Daniel Ortega está preso en una celda de aislamiento y ni AMLO ni Alberto Fernández lo visitan

Es difícil tener comunión con un Jefe de Estado que ha perdido la vergüenza y que no sabe dónde los diablos la dejó

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El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega. EFE/Jorge Torres/Archivo
El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega. EFE/Jorge Torres/Archivo

Este mes de junio, más de 180 nicaragüenses cumplen un año de secuestro y tortura en una casa de horrores conocida como El Chipote. Los carceleros de este centro de suplicios son dos: Daniel Ortega y Rosario Murillo, ellos juzgan y condenan, en secreto y a su antojo a todos los que les adversan o intentan hacerlo.

A pesar de su aparente omnipotencia, labrada apunta de sangre tras 15 años incrustados en el poder, este dúo de carceleros de la tercera edad y de poco carisma político, también es prisionero su propia celda de confinamiento, la cárcel del miedo, la avaricia y el desprecio casi nauseabundo y unánime de toda la comunidad internacional.

Ortega, y también Murillo, viven aislados en una celda de oro en el Carmen. Seis meses después de su risueña y ridícula toma de posesión, nadie los visita y ellos tampoco visitan a nadie. Ni un solo Presidente de las Américas ha llegado al Carmen a verlos, ni uno solo. Ni siquiera el Mariachi de las dictaduras, Andrés Manuel López Obrador o el milonguero chavista, Alberto Fernández, se han atrevido a caer tan bajo.

Un aislamiento autoinfligido. Es difícil poder tener comunión con un Jefe de Estado que ha perdido la vergüenza y que no sabe dónde los diablos la dejó. El matrimonio que desgobierna Nicaragua, al estilo House of Cards, ha superado a la imaginación de David Fincher o el realismo mágico de Gabo. Aquí ellos confiscan, encarcelan, vigilan y hostigan a lideres estudiantiles, periodistas, campesinos, ancianos, defensores de derechos e incluso sacerdotes. Nada los perturba y nada les quita el sueño, salvo su constante temor a salir del país y ser pillados en algún aeropuerto internacional por no haber reportado en aduana 355 asesinatos y otros crímenes de lesa humanidad.

El aislamiento del Carmen no lo rompe ni el ALBA. La semana pasada Ortega le juró a Raúl Castro, perdón a Díaz Canel, que iría a la Cumbre del ALBA en la Habana y que se sentaría al lado de Maduro y repetirían juntos hasta el cansancio el credo zurdo contra el imperio, el bloqueo y la autodeterminación de los pueblos. Ortega no cumplió. Sabía que la reunión del ALBA tenía dos objetivos: rechazar la supuesta exclusión de la Cumbre de las Américas y endulzarle los oídos para aceptar negociar con los gringos, al igual que ya lo habían hecho Maduro y Canel, logrando suavizar las efectivas y dolorosas sanciones establecidas por la Administración Trump.

Presos del temor, la avaricia y las intrigas. Los miembros de la familia se pelean día y noche por ser los próximos sucesores al trono, mientras los funcionarios públicos son vistos como sospechosos, espías o competencia desleal. Ante estos temores y paranoias sin cura, han incrementado el número de su policía secreta en las calles y de sus funcionarios orejas en todas las instituciones públicas, incluyendo el Ejército.

Los presos políticos serán libres, más temprano que tarde. Tras un año de sufrimiento, aislamiento y tortura, ya no queda autoridad moral ni jurídica para que estos 180 valientes sigan en las ergástulas de El Chipote. Los mismos que dictan sentencias telefónicas desde el Carmen y quienes las imparten desde el Chipote, no pueden dormir tranquilos ni acallar su escandaloso reclamo moral. Las terapias psicológicas no ayudan, los opioides no son suficientemente fuertes e incluso el yoga no les permite decir namasté.

Mientras los presos políticos siguen gigantes, inquebrantables en su fe y sus convicciones, la dictadura de dos cabezas se resquebraja y autodestruye sin encontrar la paz que hace mucho tiempo han extraviado y que solo Dios es capaz de dar.

*El autor fue embajador de Nicaragua ante la OEA