Nuevas tramas, boom de editoriales y el sentido de la política: cómo cambió la literatura a partir de 2001

La escritora y crítica argentina Elsa Drucaroff dialogó con Infobae Cultura sobre las transformaciones que produjo la gran crisis económica y política —y su consiguiente rebelión popular— en la narrativa del nuevo siglo

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¿Cómo cambió la literatura a partir de 2001?
¿Cómo cambió la literatura a partir de 2001?

¿Qué es esa cosa que llamamos 2001? Un número pesado —molesto y a la vez necesario— que nadie puede sacar de la mochila. Una piedra extraña, llena de barro pero con un brillo colorido, que seduce y asquea. Un estigma pero también una posibilidad, pero ¿posibilidad de qué? Fue una crisis, las más grande nuestra historia. También una rebelión, ¿La más grande nuestra historia? ¿Qué pasó después, en qué devino, qué caminos abrió? “2001 es un basta, un corte, un final”, dice Elsa Drucaroff del otro lado del teléfono. Es escritora de ensayos como Los prisioneros de la torre, de novelas como El último caso de Rodolfo Walsh y de libros de cuentos como Checkpoint. También crítica literaria y profesora universitaria. El 19 de diciembre de 2001 estuvo en Plaza de Mayo entre gases lacrimógenos y corridas. “Era muy impresionante porque había gente con bebés y los gasearon igual. El 20 no me animé a ir”, cuenta. Vio como una bomba estallaba contra el Ministerio de Economía y sintió una pequeña felicidad incendiaria en medio de tantas ruinas, de tanta sangre.

“La gente estaba en la calle por múltiples razones: los que defendían sus ahorros, los chetos que defendían sus fortunas, los que no tenían absolutamente nada, los saqueos que decían ‘basta, necesito comer’. Estalla todo, incluso el sistema financiero que venía facilitando con toda conciencia e intención la fuga de capitales”, dice y agrega: “Es el estallido de un programa que se aplica indiscriminadamente y continuamente desde 1975, el Rodrigazo, después Martínez de Hoz y hasta diciembre de 2001. Hay cosas estructurales de ese programa económico que no cambian nunca, que pasan por la apuesta al capital financiero, la estructura macroeconómica para construir deuda, deuda, deuda, para que todas las grandes fortunas se vayan... en fin, todo esto se quiebra en diciembre de 2001. Es un quiebre desde muchísimos lugares pero fundamentalmente desde la política. Es el retorno de la política como conflicto social y no como una carrera para hacer negocios de unos pocos. Ese estallido, esa rebelión, ese decir basta, tiene a la generaciones jóvenes como protagonistas y como víctimas. Como siempre, los que mueren son los jóvenes”.

La generación autoconsciente

En su libro publicado en 2011, Los prisioneros de la torre, Drucaroff abordó el cruce entre literatura y política y encontró una serie de elementos fundamentales para pensar ambos campos, quizás más amalgamados que nunca. “2001 es una efemérides central de lo que yo llamo la segunda generación de postdictadura”, cuenta y explica que “en el 2001 se está constituyendo una generación. Una generación no es un hecho biológico sino un hecho social, cultural. Un changuito de la Puna que nunca vio una ciudad y yo habremos nacido en el mismo día pero no somos claramente de la misma generación; somos dos generaciones diferentes. Una generación se construye y se constituye socialmente cuando cierto grupo de gente, atravesada por ciertas experiencias históricas similares que le provocaron evaluaciones y valoraciones de la situación, que tienen diálogo entre sí, se asume como una generación que tiene que tomar la posta para hacer algo en el mundo. Así se autoconstituye con autoconciencia de sí y plantea una agenda de cosas... bueno, ahí hay una generación.

