
Cuando Olga Medvedkova (Moscú, 1963) era pequeña, jugaba al “juego de los secretos”. Recogían objetos pequeños y bonitos, como perlas o botones, los ponían en un trozo de tela o papel plateado y lo cubrían todo bajo tierra para asegurarse de que el “enemigo” no lo pudiera encontrar. “Creo que este juego infantil decía mucho sobre nuestra forma de vivir, de sentir, de ocultar cosas”, reflexiona muchos años después.
Hablamos con ella poco después de que se haya publicado en España su primera novela, La educación soviética (Acantilado), en las librerías francesas desde 2013. Durante mucho tiempo, para esta escritora, afincada en Francia desde 1991, la escritura fue también uno de esos secretos enterrados. “Mis padres soviéticos consideraban que la escritura creativa y sincera, como el arte en general, era una ocupación peligrosa, y de hecho lo fue en la URSS de mi infancia y juventud”, cuenta en una entrevista por correo electrónico.
La autora recuerda cómo su madre le decía siempre (“sobre todo con la intención de protegerme”, recalca) que lo que escribía “no era lo suficientemente bueno”, y que eso la llevó a estudiar arquitectura e historia del arte para centrarse en las creaciones de otros, en vez de en las suyas. “Para mí, publicar era como salir del armario, como confesar algo casi inconfesable”, destaca de este primer libro con el que experimentó una doble liberación interior: por un lado, la de atreverse por fin a publicar, y por otro, la de dar vida a una historia, a unos personajes, y a una historia, que la “perseguían” desde hace décadas.

“Esa educación solo puede formar monstruos o personas infelices”
En La educación soviética, viajamos hasta un verano de 1980 para conocer a una joven adolescente, Liza, que viaja con su madre de Moscú a un pueblo remoto. Allí, descubre la mansión en ruinas del lugar perteneció a sus antepasados antes de la Revolución. A través de su relación con los diferentes personajes que se va encontrando, como el artista David Weiss, Liza acaba por descubrir los traumáticos secretos familiares que su madre le ocultaba: un viaje iniciático hacia su propia identidad y su pasado que, a cambio, se llevará para siempre su inocencia.
Medvedkova, quien afirma que para escribir esta historia se basó en buena medida en su propia experiencia y en la vida de su madre, disecciona cómo se educava en el régimen totalitario soviético. En sus respuestas, nos señala, por ejemplo, a esa madre de Liza, quien pese a ser “una antisoviética encubierta” por sus orígenes aristocráticos, educa “de una manera totalmente soviética”, que procura someter a su hijo, por medio de la violencia, a un control absoluto.
“En la educación hay un qué y un cómo”, destaca la escritora. “Si el contenido de la educación es la alta cultura, pero la forma de transmitirla es abusiva, esa educación solo puede formar monstruos o personas infelices, verdugos o víctimas”. Por ello, tanto Liza como otros jóvenes soviéticos fuera de la ficción, entendieron el aprendizaje como algo doloroso. “La mayoría sigue pensando que recibieron la mejor educación posible, con clases de piano, visitas a museos y teatros. El hecho de que todo ello estuviera rodeado de mentiras, control, violencia verbal, decisiones arbitrarias y manipulación no les molesta”.

Una vida pública y otra clandestina
Ahora bien, podría decirse que, en realidad, había dos educacioines soviéticas. Y es que, tal y como se ve en la novela de Medvedkova, una cosa era lo que ocurría en los colegios o institutos, y otra muy distinta lo que se vivía en el seno del hogar. En el caso de Liza, la vida familiar la dota de una capa de intelectualidad privilegiada, opuesta al canon oficial y a las máximas del marxismo-leninismo. Sin embargo, se encuentra con un elemento clave: la mentira.
“En el universo soviético, los padres mentían a los niños, supuestamente para protegerlos”, rememora Medvedkova. “Los niños podían, sin querer, repetir lo que se decía en casa delante de cualquiera. Los padres les decían a los niños: nunca repitáis fuera lo que se dice en casa. En realidad, se protegían sobre todo a sí mismos. En nuestra casa había libros prohibidos: no se debía hablar de ellos”. Este sistema, fácil de entender para los más pequeños, fue la piedra angular de una sociedad descrita por la autora como “completamente amnésica”, donde la gente ocultaba las cosas aunque no recordara por qué.

