fue ver y escuchar a Joan Baez contando su experiencia con Morricone cuando se reunieron para grabar ese tema que para mi generación sigue siendo un himno contra la injusticia, La balada de Sacco y Vanzetti, esa maravilla que comienza con:

“Here’s to you Nicola and Bart

Rest forever here in our hearts

The last and final moment is yours

That agony is your triumph”

(Brindo por ustedes, Nicola y Bart.

Descansen para siempre aquí en nuestros corazones

El último y último momento es vuestro.

Esa agonía es vuestro triunfo”).

Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti eran anarquistas italianos que fueron juzgados, sentenciados y ejecutados en la silla eléctrica en 1927 en Estados Unidos por presunto robo a mano armada y asesinato. Eran inocentes.

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Respondo cada semana los correos que me envían a hpomeraniec@infobae.com. A veces me demoro un poco, son muchos y los leo completos. Si hay algo que me entusiasma mucho de Fui, vi y escribí es la respuesta a mi trabajo que llega a través de sus mensajes. Que se tomen ese tiempo para responder a las consignas o al tema de estos envíos me emociona como pocas cosas: no tengo palabras para agradecerles tanta dedicación.

A propósito de Argentina, 1985 (y ya que hablamos de cómo el pasado nunca muere), Pablo Colombo, científico e investigador del Conicet, escribió un texto hermoso contando dónde estaba cuando ocurrió el Juicio a las Juntas pero fue más allá, al hablar también de lo que vino después en materia de decepción con el Felices Pascuas (“la puñalada trapera”, dice) y el indulto de Menem, que, asegura, no lo sorprendió. Con su autorización, reproduzco el impresionante final de su mensaje, con cita de Shakespeare incluida.

Ricardo Darín y Peter Lanzani como Julio Strassera y Luis María Ocampo en "Argentina, 1985", de Santiago Mitre.

”Desde entonces vi muchas cosas, y figuras que me parecían grises o mediocres, al lado de las tenebrosas, parecen refulgentes. Yo que me creía tan vivo soy ahora un anciano gris, y ‘el cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia y que no significa nada’ llega a su fin. Cada vez que un exalumno/a se acerca a agradecer el celo que dediqué a mis clases es como cuando, en esa biblioteca fantástica, un burócrata encuentra la línea oh tiempo tus pirámides entre millones de parrafadas inconexas.

Bueno, ‘la historia de (Santiago) Mitre’ me revela hoy que haber sido testigo de ese momento cenital le dio sentido a algo que no lo tiene ni lo tendrá.

Hombres y mujeres comunes, como Strassera y sus auxiliares, son gigantes al lado de los insectos imperceptibles que nos rodean. Disiento con Borges, que creía que los monstruos saben que son monstruos y colaboran con su destrucción; muchos/as, en su infinita megalomanía y egoísmo monstruoso, se creen la esencia misma de la argentinidad. Lamento, en un rapto de enojo, haber metido a los insectos en todo esto: soy entomólogo, y sé de primera mano que son muy buena gente. Algunos, como las luciérnagas, son incluso luminosos”.

El newsletter sobre Blonde, Marilyn y la revictimización tuvo enorme recepción entre ustedes. Me escribieron correos muy conmovedores y mensajes en las redes con historias personales durísimas, y también advertí que muchos lectores estaban tan enojados como yo por esa película que muchos esperábamos con verdadero entusiasmo y resultó un abuso más en la vida de la rubia más linda del mundo.

Esta vez, la propuesta es hablar sobre el pasado, en realidad, hablar sobre qué les pasa con su pasado o con el pasado familiar. ¿Vuelven con frecuencia a ese ayer? ¿Les despierta curiosidad saber más de lo que saben? ¿O prefieren que quede ahí, oculto, tal vez para que no duela más?

Los voy dejando, ahora sí, con una foto del genio de la música. Espero de corazón que vayan a ver el documental sobre Morricone, que no puede más de hermoso y estimulante, y les deseo a todos una muy buena semana.

Hasta la próxima.

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