Los autores que publicaron en los noventa forman, en palabras de Drucaroff, la primera generación postdictadura. La segunda es la que vive en carne propia el 2001 y, en ese sentido, es la “primera generación autoconcsiente de sí, que empieza a pensarse desde muchas cosas, no sólo la literatura. Es una fecha que los marca pero sin que se terminen de dar cuenta, porque la constitución de esta generación como un fenómeno autoconsciente ya se va a dar a partir de 2005, 2006. Y la otra efemérides fuerte para esta generación es 2008: el conflicto con el campo. No es que en el 2001 los jóvenes se miraron y dijeron ‘ay, somos una generación’; lo que digo es que ahí hay una efemérides que marca, que atraviesa, que deja una huella muy importante y que los años siguientes son de una lenta toma de conciencia”. De este modo, lo que que los diferencia de los autores de los noventa, la primera generación de postdictadura, es “una fuerte conciencia de ser una generación” dado que son quienes “van a proclamar que hay una nueva narrativa argentina y que hay una movida de editoriales no mainstream”.

Elsa Drucaroff (Foto: Maj Lindstrom)
Elsa Drucaroff (Foto: Maj Lindstrom)

Tramas y géneros

¿Qué cosas cambian profundamente? Antes del 2001, dice Drucaroff, “la trama estaba como detenida”. Pone tres ejemplos. Por un lado, una trama que “giraba como una especie de máquina loca sin sentido, como podés ver en algunas cosas de Patricia Suárez y en Martín Rejtman. Hay una cosa de no causalidad, de no confiar en la causa y el efecto, una apuesta a una especie de trama loca sin un hilo claro, con mucha influencia de Aira, pero diferente de Aira: Rejtman es mucho más apático, mucho más apago”. En segundo lugar, “la fiesta de la trama fantasiosa, enloquecida, disparatada, gratuita”; un ejemplo es Marcelo Figueiras. Y por último, una “literatura del no acontecimiento, que no confiaba en que hubiera una historia que valía la pena contar, que se quedaba en minimalismos, una literatura con mucho clima, súper interesante, que miraba el mundo con una ajenidad muy grande”.

“Estas líneas se continúan después de 2001 pero nace también una confianza en que puede haber tramas más realistas, en que pueden haber historias con más sentido, con más significación. Es como si algo de lo histórico y de lo político volviera a tener sentido”, sostiene Drucaroff y se posa sobre los géneros, mientras aclara que “estamos hablando de literatura, nada es matemático”. El gran ejemplo es el policial, que “se desarrolló mucho a partir del 2001. Había policial argentino y era relativamente importante pero a partir del 2001 empezó a escribirse más policial con características propias. Es un género muy atravesado por las situaciones políticas y económicas. Estoy hablando del policial negro, del thriller, porque el inglés es otra historia. El policial negro es muy apto para pensar la policía corrupta, el estado de las fuerzas represivas hasta ahora, el narcotráfico”.

En ese sentido, sostiene, “no es casualidad que un libro que le da la patada inicial a lo que yo llamaría una forma nueva de postdictadura de policial negro sea Las islas de Carlos Gamerro, es decir, que un libro que inicia la nueva narrativa sea un thriller”. También menciona Entre hombres de Germán Maggiori (“otro libro extraordinario”), Un publicista en apuros de Natalia Moret (“es descomunal porque trabaja con una voz muy graciosa y muy cínica de un publicista merquero”), los libros de Marcos Herrero y “lo que armó Beatriz Vignoli con Reality inventando una ciudad corrupta que se llama Topía, una ciudad que tiene que ver con Rosario y metiendo tramas muy locas que tienen que ver con la crisis económica, la corrupción, lo gore, lo sanguinario. También hay que hablar de Claudia Piñeiro y específicamente de Las viudas de los jueves”.

Libros de Moret, Piñeiro, Maggiori y Bignoli
Libros de Moret, Piñeiro, Maggiori y Bignoli

“El policial negro después del 2001 se volvió como excesivo, un sesgo casi delirante pero pegado también a las referencias de la realidad social. Tiene, por un lado, el exceso y el delirio, la irracionalidad, donde las tramas cierran pero tienen algo de máquina loca, pero, por otro lado, no pierde su enraizamiento en realidades concretas de la Argentina”, y agrega otro género que reaparece: el terror. Un ejemplo de esto es Todos los demonios están aquí de Marcelo Figueras —publicada este año—, “una de Stephen King en el 2001. Terror con un cruce maravillo con lo político”.

