Anticipo de “Un futuro anterior”, de Mauro Libertella

La nueva novela del escritor argenmex aborda una historia de amor pero también una transformación afectiva, narradas a lo largo de una década vivida no sin sobresaltos

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La novela "Un futuro anterior", de Mauro Libertella, fue publicada por Sexto piso
La novela "Un futuro anterior", de Mauro Libertella, fue publicada por Sexto piso

A comienzos de 2008, Leticia se mudó a un departamento de tres ambientes en el barrio de Caballito, a pocas cuadras de plaza Irlanda y cerca también de la Facultad de Letras. Era un cuarto piso con ventanas a la calle en un edificio algo demacrado que su madre había comprado para ella. Para matizar la soledad de esa, su primera casa, aceptó como regalo de una amiga una gata negra y carismática a la que le puso de nombre Asia y de apellido Trash. Asia Trash.

El día que le dieron las llaves, me la crucé en los pasillos de la facultad y me contó la buena nueva. La felicité y, narcotizada de entusiasmo, me dijo que esa noche iba a invitar a quien quisiera para bautizar el departamento con un poco de cerveza y unas pizzas. Todavía no hay muebles, no hay nada, precisó.

Yo me iba a ver con mi novia, así que le pregunté por mensaje de texto si quería ir a esa inauguración y me contestó que sí. Manuel también iba a estar, por supuesto, y algunos amigos más. La gente estaba invitada a las diez, pero con Leticia terminábamos de cursar en la facultad a las ocho, así que acordamos que iríamos juntos, caminando. Nuestras respectivas parejas llegarían un poco después.

Paramos en una pizzería de la zona, compramos cuatro grandes de muzzarrela, y entré por primera vez a ese departamento al que luego iría tanto. Ahí estaba Asia Trash, hermosa y muerta de miedo, comiendo comida de un platito de metal en un rincón de la cocina. Nos sentamos en el piso de un living vacío, uno al lado del otro, nuestras espaldas contra la pared, nuestras piernas casi pegadas. Atacamos una cerveza y conversamos solos luego de mucho tiempo. Había algo clandestino en esa conversación, una particular adrenalina rubricaba nuestras palabras. Como en los autos, como en el diván de un psicoanalista, como en un confesionario, hablábamos sin mirarnos a los ojos y así pudimos deponer el pudor y decir cosas que nunca habíamos dicho. Fue una cita extraña, un encuentro en cierto modo casual pero largamente ensayado en nuestras cabezas. Fueron apenas dos horas, pero sirvieron para confirmar aquella primera impresión, la descarga eléctrica aún intacta de esas primeras veces en las que nos habíamos visto.

Un rato después empezaron a llegar su novio, mi novia, los amigos. Fue raro. Nos movíamos en falsa escuadra, como si nos hubieran pescado en medio de un robo, de un delito. Supongo que varios lo percibieron, porque cuando salimos de ahí, embotados por el alcohol, mi novia me preguntó qué había pasado en las horas previas a su llegada.

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–Nada, ¿por qué?

–Dale, no soy tarada. Me doy cuenta de que ella te gusta.

–Jaj, qué graciosa. Es la novia de Manuel. Es una compañera de la facultad.

–No soy ciega. Vi cómo se miraban, cómo ella se ríe de tus chistes, cómo vos le festejás todo.

Cambié de tema –no sé cómo lo hice, pero cambié de tema– y ella, elegante y cortés, hizo como que el asunto había terminado y se plegó con amabilidad al nuevo tópico de conversación, aunque la semilla de la duda ya había quedado plantada. Algo quedó flotando ahí, no podía ser de otro modo; algo que iba a reaparecer, que ya no se iba a ir.

Unos días después di un paso más y le conté todo lo que me estaba pasando a un amigo. Era el único del grupo al que le podía confiar mis secretos más bajos, aunque sabía que le estaba pidiendo un enorme sacrificio, que lo estaba poniendo en una situación muy comprometida, en la medida en que lo convertía, de manera compulsiva, en portador de un secreto que quemaba y que terminaría destruyendo, eventualmente, al grupo de amigos, del que él era parte.

Lo que le dije fue que Leticia me gustaba y que creía que yo a ella también y que la situación me estaba empezando a perturbar, me estaba contaminando la cabeza, intoxicando la razón. ¿Qué hago, lo corto ya o avanzo y que sea lo que tenga que ser? Él, racional y equilibrado, me aconsejó que retrocediera.

Había mucho por perder. Que lo podía entender, me dijo, pero que seguramente se trataba de una calentura pasajera.

Sus palabras fueron prudentes, pero qué difícil ponerlas en práctica.

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