Al mismo tiempo, había algo que sí se buscaba con afán: el talento. Cuando un niño tenía algún talento especal, los padres se volcaban por completo en él para dedicarse “no al niño, sino a su talento”, lo que, en muchas ocasiones, conllevaba el sacrificio en vida del menor. “Los padres soviéticos eran grandes productores de pequeños genios que más tarde se convertían en adultos infelices, infantiles y monstruosamente egoístas”, nos cuenta Medvedkova. “Los padres podían llamar a eso amor, y era la mayor mentira de todas.”
De forma paralela, en la escuela oficial, donde “un alumno brillante podía ser considerado un campeón del modelo soviético, pero también un individualista que superaba la media gris y aceptada”, existían también vestigios del racismo heredado del Imperio ruso. El numerus clausus, por ejemplo, era el porcentaje de alumnos judíos que se podían admitir en las universidades. “No se trataba de la religión hebraica (como en el Imperio ruso), sino de la sangre judía, como bajo Hitler y Stalin. Los nombres judíos servían de indicadores y todos los que podían hacerlo cambiaban su nombre judío por uno ruso”.

Una atmósfera decadente
La educación soviética, que encajaría a la perfección en la categoría de novela de aprendizaje, es también la historia de una joven que se “encuentra” con su propio país. Un viaje a la Rusia “profunda”, completamente alejada de la realidad que se vivía en el día a día en Moscú, y que comienza desde precisamente ese elemento en el que Medvedkova ha dedicado su carrera: la arquitectura.
“Hay mucha arquitectura en La educación soviética”, reconoce la escritora cuando le preguntamos sobre el asunto. “Está la arquitectura rural, pobre: la isba”, señala, para luego señalar el contraste de esta típica construcción con “la arquitectura palladiana de la mansión” de los antepasados de Liza, que recuerda el pasado de Rusia, y que contribuye a recrear esa atmósfera decadentista que solemos atribuir a El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, o en palabras de la autora, a la mansión de Grandes esperanzas, de (Charles) Dickens".

Es también en esa atmósfera donde Liza conoce a David, que cumple con la figura del “exiliado en su propio país”. En Rusia, a las personas como este artista, que no se adaptaban a la máquina de represión y obediencia soviética, se les consideraba como “elementos antisociales”. A este hecho habría que sumarle que su homosexualidad era motivo de encarcelamiento, algo que le lleva a esconderse en un pueblo donde nadie pueda encontrarlo. “Se entierra a sí mismo, se convierte en un paria, en un secreto“.
La Rusia actual y la URSS se parecen como “dos gotas de agua”
Para Medvedkova, los secretos son omnipresentes porque son cómplices de la mentira. Y la mentira, nos dice la autora, es “la sangre y el combustible” de todo régimen totalitariao. “Todo lo que se pensaba, se decía y se hacía en la URSS estaba contaminado por ella“, insiste. ”Juntos, la mentira y el secreto constituyen el mayor obstáculo para la emancipación del individuo. Hoy en día, los médicos lo afirman: la mayoría de las enfermedades mentales y las adicciones entre los jóvenes tienen como telón de fondo un secreto familiar“.
Quién sabe si Liza deberá vivir con esa carga el resto de su vida y, si es así, que consecuencias podría acarrear en su vida. Cargar con el pasado implica la imposibilidad de escapar del mismo, y puede que, por ello, Medvedkova señale que el sistema actual en Rusia, sin contar con el factor de la escasez material, se parezca “como dos gotas de agua” al universo soviético". “Hoy en día, la mentira oficial ha vuelto a Rusia, y con ella, el control, la represión y la violencia”, lamenta la escritora. “Cualquier expresión sincera no alineada con el Kremlin está prohibida y puede acarrear largos años en una colonia de régimen estricto. Las vidas se rompen de nuevo, a diario. La gente tiene miedo y ya no habla, ya no escribe abiertamente, porque puede ser denunciada”.
Medvedkova señala cómo, ante este escenario, miles de rusos, a menudo personas de un gran nivel cultural y grandes competencias, decide abandonar el país. “¿Encontrarán la felicidad en Occidente", se pregunta, e inmediatamente ofrece una respuesta: “No estoy segura. Quizá los más jóvenes”. Y es que el legado de la URSS sigue en muchas de esas personas que, debido a esa educación soviética con la que crecieron, “se sienten curiosamente solas en las democracias”. “Sufren”, concluye la escritora, “se quejan de la frialdad de los occidentales y regresan, tan pronto como pueden, a la prisión”.
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