Transmisión generacional y posición política

“No hay muerte de las utopías, hay muerte de las certezas”, escribe el Los prisioneros de la torre y ahora explica que, por entonces, “era un lugar común acusar a todas las personas que escribían literatura de indiferentes hacia la política”. Drucaroff cita Memoria falsa de Ignacio Apolo, una novela de 1996 que muestra “un enorme dolor por la política, una enorme desazón y desconcierto”. “Son autores que están absolutamente marcados por preguntas políticas. No es que les es indiferente el mundo, no es que no tienen conciencia de lo mal que están las cosas. En todo caso no tienen ningún tipo de certeza sobre cómo pensar la historia”.

El punto clave del razonamiento de Drucaroff es el puente intergeneracional. Existe y es necesario que así sea. Es una suerte de “tomar la posta”, de continuar un legado. Pero, ¿qué pasó con la dictadura? “El trauma que produjo la represión cortó el puente histórico de la continuidad antes de 1976″ y lo explica así: “Si vos estabas en 1975 y le preguntabas a alguien de 30 años qué había pasado en 1950, 25 años atrás, podía hablar de eso sin que un montón de tabúes y terrores se le cayeron encima. La relación de los jóvenes de los sesenta y setenta con el fenómeno peronista del 45 era una relación de discusión, de diálogo, había un puente de transmisión, se podía estar a favor, en contra, se podían decir muchas cosas pero era un pasado que se podía mencionar. En cambio, si vos te parabas en 1995 y le preguntabas a quien tuviera 30 años por 1970, no por el 76, no por la picana eléctrica, de eso se acordaba todo el mundo, los campos de concentración no se olvidan, el tema no es ese, el tema es tratar de entender lo que pasó antes”.

“Hablar de la lucha armada —continúa—, de la radicalización política, de las luchas sindicales, sin caer en la demonización completa de la guerrilla ni en la negación de la guerrilla y frases como ‘los desaparecidos eran todos chicos y chicas idealistas que iban a curar gente a las villas y les enseñaban cosas a los niños’... No se podía ni mencionar que alguien que hubiera desaparecido podía haber empuñado una ametralladora porque lo que seguía vigente era el ‘por algo será’. Son dos reversos de la misma moneda que justifican la dictadura. ¿Acaso ese guerrillero se merece que lo torturen, lo corten en pedacitos, secuestren a sus hijos? Con ese tabú no se podía pensar críticamente la historia que había conducido al horror de la dictadura; se podía hablar solo del horror. Estaba cortado el puente de transmisión generacional, una característica inédita”. Luego, con la estabilidad política que se genera a partir del kirchnerismo, “más allá de todas las evaluaciones que podamos hacer, positivas, negativas, críticas”, dice Drucaroff, “los jóvenes se encuentran tomando posición; por eso yo pongo el 2008 como otro hito”.

"Los prisioneros de la torre", de Elsa Drucaroff
"Los prisioneros de la torre", de Elsa Drucaroff

La confianza de que la literatura es un espacio para pensar la nación, sostiene el escritor Carlos Gamerro, se corta completamente en 83. Drucaroff subraya esta idea y agrega que “eso se vuelve a retomar con fuerza a partir del 2001. Hoy nadie de duda eso. Por ejemplo, que Distancia de rescate de Samantha Schweblin está atravesada por los agroquímicos y la explotación de la soja. Nadie duda que las ficciones terroríficas de Mariana Enríquez son formas de pensar la Argentina. Sin embargo, esta confianza no se le ocurría a nadie en 1990, al contrario, había surgido gente de mi generación, de la generación joven de militantes como Alan Pauls, Martín Caparrós, Daniel Guebel, que levantaban como un estandarte que la literatura no tenía nada que ver con pensar la política. Y hablaban de China, de Taiwan, de la Malasia. Escribían ficciones intencionalmente irónicas sobre alguna posibilidad de pensar nuestra sociedad. En 2001 toda esa cosita que todavía tiene un aura cool... cae. Fijate que después del 2001 estos mismos escritores dejan de hacer estas cosas”.

Editoriales autogestivas y un mercado de lectores

Para muchos críticos, sobre todo para Drucaroff, es imposible pensar la literatura argentina actual sin el auge, el boom, la explosión, o como se le quiera llamar, de las editoriales autogestivas. O editoriales independientes, como se las define frecuentemente, aunque ese término —como dicen Víctor Malumián y Hernán López Winne: “¿independientes de qué?”— sea problemático. “Me molesta la palabra independientes. Prefiero autogestivas. ¿Por qué me molesta? Porque me parece hipócrita. En el capitalismo cualquier mercancía cultural necesita, para poder circular, del intercambio de dinero”, argumenta Drucaroff. Estas editoriales son muy importantes para la época por varias cuestiones. La primera, proliferan a partir de los avances tecnológicos: “La posibilidad de hacer una tirada de 200 ejemplares que permiten vender rápido, recuperar el dinero y volver a editar”.

“Hay dos posibilidades en el mercado. O conseguís un público lector, en ese caso hay una literatura que llega y que importa. O no hay mercado de lectores y lo que hacés es cobrarle a quien escribe. En cuyo caso a quien edita le importa un pepino vender: el negocio ya está hecho con el pago que le hace el escritor, ¿para qué lo va a hacer circular? El libro duerme en un depósito o el propio escritor se lo carga al hombro y busca venderlo. Lo que pasa a partir del 2001 es que la generación se propone construir un mercado de lectores. Y lo consigue con estas ediciones del off que son muy pequeñas, armando reuniones, fiestas, lecturas donde se venden. Eso arma una circulación diferente de la literatura”, dice y alumbra una suerte de federalización porque las movidas no sólo estaban y están en Capital, también en Córdoba, Rosario, Bahía Blanca, el Litoral, Chaco...

Dentro de ese boom están las editoriales cartoneras, “además de Eloísa Cartonera, de Washington Cucurto, también varias en las diferentes provincias”, dice Drucaroff. “Todo esto empieza a generar vasos comunicantes y se arma una movida, una movida chica, pero muy significativa. Algunos de esos vasos comunicantes empiezan a ser chupados por los sellos importantes. Mariano Quirós, por ejemplo, un autor del Chaco que empieza publicando en editoriales del off, ganando concursos y termina en editoriales mainsteam. Lo mismo Felix Bruzzone, que empezó con Tamarisco autopublicándose. Me acuerdo que lo escuché por primera vez en el Pachamama, que ya no existe más. Estas editoriales son las que le dieron dinamismo y lo siguen haciendo, siguen generando pequeños éxitos como Cometierra de Dolores Reyes”.

20 de diciembre de 2001 (Foto: Enrique García Medina / Télam)
20 de diciembre de 2001 (Foto: Enrique García Medina / Télam)

La crisis y la rebelión

¿El 2001 como crisis? ¿El 2001 como rebelión? “Fue las dos cosas. Fue una crisis que produjo una rebelión, una rebelión real y concreta. Produjo pensamiento, posibilidades de mirarse a sí mismo. Ahora hay crisis pero no hay rebelión”, y agrega: “Es muy triste lo que te voy a decir pero yo creo que el 2001 fue derrotado. Fue la posibilidad de reconstruir y hacer renacer la política, es decir, la discusión sobre el destino de una nación, o de un planeta, porque hablar de nación hoy es casi absurdo. Eso fue reemplazado por lobbys, por negocios espurios, por descomposición completa. Durante bastante tiempo fue una moneda dando vuelta en el aire: si iba a ganar la política o si iba a ganar la descomposición. En este momento estamos en una situación horrorosamente parecida, igual no, porque nunca son iguales los momentos, y la política ha llegado a un nivel de descomposición escalofriante”.

“El 2001 fue un momento donde el tren de la historia se puso en marcha, yo me subí muy contenta, el tren paró, está parado; señor, hay que arrancar”, concluye la escritora y crítica argentina del otro lado del teléfono.

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